26 de noviembre de 2013
Mantengo la opinión de que las
leyes educativas de todos los países están cargadas en sus prefacios y en sus
primeros artículos, de grandiosas finalidades y aspiraciones, así como de
hermosas y líricas declaraciones que después, en la vida concreta y cotidiana
de las aulas, en las familias, en los medios de comunicación o en la conducta
pública de nuestros líderes sociales y políticos, se difuminan o desaparecen. Y esto sucede, entre otras
razones, no porque exista una voluntad perversa por hacer lo contrario de lo
que se predica o se legisla, sino sencillamente porque nuestras prácticas
educativas, ya sean políticas, institucionales o de aula, se conducen de una
forma enajenada, orientadas por unas lógicas, unas dinámicas organizativas y
unas culturas profesionales a las que al parecer no nos podemos sustraer.
Lógicas de carácter rutinario que nos hacen comportarnos mecánica y
automáticamente bajo la creencia del “siempre ha sido así”; lógicas
burocráticas y jerárquicas que reducen la educación a una cuestión de
normativas, reglamentos y obediencias administrativas que hacen perder el
valioso tiempo del profesorado; lógicas mercantiles y del más salvaje
neoliberalismo que niegan en toda su extensión bajo el miope e interesado
filtro de la “libertad de enseñanza” (¿para quién?) que la
educación es un derecho humano universal; lógicas tecnocráticas que simplifican
y convierten la educación en un asunto de especialistas o de técnicos ejecutores
y expertos en metodologías para conseguir objetivos que les son extraños o en
los que no participan, y también lógicas patriarcales, que infantilizan a las
mujeres y las condenan a soportar unas condiciones laborales y personales que
les impiden desarrollarse plenamente como profesionales de la educación y
aspirar a aquellas funciones que tradicionalmente han sido ocupadas por
hombres.
En consecuencia, el asunto de
la “Calidad de la Educación”, no es un asunto mercantil, ni burocrático, ni
tecnocrático, ni mucho menos rutinario, patriarcal, electoralista, partidista o
coyuntural. Estamos ante un asunto estratégico, que exige apuestas de profundo
calado de carácter eminentemente ético, político y social, no sólo porque
requiere políticas presupuestarias y de financiación coherentes y sostenidas,
sino también porque apunta necesariamente a un cambio de visiones y de misiones
acerca de las funciones sociales de la Educación y su responsabilidad en la
construcción del bienestar y el bienser de todos los ciudadanos sin excepción.
El concepto de “Calidad
de la Educación”, como cualquier otro en las Ciencias Sociales, es sin duda
histórico, social, político, contextual y fundado en valores. Nace asociado al
desarrollo tecnológico y económico de la sociedad industrial y mercantil, que
en su incesante búsqueda de minimización de costos, optimización de recursos y
maximización de beneficios, ha ido produciendo al mismo tiempo, modelos de
organización y de gestión empresarial y modelos de distribución y consumo de mercancías,
altamente sofisticados y competitivos.
Actualmente nos encontramos con
la tendencia, bastante generalizada en muchos países, consistente en
trasplantar dichos modelos empresariales a la Escuela y a las instituciones
formativas y académicas en general, convirtiendo a éstas en un mero apéndice
instrumental y reproductivo de los valores y competencias de aprendizaje
necesarias para la cualificación técnica e ideológica de trabajadores y
ciudadanos. Este es el caso en mi opinión del conocido Modelo de
Excelencia y Calidad Europeo (EFQM) y otros similares, que si bien
pueden aportar significativos avances en la gestión de la calidad de las
organizaciones empresariales, olvidan cuatro aspectos obvios y esenciales para
la Educación: (1) que educadores y educandos no son objetos de consumo ni
mercancías intercambiables; (2) que las Escuelas no pueden ser concebidas como
empresas lucrativas, sino como instituciones sostenibles de aprendizaje y de
desarrollo personal y comunitario; (3) que la Educación es un Derecho Humano
Universal con diversidad de funciones sociales no reducibles ni subordinadas en
exclusividad a la función económica y de cualificación profesional y (4) que
los hechos educativos son fenómenos intrínsecamente complejos, tanto en el sentido
empírico (no funcionan linealmente bajo lógicas de causa-efecto) como en el
sentido moral (están cargados de opciones éticas).
Existen al menos dos tendencias
generales en la conceptualización del término “Calidad de la Educación”. La
primera de carácter empresarial-gerencialista y asociada a los valores del
Mercado tales como productividad, ganancia, iniciativa, costos, beneficios,
rentabilidad, eficacia, resultados, evaluación, selección, eficiencia, consumo,
diversificación de demanda, etc. Y la segunda, de carácter social y basada en
la consideración de la Educación de Calidad como un Derecho Humano Universal
que corresponde a los Estados amparar y garantizar y que está asociada a
valores como responsabilidad, solidaridad, compensación de desigualdades,
igualdad de oportunidades de acceso y de proceso, desarrollo personal y
comunitario, justicia social, etc.
Es evidente que si nos situamos
en la primera tendencia, las políticas educativas y de gestión de los sistemas
e instituciones escolares estarán dirigidas a la privatización generalizada de
la Educación, especialmente en aquellos espacios y escenarios sociales en los
que las empresas educativas privadas o particulares pueden obtener mayores
beneficios económicos. Para ello los Estados adoptan las más variadas
propuestas, desde la implantación del denominado “cheque escolar” para que cada
familia aparentemente pueda elegir la Escuela que desea para sus hijos, hasta
las más sofisticadas medidas para demostrar que la Escuela Pública es inviable
e insostenible. Las consecuencias visibles de estas medidas, que siempre se
anuncian como bienintencionadas, se cursan por vías de decretos y variadas
normativas que se traducen en asignaciones presupuestarias y en disposiciones
reglamentarias, pero pasado un tiempo se traducen en la práctica, en protección
progresiva de las instituciones educativas particulares y en la pauperización
y/o abandono de las instituciones públicas. El objetivo implícito de las
mismas, consiste en demostrar, que el Estado no puede mantener la Educación
Pública, lo que le permite justificar la aplicación del denominado “principio
de subsidiariedad” que garantiza a las instituciones educativas privadas
satisfacer sus intereses particulares, ya sean de carácter económico, político
o ideológico. En este marco, se promueven intencionadamente falsos debates en
torno a la denominada “libertad de enseñanza” (la versión escolar de la
libertad de mercado); la supuesta baja calidad de las escuelas públicas; la
democratización de la escuela confundiendo politización con partidismo o el
discurso sobre el laicismo y la gratuidad de la educación, confundiéndolo
también lo que son principios éticos universales con creencias partidarias y
religiosas particulares.
A todas luces es evidente, que
las escuelas e instituciones formativas particulares se instalan por lo general
en aquellos espacios sociales en los que viven las clases sociales más
acomodadas porque es en esos lugares donde obtienen mayores beneficios. Al
mismo tiempo las dotaciones presupuestarias a las escuelas públicas de barrios,
comunas y zonas rurales o de especial vulnerabilidad social son netamente
insuficientes. De esta forma, la inmensa mayoría de la ciudadanía llegará a
creer con convencimiento que sólo y únicamente las instituciones particulares
son las únicas capaces de proveer una Educación de Calidad. Y si a esto se
añade que el profesorado de las escuelas privadas goza de mejores condiciones
salariales y de trabajo que el profesorado de la Escuela Pública, la función
compensatoria, igualitaria, preventiva, formativa y educativa de la Escuela
terminará por desaparecer, convirtiendo así los centros escolares en meras
academias instructivas o de entrenamiento para obtener acreditaciones que
permitan obtener el carnet de empleado o trabajador cualificado técnica e
ideológicamente, un carnet, que será obtenido en función siempre del origen
social de procedencia. Así el solemne principio de igualdad de oportunidades,
que tanto gusta a la clase política cuando se refieren al esfuerzo y la excelencia,
se habrá convertido en un mito más de los muchos que tiene la escolarización
como ya nos señalaba Ivan Illich en los años 70 del pasado siglo.
Se confunde así, consciente o
inconscientemente Calidad de la Educación con Calidad de la Enseñanza,
en la creencia de que toda enseñanza decretada por las altas instancias de las
administraciones educativas dirigidas y gestionadas por funcionarios
especializados obedientes al Gobierno de turno, va a conducir necesariamente a
la Educación de toda la Ciudadanía. O se confunde también, a los alumnos
egresados de nuestras instituciones, con productos estandarizados y etiquetados
por las agencias externas y/o particulares de evaluación, destinados a hacer
funcionar la gran maquinaria del (des)orden social establecido, reduciendo así
el papel de los profesores al de meros consumidores y aplicadores de
proposiciones que ellos no elaboran y en las que tampoco participan.
Para esta tendencia
privatizadora, la Calidad de la Educación se mide exclusivamente mediante indicadores
cuantitativos, de ahí la importancia que conceden a los procedimientos de
medición de resultados escolares tanto de alumnos como de profesores.
Proliferan así una gama muy amplia de procedimientos de selección y
etiquetación basados en categorías exclusivamente cognitivas y/o
disciplinarias, que no contemplan ni los procesos, ni los contextos, ni la
diversidad de los sujetos, ni tampoco la multidimensionalidad del desarrollo
humano, ni mucho menos el esfuerzo del profesorado y del alumnado. Tanto
alumnos como profesores son examinados continuamente para verificar si en su
memoria han almacenado aquellos conocimientos que el Estado o las empresas
particulares de la enseñanza amparados por él, han determinado que son los más
adecuados para toda la sociedad. En realidad, las evaluaciones, tal y como son
concebidas y practicadas en la gran mayoría de las instituciones, consisten en
dar a cada uno su merecido, no tienen el sentido de promover a los mejores y
más esforzados, sino en el papel de eternizar las desigualdades sociales de
origen: al que tiene capital económico o cultural se le dará y al que no tiene,
se le negará, aunque haciendo algunas excepciones.
Es también evidente, que el
hecho de que la Educación sea Pública, o de que se inviertan en ella ingentes
cantidades del presupuesto nacional priorizando a los sectores sociales más
débiles, algo que por cierto no acostumbra a suceder salvo en los países
nórdicos, es siempre la excepción y no la regla, estando en función de los
Gobiernos de turno. Pero aunque esta fuese la norma, que no lo es, el aumento
de inversión, ya sea en computadoras, o incluso en subidas simbólicas del
salario del profesorado o en mecanismos muy restrictivos y selectivos para el
acceso a la profesión docente, no necesariamente estas medidas, se traducen de
forma automática en la mejora de la Calidad de la Educación. A menudo se
confunde lo Público con lo Estatal, y el hecho de que en un determinado país,
la Educación esté financiada casi en su totalidad por el Estado no garantiza
que ésta sea Pública, es decir, democrática, laica, participada, del pueblo y
de la ciudadanía, ya que puede suceder y de hecho sucede que esté controlada en
exclusividad por mandarines especializados alejados de los contextos y de los
problemas reales de las aulas, marginando así a sus auténticos protagonistas,
que no son otros que los profesionales de la docencia, el alumnado y las
familias.
Y es que la “Calidad de la
Educación” exige definiciones conceptuales y operacionales que contemplen las
variadas dimensiones del desarrollo humano; la singularidad de los contextos;
estrategias de diagnóstico y evaluación capaces no sólo de detectar las
singulares relaciones causales y recursivas, sino también de proponer medidas
terapéuticas no exclusivamente dirigidas a mejorar los síntomas de su
deterioro, sino de indagaciones más profundas que apunten a relaciones e
interrelaciones, a metacausas y concausas, muchas de ellas ancladas en viejas
prácticas y paradigmas que ignoran la complejidad de los fenómenos educativos y
su carácter ético y político.
Por tanto, la “Calidad de la
Educación”, es una cuestión profundamente Ética y Política, no reducible
exclusivamente a medidas organizativas, administrativas, formativas y
pedagógicas, sino sobre todo a programas integrales efectivos a corto, medio y
largo plazo que contribuyan de forma real, como dice la UNESCO, a que la
Educación sea un Derecho y no un producto mercantil sujeto las dinámicas
inhumanas del neoliberalismo dominante. Y esto requiere evidentemente actuar en
muchos y variados ámbitos: epistemológico (conocimientos, disciplinas,
contenidos…); pedagógicos (profesorado, alumnado, familias, aprendizaje,
enseñanza, métodos, tecnologías, recursos, materiales didácticos, servicios
complementarios, orientación educativa vocacional y profesional…) docentes y
profesionales (competencias, formación inicial y permanente, autonomía,
innovación, servicio público diversificado, condiciones materiales y laborales
de la profesión de enseñar, procesos vocacionales y de autodesarrollo
profesional…); organizativos (estructura del sistema, centros, aulas,
departamentos, comisiones, grupos…); sociales (compensatorios, de atención a la
diversidad, de desarrollo comunitario…) etc.
Queda pues bastante claro a mi
juicio, que por mucho que se esfuercen los políticos profesionales en ofrecer
puntuales recetas mágicas y seductoras para avanzar unos cuantos puntos más en
los rankings de los informes internacionales de evaluación, o para tranquilizar
sus conciencias y ganar a corto plazo elecciones, las evidencias nos indican
que para incrementar y mejorar la Calidad y la Equidad en la Educación hacen
falta planes integrales de amplio consenso. Planes gestados a partir de una
amplia participación de los profesionales y de la ciudadanía, capaces de
sostenerse en el tiempo e independizarse de aquellas políticas miopes y
cortoplacistas de intereses particulares e ideológicos, que o bien reducen la
Educación a pura mercancía, o a mero proceso reproductor de ideologías
partidistas o religiosas que ignoran que para el siglo XXI la Educación
necesariamente tiene que construirse y desarrollarse en base a dos valores
esenciales: la responsabilidad y la solidaridad.
Por Juan Miguel Batalloso Navas
Licenciado en Filosofía y Educación, Dr. en Ciencias
de la Educación – Universidad de Sevilla, España. Ha ejercido la profesión
docente durante 35 años, impartido numerosos cursos de Formación del
Profesorado, dictado Conferencias en España, Brasil, México, Perú y Portugal,
publicado varios libros y numerosos artículos sobre temas de educación. Es
Miembro del Consejo Académico Internacional de UNIVERSITAS NUEVA CIVILIZACIÓN,
donde ofrece el Curso e-learning: ‘Orientación Educativa y Vocacional’.
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