Por Pedro
López Provencio | La paradoja de que los partidos más serios
hagan seguidismo del menos fiable, que hoy ostenta la hegemonía del discurso,
no puede durar.
nuevatribuna.es
| Por Pedro López Provencio | Federalistes d’Esquerres | 28 Noviembre 2013 -
13:40 h.
Han
pasado ya casi 40 años desde aquel día en que una pareja de amigos nos
invitaron, a mi mujer y a mí, a pasar un fin de semana en Andorra. Durante el
trayecto en coche, él, un tanto misterioso, me dijo que, durante una mañana, se
ausentarían. Estaban convocados a una reunión independentista, porque, según
nos dijeron, esa era su opción política. Con el poco tacto que me caracteriza,
les espeté sin pensarlo: independientes de quién ¿de la CIA o de la KGB? Nos
reímos de buena gana y no volvimos a hablar del asunto nunca más.
Lo
que entonces era cosa de un reducido número de personas, hoy parece interesar a
una parte muy importante de la sociedad catalana. No por casualidad. Hay que
reconocer que el nacionalismo y el catalanismo han realizado una labor intensa
y constante. Ayudados por muchos como yo que, sin encuadrarse en ninguno de los
dos ismos, han coadyuvado desinteresadamente. La defensa de la inmersión
lingüística en la escuela, el casi exclusivo uso del catalán en la
Administración Pública, el reparto de subvenciones a la cultura, a los medios y
al asociacionismo afín, ha dado unos frutos que saltan a la vista de los que ya
tuvimos uso de razón en el siglo pasado.
La
dictadura franquista reprimió a todos los que éramos desafectos al régimen.
Especialmente a los trabajadores. Pero, iniciada la etapa formalmente
democrática, fue el nacionalismo la fracción de la sociedad catalana que hizo
más visible la parte que le afectaba. La que con más entusiasmo ha defendido
sus intereses. Reclamando y obteniendo cada vez más. Pero haciendo siempre como
si, desde la muerte del dictador hasta aquí, nada hubiese cambiado. Nunca cedió
en el enfrentamiento.
Los
trabajadores también conseguimos imponer derechos y libertades esenciales.
Pasamos unos años en los que íbamos alcanzando cuotas de bienestar nada
despreciables, si comparamos con lo que tuvieron nuestros padres. Y así lo
reconocimos implícitamente. Por ello, a diferencia de los nacionalistas,
relajamos la actividad sindical. Nuestros partidos de izquierdas vivieron
mirando a la luna, a veces fiándose solo en el dedo. La concienciación de
nuestros hijos pareció innecesaria. Con la burbuja inmobiliaria y el crédito
sin fin, nos hicieron creer que vivíamos en el país de las maravillas, que la
lucha de clases había llegado a su fin, que la igualdad de oportunidades
existía y que el crecimiento era infinito. Con la abundancia de bienes
materiales, el individualismo se impuso. Y como a la ambición de poseer no le
resulta útil ni la cultura ni la solidaridad, nos encontramos ahora, de nuevo,
desarmados y en trámite de ser vencidos otra vez.
Como
ya está clara la imposibilidad de seguir creciendo ilimitadamente, la
producción intensiva de bienes materiales empieza a no resultar rentable en
esta parte del mundo. Proporciona insuficientes beneficios al capital. La
sociedad europea está saturada, aunque la distribución sea extremadamente
injusta. La reposición puede obtenerse con lo que se fabrica en otros países.
En los que aún se trabaja sin derechos, sin libertades y con salarios de
miseria. Lo poco que aquí se produzca solo será competitivo si se hace en
aquellas condiciones laborales. La seguridad en el empleo y la negociación
colectiva son un estorbo para esa productividad basada en la explotación del
trabajador asustado.
Para
eso se siguen proyectando los procesos productivos de forma que intervengan
trabajadores sin que importe su cualificación académica ni su experiencia
profesional. Ya se les formará para el puesto de trabajo que vayan a ocupar,
dicen, mientras se diseñan para que sean fácilmente reemplazables y
suprimibles. No interesa para nada la identificación del trabajador con los
objetivos de la empresa, porque solo es uno: el beneficio privado. Las
motivaciones, las necesidades, las expectativas y la parte del proyecto vital
de las personas que vinculan al trabajo son perfectamente despreciables. El
trabajador es considerado como un simple apéndice del sistema, una molestia de
la que habría que poder prescindir.
Mientras
tanto, los capitalistas, los mercados, los inversores financieros, o como se
les quiera llamar, siguen aumentando su fortuna mediante la pasada actividad
inmobiliaria y la permanente especulación. Y no solo sobre los bienes
existentes sino también sobre los futuros, de tal manera que, obtenido el
beneficio, podría ser innecesario producir la mercancía. Se protegen los
monopolios, como el de la electricidad y el petróleo, dificultando la
generación autónoma de energías renovables por particulares. Se enriquecen
también, en buena parte, mediante la deuda pública que nos han endosado y que
se incrementa de año en año sin solución de continuidad. La ayuda de políticos,
algunos corruptos, es esencial. También para asignarles nuevos campos de
actuación inversora. Agotados los nichos tradicionales, la acción se dirige
ahora hacia los servicios públicos. La sanidad, la enseñanza, los servicios
sociales, la obra pública, los sistemas de previsión social como la jubilación,
los transportes, etc. Todo debe transformarse en objeto de negocio. Lo
que ahora son derechos ciudadanos pasarán a ser mercancías. Objeto de
compra-venta para clientes que disfrutarán de estos servicios en función de sus
posibilidades económicas. La beneficencia se encargará de los pobres y de los
millones de desocupados al acecho de un disputado puesto de trabajo.
Para
que la ciudadanía soporte estos cambios hay que convencerla de que no hay
alternativa. Se permite descaradamente el fraude y la evasión fiscal de los que
más tienen. Se les reducen los impuestos directos y se les conceden amnistías
fiscales. Entonces faltan recursos económicos para mantener los servicios
públicos con el nivel de calidad conseguido. Para simular paliarlo, se aumentan
los tributos indirectos y el copago o repago a la población en general. Se
empeoran las condiciones laborales de los funcionarios, pero se les permite
compatibilizar su trabajo en lo público con otra actividad en lo privado, con
lo que se perjudica más lo público. Se asignan los casos más difíciles,
costosos y con peor diagnóstico a las instituciones públicas. Lo más liviano y
sencillo a los centros privados que, además de la asignación económica pública,
cuenta con la aportación privada de los usuarios pudientes. A la policía se le
permite usar métodos más bestiales. Se incrementa la seguridad privada. A la
enseñanza se le ponen reválidas y se aumentan las exigencias para la obtención
de becas, con la excusa de la excelencia, limitan la continuidad. El resultado
es de Perogrullo.
La
gente lo comprende o lo intuye y lo sufre. Nota perfectamente que vamos
perdiendo derechos, libertades y el bienestar conseguido. El enfado es
mayúsculo. Pero falta organización. E intelectuales y líderes políticos o
sindicales que conduzcan, coordinen y aúnen las batallas sectoriales que se
vienen produciendo. Y ofrezcan soluciones creíbles. Pero parece que solo saben,
quieren y pueden los nacionalistas, con una receta tan simple como exitosa.
Se
reconduce el malestar de la gente mediante una fórmula peligrosa que, de
momento, les está dando buenos resultados. A ambos lados del Ebro. Subsumen y
diluyen las justas reivindicaciones en el mito independentista. Se instala
subliminalmente la creencia de que si perdemos el trabajo, nos echan de la
vivienda, se suprimen servicios sociales, se empeora la sanidad pública, se
arruina la calidad de la enseñanza, etc., es porque nos falta la independencia.
Porque España roba o porque Catalunya es insolidaria. Los triunfos del Barça
marcan la senda. Urge la libertad de la Patria.
Sin
embargo la contradicción con la realidad desmontará la ilusión. Vivimos en un
país hospitalario que ha sido siempre lugar de paso y de acogida. De los
antiguos fenicios a los nuevos chinos pasando por los murcianos. La paradoja de
que los partidos más serios hagan seguidismo del menos fiable, que hoy ostenta
la hegemonía del discurso, no puede durar. Y si de sentimientos se trata,
¿quién será capaz de dividir la emoción que se siente al recitar los versos de
Antonio Machado y de Miquel Matí i Pol?
No hay comentarios:
Publicar un comentario