Hubo un tiempo en que la izquierda
despreciaba lo que más adelante consideró una gran conquista proletaria. Lo que
un día fue trampa y embeleco se convirtió en la estación final de una ruta
minuciosamente planeada
EULOGIA MERLE
Según
parece, estamos programados para ser hegelianos. Lo habían dicho los psicólogos
y, lo que resulta más fiable, lo han confirmado los neurólogos: el hábito de hacer
de la necesidad virtud forma parte de los guiones con los que abordamos
nuestros tratos con la realidad. El vicio intelectual de creer que la historia
avanza de su mejor lado afecta a cualquier hijo de vecino, incluidos,
desgraciadamente, los analistas de los aconteceres humanos, empeñados en
alimentar relatos en los que se confunden y superponen lo que sucede y lo que
nos gustaría que sucediera. La historia, “el cuento de un idiota lleno de ruido
y de furia sin significado”, se reescribe como si se tratara de un guión
planificado bien por los humanos bien por los dioses. La recreación de nuestra
Transición, la entienda cada uno como la quiera entender, es un ejemplo
memorable. Para unos, fue un plan maestro del franquismo para perpetuarse; para
otros, una demostración de sabiduría y generosidad por parte de una preclara
clase política. Como si alguien hubiera podido decir: “Nos vamos para la guerra
de los 30 años”.
La
izquierda, hija de la Ilustración, ha padecido superlativamente de ese mal, tan
ilustrado. Pocos casos lo muestran mejor que lo sucedido con el Estado de
bienestar. Aunque hoy pueda sorprender, hubo un tiempo no muy lejano en el que
ser sueco era una ordinariez. La izquierda lejos del poder lo despreciaba y, a
todos los efectos, le atribuía las tareas narcóticas que clásicamente asignaba
a la religión. El Estado de bienestar no cumplía otra función que la de
apaciguar y escamotear los conflictos de clase y, por ese camino, preservar el
capitalismo, “mantener la armonía social”, para decirlo con una expresión que
popularizó James O’Connor. La otra izquierda, la que lo gestionó durante mucho
tiempo, lo defendía sin convicción, como avergonzada de avecinarse
inconvenientemente a los teóricos del fin de las ideologías y la coincidencia
de los sistemas, autores acusados —en algún caso no sin razón— de estar en la
nómina del Departamento de Estado.
Cierto día
todo cambió. El Estado de bienestar pasó de señuelo apaciguador en manos de la
burguesía a irrenunciable conquista proletaria. Qué pudo pasar no es un asunto
fácil de dilucidar, aunque algo tuvo que ver el fracaso de algunos intentos más
o menos serios de plantear alternativas reales al capitalismo que llegaron a
rozar el poder, como el eurocomunismo o el Programa Común de Mitterrand. Antes
que aceptar que venían mal dadas, la izquierda prefirió ceder a la tentación de
reescribir las derrotas como victoria. Lo que había llegado a ser era lo que se
quería. En una maniobra simétrica a la de la zorra que negaba la calidad de las
uvas inalcanzables, se optó por pintar la realidad sobrevenida con los colores
de la conquista social. Diversas maneras de seguir creyéndose la propia
biografía.
Ignorar cómo han sido realmente las cosas conduce a
defensas empecinadas de despropósitos
Pero eso,
que se disculpa en las personas, donde resulta bastante común que, para
resolver el complicado negocio entre la vida y los fracasos, las gentes decoren
como elecciones voluntarias lo que es simple designio, se entiende menos en
organizaciones políticas, en las que, se supone, la reflexión compartida
permite filtrar desatinos y delirios. La razón pública, compartida, entre otras
cosas, está para eso, para evitar la tentación de mentirse. Engañarse siempre
resulta un mal negocio. La zorra, convencida de que las uvas están verdes, las
despreciará incluso si un día encuentra una escalera y le resultan accesibles.
Instalarse en la mentira conduce a la renuncia.
El caso es
que la izquierda se engañó. El Estado de bienestar, en otro tiempo descrito
como trampa y embeleco, aparecía ahora como la estación final de una anticipada
ruta minuciosamente planeada, el remate final de una calculada estrategia. Algo
así como un plan de urbanización, que nace en una pizarra, pasa al BOE y acaba
por convertirse en realidad.
Nada más
alejado de la historia real. Lo que se presentaba como una suerte de diseño
inteligente no era más que el imprevisible resultado de complejos conflictos de
intereses, de luchas y renuncias, simple decantación de procesos sin propósito.
Era, si acaso, “el resto de todos los naufragios”, para decirlo con el verso de
Ángel González. Nunca hubo un relojero inteligente que ajustase las piezas
según un guion preestablecido. Se parecía menos a Brasilia o Dubái que a Nueva
Delhi. Tan fantasiosa resultaba la tesis de la maniobra burguesa como la del
plan inspirado en un ideal.
La
disposición a recrear la historia no es buena cosa. Por lo pronto, impide tasar
el Estado de bienestar, reivindicarlo en lo que corresponda sin sentir la
necesidad de comprar el lote completo. Se defiende todo lo que ha llegado a ser
por el simple hecho de que ha llegado a ser, como si todo fuera defendible. Y
no es el caso. Muchas de las intervenciones del Estado de bienestar tienen poco
que ver con la justicia o la eficacia. Responden a un poder negociador que, por
lo general, está vedado a los de abajo. Hay muchos caminos por los que la voz
de los poderosos atruena a la hora de asignar los dineros de todos: el trato
frecuente con el poder político y mediático en mil ecosistemas sociales; la
coacción de quienes con sus decisiones de inversión, incluidos sus errores,
condicionan la vida de muchos; la naturalidad con la que sus problemas
encuentran acogida en unos medios de comunicación que no ignoran que, tarde o
temprano, sus incomodidades son nuestras complicaciones, entre otros.
Al final, el único modo de sobrevivir es aplazar los
retos importantes, la huida hacia adelante
La desigual
capacidad de influencia es solo el principio del problema, el detonante. Sabido
por todos que así son las cosas, que el poder desnudo importa más que la
justicia de las reclamaciones, cada cual tironea de su lado en una guerra de
posiciones que, tarde o temprano, conduce al colapso. Quizá nadie lo expresó
mejor que De Gaulle cuando dijo aquello de que: “Todo francés desea gozar de
uno o dos privilegios. Es su modo de afirmar su pasión por la igualdad”. Los
votantes, testigos del despropósito, perdidos los pudores y educados como
adolescentes a los que se puede prometer cualquier cosa, tan solo estarán pendientes
de lo suyo, sin que importe el buen sentido de sus demandas ni la coherencia o
la sostenibilidad del producto final. Sobre todo cuando siempre habrá algún
político dispuesto a prometer cualquier Potosí antes de que lo prometa otro. La
competencia política expulsa a quienes recuerdan las verdades ingratas y allana
el camino a quienes escamotean las dificultades. Al final, el único modo de
sobrevivir es aplazar los retos importantes, la huida hacia adelante y el que
venga que arree. La crisis de todos los días es una versión condensada de ese
proceso. La tesis de que “no habrá problemas con las pensiones”, una dilatada.
Lo peor de
todo es que, una vez más, corremos el peligro de tirar la soga tras el caldero.
Y es que la recreación Estado de bienestar como una obra de ingeniería, una vez
se hacen evidentes sus indiscutibles problemas, lleva a muchos a descalificar
toda intervención social guiada por objetivos y, ya en la pendiente, a condenar
la mejor idea de política, como acción racional orientada a modificar el mundo.
Cualquier intento de política social o de planificación colectiva se describe
como un despropósito. Solo queda la mano invisible, dirán los liberales de
tertulia. Como si faltaran las pruebas de la buena gestión de empeños
colectivos. No veo cómo el orden espontáneo se podría hacer cargo de la lucha
contra las epidemias, el diseño de las ciudades modernas, la gran ciencia, la
exploración espacial, la coordinación de los millones de vuelos diarios, el
combate contra el terrorismo y hasta el funcionamiento interno de las empresas.
Ni el mercado existe fuera del diseño institucional y la ingeniería política.
Los
problemas del Estado de bienestar poco tienen que ver con la razón política
porque, para empezar, el Estado de bienestar no es un resultado de la razón
política. La ignorancia sobre cómo han sido realmente las cosas conduce a
defensas empecinadas de despropósitos e incoherencias y, a medio plano, cuando
se confirma que no hay orden ni concierto en los remiendos y se confirma la
ruina del edificio, al desprestigio de cualquier propuesta igualitaria.
Enfilada la vereda, sin argumentos, ni se concibe la posibilidad de salirse de
la senda y explorar otros caminos. Que los hay.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de
Barcelona.
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