La obsesión del sociólogo, que falleció hace poco, fue saber por
qué se produjo la quiebra de las democracias en la Europa de entreguerras.
Estudioso incansable, fue un reformista con una gran sensibilidad social
ENRIQUE FLORES
Tras la reciente muerte de Juan Linz no han faltado
insinuaciones de que fuera una especie de “agente franquista”. Sin ser la única
injusticia que se cometió con este enorme intelectual, profesor de Sociología y
Ciencia Política en la Universidad de Yale, es seguramente la de mayor alcance
moral. La dedicatoria de su libro por un discípulo izquierdista nos da un
indicio de lo delirante e insidioso de esta difamación: “Al Frente de
Liberación Nacional de Vietnam del Sur y a Juan Linz”. Hace poco, el 13 de
noviembre, el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales le rendía
homenaje aprovechando la presentación de sus Obras escogidas.
Durante la guerra de 1936-1939 medio millón de personas se
afiliaron a Falange; en la posguerra, muchas más. Fue —sostiene Brenan— un
partido “refugio” —de supervivencia— para miles de republicanos, de todas las
tendencias, en la zona rebelde. Era la fase “totalitaria” del franquismo
(1936-1944), cuando este se quería legitimar mediante el encuadramiento y movilización
de un partido único. La madre viuda del niño Linz, intelectual de origen
acomodado, pero que, venida a menos con la crisis del 29, vivía de su trabajo,
fue favorable a posturas laicas y reformas sociales rechazadas por la mayor
parte de los insurgentes y, de 1937 a 1939, militó en Falange. Tras la
desnaturalización del partido por Franco, dejó la afiliación y se ganó la vida
como traductora y profesora de alemán. ¿Es este el “pecado original” de Linz?
Pese al contexto reaccionario de la posguerra, ya en sus
años mozos estuvo expuesto al pensamiento liberal y de otras tendencias,
empezando por las del mentor masculino que le asignó su madre y un barbero
anarquista —ambos, exiliados nórdicos—. A ello siguió, tras licenciarse en
Derecho y de Ciencias Políticas pasada la Segunda Guerra Mundial, el oasis
intelectual del Instituto de Estudios Políticos, donde a menudo se discutía
sobre ideas e instituciones prohibidas extramuros. Después, la inmersión del
veinteañero Linz en las ciencias sociales estadounidenses no solo dio rienda
suelta a su curiosidad y entusiasmo inagotables, sino que afianzó la
sensibilidad social, apertura de miras, talante conciliador y vocación
reformista de un demócrata comprometido e inclusivo.
La principal acusación reprueba e incrimina la distinción
analítica entre regímenes “autoritarios” y “totalitarios” que, como
comparativista y —en la tradición de Max Weber— a modo de “tipos ideales”, Linz
propuso. El franquismo fue ilegal, ilegítimo, genocida y aplicó el terror
sistemático y masivo desde el inicio de la guerra y por largos años. Pero, como
comprobaría la oposición, el Partido Comunista inclusive, los aliados no iban a
liquidarlo tras la caída del Eje. Al igual que Lipset y otros muchos, Linz
quería saber cómo se podrían democratizar su país y tantos otros sometidos a
autocracias. Estudioso de las instituciones y el comportamiento político,
comparó la Alemania nazi, la Italia fascista, la Unión Soviética de Stalin, el
franquismo, y muchas más autocracias a diestro y siniestro. Así, constató que
las diferencias superestructurales e ideológicas eran sustanciales y acuñó la
nueva tipología —ampliada después en otras subcategorías—.
Los totalitarismos nazi y soviético perseguían grandes
transformaciones sociales; otras autocracias no y, desde luego, tampoco el
franquismo. Los primeros movilizaban inmensas cantidades de individuos desde
una organización política única, que debía monopolizar también la ideología
—una doctrina secular que arrinconaba a las religiones tradicionales—. Este
tampoco era el caso en autocracias que podían carecer de partido alguno, o bien
tener partido único, pero en competencia con otras organizaciones con intereses
y valores distintos, como la Iglesia, y donde también podía limitarse tanto la
intensidad como el alcance de la movilización política secular. Así fue en
España, con una pronunciada rivalidad entre el Movimiento, la Iglesia y las
Fuerzas Armadas, y donde el partido “de masas” se rebajó a partido “de
cuadros”.
En un plano típico-ideal, la confluencia de pluralismo
limitado y ausencia de movilización de masas podría dejar cierto espacio al
advenimiento de una sociedad civil, organizaciones sociales autónomas que propician
el pluralismo y cierto control externo del abuso de poder, fortaleciendo la
democracia liberal cuando se establece. En plena guerra fría, esta tipología
fue como agua de mayo para el imperialismo de Estados Unidos, que la esgrimió
para tratar de legitimar ante la opinión pública su apoyo y fomento de crueles
dictaduras. Sin embargo, ni Linz la elaboró por encargo ni fue recompensado por
ello y, desde luego, no en España: aunque Linz deseó ardientemente regresar a
su país, ninguna de las numerosas cátedras que se crearon fue para él. Pese a
todo, jamás renunció a su ciudadanía española ni solicitó la estadounidense.
Preocupado por el hundimiento (“quiebra”) de las democracias
en la Europa de entreguerras, Linz también estudió la estabilidad gubernamental
de estos regímenes. En este sentido, cabe destacar su vindicación del
parlamentarismo frente al presidencialismo, al comprobar la mayor propensión al
inmovilismo —por el bloqueo de la iniciativa gubernamental— y al golpismo del
segundo. También es de ver su preferencia por la representación proporcional
frente a regímenes electorales mayoritarios como el británico. Aunque su
conocimiento de la Alemania de Weimar le hacía partidario de reforzar la
mayoría para producir gobiernos estables, veía también necesaria la inclusión o
integración de las minorías políticas, incluidas las “semileales” —en la España
de la Transición, tanto los comunistas como los nacionalistas catalanes y
vascos—. Esta postura discrepaba con la de Manuel Fraga, partidario de un
sistema mayoritario —sin saber que esto hubiera barrido del mapa a su propia
Alianza Popular—.
Linz confiaba en la inclusión y el reformismo como forma de
gestionar los conflictos sociales. Abogó por la reconciliación nacional
—mostrando gran reconocimiento a “Don” Santiago Carrillo— y se implicó en la
Transición Pactada con numerosas conferencias y apariciones en medios de
comunicación en España a favor de la democracia que darían tranquilidad a
sectores conservadores todavía renuentes.
Linz, asimismo, estudió a fondo, y de modo muy innovador,
los conflictos nacionalistas en Cataluña, País Vasco y Navarra, evidenciando la
existencia de identidades “duales”, que compatibilizan con naturalidad
lealtades múltiples, y propugnó la autonomía e incluso el federalismo como un
pacto con las élites nacionalistas catalanas y vascas que habría de integrarlas
en el nuevo sistema. Aunque en la desmembración de la Unión Soviética y
Yugoslavia reconocería hechos refutatorios, siguió esperando que, con una
sociedad civil más desarrollada, el desenlace fuera integrador. Solo en sus
años postreros lamentó profundamente que esta fórmula haya potenciado el
secesionismo.
En sus últimos años, su esposa —y estrecha colaboradora—
Rocío de Terán y él estuvieron enormemente interesados por la integración de
los inmigrantes extranjeros en España y, en medios de comunicación de amplia
difusión, Linz criticó el sistema político estadounidense y alabó la educación
y la sanidad públicas, es decir, el Estado de bienestar o modelo social
europeo. Además, pese a su educación de otro tiempo, aceptaba bien el
advenimiento de los derechos de los homosexuales. Linz era un reformista con
gran sensibilidad social. No es de extrañar que entre sus discípulos, de
quienes siempre deseaba aprender, haya intelectuales de izquierda como Albert
Szymanski —el del Viet Cong—, John Stephens, Robert Fishman y Thomas J. Miley.
Tal era su apertura intelectual y talla humana, reconocible para cualquiera
dispuesto a verlo.
Enric Martínez-Herrera es
doctor por el European University Institute (Florencia), profesor de Sociología
Política en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) y Affiliated Lecturer de la
Universidad de Cambridge.
Fuente: www.elpais.com
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