Un centenar de curas ‘rojos’ pasaron en el
franquismo por la cárcel para religiosos de Zamora
La juez argentina que investiga los
crímenes de la dictadura escuchará su caso en Buenos Aires
Cuatro de las personas que
estuvieron presas en la cárcel de Zamora. / txetxu berruezo
Ya ni se
acuerdan de la última vez que pisaron una iglesia, aunque una vez pertenecieron
a ella. Alberto Gabikagogeaskoa (76 años), Juan Mari Zulaika (71), Julen
Kalzada (78) y Josu Naberan (72) fueron curas en la dictadura franquista,
cuatro del centenar que entre 1968 y 1977 habitaron la única prisión española
para sacerdotes: la cárcel concordataria de Zamora, creada “para aislar [del
resto de religiosos y de los presos políticos] a los curas que se habían salido
del redil, los que no apoyaban que la Iglesia fuera del brazo de Franco, los
que habían tomado contacto con las barriadas obreras y se habían situado del
lado del pobre, del oprimido”, explica el catedrático de historia Julián
Casanova (La Iglesia de Franco, 2001).
Gabikagogeaskoa,
Zulaika, Kalzada y Naberan se han sumado con otros 12 compañeros a la querella
argentina contra los crímenes del franquismo. De los 16, solo dos
siguieron siendo curas al salir en libertad. Franco, aquel caudillo por la
gracia de Dios, y la cárcel aniquilaron su vocación religiosa. Por eso a estos
cuatro hombres que un día vistieron sotana les cuesta recordar la última vez
que pisaron una iglesia.
“Yo iba a un
colegio de frailes. A los 10 años nos pasaron un papel preguntándonos si
queríamos ir al seminario. Yo puse que sí. Es la decisión que ha marcado mi
vida”, explica Zulaika. “Después empecé a tener dudas, a leer teología de la
liberación..., la cárcel precipitó mi salida de la Iglesia. Los obispos nos
vendieron vilmente”.
El
concordato firmado en 1953 entre España y el Vaticano establecía que los curas
no podían ir a una cárcel convencional. “Las penas de privación de libertad
serán cumplidas en una casa eclesiástica o religiosa (...) o, al menos, en
locales distintos de los que se destinan a los seglares”. Varios de los
sacerdotes que terminaron en la prisión de Zamora habían sido recluidos antes en
conventos, pero la solución no convenció ni al Régimen ni a la Iglesia porque
no era fácil encontrar conventos dispuestos, y los que sí aceptaban a los
díscolos no imponían la suficiente disciplina. Gabikagogeaskoa recuerda, por
ejemplo, recibir peregrinaciones de visitas en el que fue recluido, en Dueñas.
Él fue el preso que inauguró, en julio de 1968, la cárcel concordataria de
Zamora. Zulaika y Felipe Izaguirre, que la primera semana de diciembre
representará en Buenos Aires a todos los curas de este penal ante la juez argentina que investiga los crímenes del franquismo,
fueron el segundo y tercer ingreso después de una noche muy larga. “Nos detuvieron
en Eibar, en una manifestación. Nos llevaron al cuartel y nos pegaron sin parar
con la pistola, por todas partes. Después, nos trasladaron a la cárcel de
Martutene y allí nos desnudaron y nos hicieron inclinar, para humillarnos. Y de
ahí nos mandaron a Zamora. Aquello me pareció un garaje con barrotes”, recuerda
Zulaika. “¡Cuando les vi se me abrió el cielo!”, confiesa Gabikagogeaskoa, que
había tenido la cárcel para él solo un día entero.
La cárcel
concordataria era un pabellón aparte en la prisión provincial y los sacerdotes
estaban separados de los presos políticos y comunes. En el pabellón solo había
curas, pero no todos estaban allí por delitos políticos. “Había un cura que
decían que había acuchillado a alguien, otro que había ayudado a practicar un
aborto, y otro por homosexual”, recuerda Gabikagogeaskoa. “A mí me habían caído
seis meses y un día por una homilía subversiva en la que hablaba de la tortura
en las cárceles vascas”. Cuando salió, en noviembre de 1968, participó en un
encierro de curas en el seminario de Derio para pedir al Vaticano “una Iglesia
pobre, dinámica e indígena”, y en mayo de 1969, en pleno estado de excepción,
en una huelga de hambre en la sede del obispado de Bilbao. “Me cayeron 12 años
por dejar de comer cuatro días”. Gabikagogeaskoa pasó siete años preso en
Zamora.
La mayoría
de estos curas llegó a la cárcel por el impago de las cuantiosas multas
—10.000, 25.000 pesetas...— impuestas por participar en protestas obreras,
celebrar el Aberri Eguna o insistir en pronunciar sus homilías en euskera —la
mayoría de los sacerdotes presos en Zamora eran vascos—, pero también fueron
sometidos a 6 juicios sumarísimos y 15 del Tribunal de Orden Público (TOP). Dos
del centenar de religiosos encarcelados fueron condenados por colaborar con ETA
en el proceso de Burgos (1970). La antigua prisión es hoy un edificio
abandonado que Daniel Monzón utilizó en 2008 para rodar la película Celda 211.
Los
inviernos eran duros — “las tuberías se congelaban”, recuerda Gabikagogeaskoa—
y los veranos casi peores — “el calor era insoportable”—. Los funcionarios les
despertaban a las ocho de la mañana —“¿por qué tan pronto? ¿Para tener más
tiempo para no hacer nada?”—. Zulaika, Gabikagogeaskoa, Naberan y Kalzada no
recuerdan ya sus nombres, solo los motes —“a uno le llamábamos Koipe porque era
muy aceitoso, sobón; a otro Hammurabi, porque caminaba como si fuera un
emperador egipcio...”—. La comida era poca y mala así que hacían despensa común
con lo que traían las visitas —“con las que hablábamos a gritos, a través de
una doble malla y vigilados por un guardia que escuchaba todo”—. Para pasar el
rato inventaron un deporte —“el balonbrazo, que consistía en tirar una pelota
contra una pared”—. Hacían eucaristías con pan de la cárcel y algunos empezaron
carreras universitarias, aunque solo les dejaron hacer el primer curso.
No había
mucho para leer. “Solo llegaban El Diario de Zamora y Marca, en
tiras, llenos de ventanas, porque recortaban todas las noticias políticas”,
recuerda Naberan. “Un día, los funcionarios llegaron con un brazalete negro y
no nos quisieron decir quién había muerto, pero nos enteramos por el Marca.
Se habían olvidado de recortar la reseña del Celta-Barcelona que decía que se
había guardado un minuto de silencio por la muerte de Carrero Blanco”.
Pero la
mejor forma de pasar el rato fue siempre pensar en escapar. “Esa es la
obligación del preso”, ríe Naberan. “No pensábamos en otra cosa. Recogíamos
todo lo que creíamos que nos podía servir... hasta que se nos ocurrió lo del
túnel”. Decidieron hacerlo en el lavadero porque era un cuarto cerrado con
llave y lleno de serrín. “Hicimos una copia de la llave con cera y un peine.
Construimos un túnel de 15 metros utilizando solo cucharas. Nos llevó cerca de
seis meses y participamos diez curas”, recuerda Naberan.
El trabajo
estaba dividido. “Había picadores dentro del túnel. Otros cogíamos la tierra en
cajas de leche y nos deshacíamos de ella tirándola poco a poco por las duchas
para no atascar nada, con mucho riesgo porque ni las duchas ni los váteres
tenían puerta. Y el tercer grupo entretenía a los vigilantes utilizando la
psicología del funcionario. Por ejemplo, con uno que era muy orgulloso,
organizamos un campeonato de pimpón y le dejaban ganar siempre para que siempre
quisiera jugar. Con otro daban charlas de control de natalidad... El día que
vigilaba Balzegas no trabajábamos en el túnel. Era muy listo”, recuerda
Gabikagogeaskoa.
Casi les
sale bien. “Un día vino corriendo al lavadero un funcionario. El que estaba
cavando el túnel se quedó dentro. Solo nos dio tiempo a taparlo, pero cuando
llegó el vigilante todo estaba lleno de polvo. El funcionario estaba mosca y
fue a por refuerzos. En ese momento sacamos al que estaba dentro del túnel.
Volvieron los funcionarios. Pensaban que teníamos una radio escondida. No daban
crédito cuando vieron el túnel. Ya se veía el otro lado. De hecho, habíamos
programado la fuga para tres días después”, recuerda Naberan. Él,
Gabikagogeaskoa, y Kalzada se autoinculparon para que no castigaran a nadie
más.
Poco después,
hicieron un motín para forzar que les trasladaran con los presos políticos.
“Empezamos quemando los colchones. García Salve [Francisco, jesuita y militante
del PCE] rompió todos los cristales de la cárcel. Tiramos la tele por la
ventana y todo”, recuerda Naberan. Les enviaron 75 días a celdas de castigo.
“De dos pasos y medio”, precisa Gabikagogeaskoa. Y entonces iniciaron una
huelga de hambre. “De vez en cuando venía un médico a asustarnos diciendo que
íbamos a morir. Al final nos llevaron a Madrid. Pensábamos que habíamos ganado,
que nos trasladaban con otros presos políticos, pero adonde nos llevaron fue al
hospital y, luego, de vuelta a la cárcel de Zamora”.
El último en
salir de la prisión fue Kalzada, en marzo de 1976. Una vez fuera, uno tras
otro, se fueron secularizando. “Yo me había hecho cura porque pensaba que era
la forma de ser idealista. Pero cuando quedé libre ya no veía futuro a la
Iglesia. Se había abrazado a la dictadura. No había nada que hacer”, explica
Gabikagogeaskoa. “La Iglesia nos había decepcionado y cuando salí de la cárcel
sentí la libertad como nunca. Quería disfrutarla al máximo”, añade Naberan.
Tenían casi
40 años cuando quedaron libres. Sus primeras y únicas novias se convirtieron en
sus esposas. Uno de ellos vivió en pecado con su pareja un año antes de
casarse. Todos lo hicieron por lo civil. Trabajaron de contables, de
informáticos, de traductores de euskera, de maestros... Cuentan que en sus
pesadillas más recurrentes no sueñan que les queda una asignatura pendiente,
sino que siguen siendo curas.
A sus setenta y tantos han decidido
sumarse a una querella que se tramita a 10.000 kilómetros de
distancia, en Buenos Aires. “Quiero que se haga memoria, que le den un tirón de
orejas al Estado. Es ofensivo que haya una beatificación masiva de mártires y
se olviden del otro bando. En Euskadi hubo 17 curas fusilados”, afirma Zulaika.
Ahora buscan a sus familiares para sumarlos a la querella. “Nos unimos a este
proceso para que haya un juicio que evite la impunidad y ayude a una
reconciliación, a que la gente tenga conciencia de lo que pasó y sepa cómo la
Iglesia colaboró con Franco en la represión”, afirma Izaguirre, que fue
torturado en una comisaría de San Sebastián. Antes de salir de la cárcel ya
había escrito a Roma para borrarse de la Iglesia.
Fuente: www.elpais.com
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