“En 30 años no nos había pasado esto”,
exclamó Gordillo al conocer su condena a prisión
Jerónimo Andreu Marinaleda
22 NOV 2013 - 20:40 CET310
Juan Manuel Sánchez Gordillo, en el
cortijo de El Humoso. / Julián Rojas
Juan Manuel
Sánchez Gordillo está cansado. El hombre que hace un año incitaba a
asaltar supermercados para recordar que las familias pobres no
pueden comprar en ellos ha sido abrasado por el altavoz mediático que él mismo
levantó. Se recupera de la
sobredosis de flashes en el pueblo del que es alcalde, Marinaleda.
Este jueves por la mañana visita a las cuadrillas que comienzan a recoger la
aceituna en un helado mes de noviembre en la sierra sur sevillana. Mientras los
hombres varean un árbol, una máquina agarrada al tronco lo agita para facilitar
que se desprendan las aceitunas. El árbol tiembla hasta emborronarse a la vista
como si estuviera dentro de una televisión mal sintonizada. El trabajo es duro.
Las aceitunas, proyectiles. Un hombre se acerca a Gordillo:
- Un chico
se ha ido venga a sangrar del ojo porque algo se le ha metido dentro.
Tras
supervisar la colecta, el alcalde se acerca por la almazara donde fabrican el
aceite. Mira el embudo por donde deben pasar las aceitunas, atiborrado de
hojas.
- Traen
demasiado forraje, ¿no? –le pregunta al obrero que todos en el pueblo llaman El
Bigotes.
El Bigotes
suelta la vara con la que aplasta la masa vegetal y responde:
- Mucho.
Dentro del molino la conversación con Manuel, el encargado, tampoco es
tranquilizadora.
Ayer estuvo
trabajando hasta las siete de la mañana pero hoy la máquina está parada porque
los 70.000 kilos de aceitunas que son necesarias para activarla tardan en
llegar. Las cuadrillas de recogida no están aún bien ajustadas.
- Tendremos
que hacer una asamblea para arreglarlo –dice Gordillo resignado.
Asambleas.
Así se resuelve todo en este pueblo de 2.600 habitantes, encarnación de la
utopía del campo andaluz desde que en los ochenta consiguió que la Junta de
Andalucía expropiara 1.200 hectáreas de tierra al duque del Infantado y se las
cediera a jornaleros que hasta entonces vivían en un régimen casi feudal, sin
más perspectiva que trabajar las tierras del aristócrata los meses que a este
le conviniera. Ahora en Marinaleda todo requiere discusiones y una dedicación
que puede consumir mucha energía.
En lo
urbanístico el pueblo es poco más que una larga calle de casas bajas, cada una
con un naranjo en la puerta en el que los vecinos cuelgan la bolsa de basura.
Las visitas de los interesados en aplaudir o aprender del modelo de Gordillo se
pueden trazar siguiendo las tapias del pueblo: grupos griegos, latinoamericanos,
catalanes o asturianos firman murales de inspiración utópica. No hay hoteles,
solo un vecino que alquila tres habitaciones, y el polideportivo acoge a los
grupos numerosos. El conjunto es de una gran quietud a pesar de que a la
entrada del municipio se encuentre el Palo Palo, una sala de conciertos que
abre los fines de semana para que toquen grandes grupos del rock español.
Antisistema de izquierdas, músicos y extranjeros que llegan llevando en la mano
recortes de periódico: ellos son los curiosos bienvenidos.
Pero estos
días las pintadas revolucionarias aparecen tachadas con espray negro. Hace unas
noches recibieron la visita de un grupo de extrema derecha que dejó las paredes
emborronadas de amenazas. Para unos lo más cercano a la utopía agraria, para
otros un parque temático de la izquierda, Marinaleda ha vivido un año en el ojo
del huracán: igual que se ha instituido en lugar de peregrinación, también se
ha transformado en blanco de iras, escrutinios y ataques al papel que juegan
las subvenciones públicas en su supervivencia.
Mujeres de la cooperativa envasando
alcachofas. / Julián Rojas
Marinaleda
vive ante la necesidad de justificar su existencia cada día. Entre conversaciones
sobre la necesidad de reformar el modelo de ayudas agrícolas, Sánchez Gordillo
(64 años) se va a almorzar a su casa arrastrando un aire meditabundo, casi
comiéndose la barba. Pero cuando vuelve todo ha cambiado. Trae los ojos muy
abiertos. “Ha salido por televisión que nos meten siete
meses de cárcel. En 30 años de
ocupaciones no nos había pasado nunca”. Se refiere a la condena del
Tribunal Superior de Justicia de Andalucía que se acaba de filtrar y
que le incumbe a él y a tres hombres más, entre ellas Diego Cañamero, la otra
cabeza reconocible del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), acusados de
capitanear a 500 hombres en la ocupación de la
finca militar Las Turquillas en 2012 para reclamar que se cediera al
pueblo de Osuna. El alcalde, que además de sindicalista es también
parlamentario autonómico por Izquierda Unida, lleva más de un millón de euros
en multas que no sabe cómo pagará. Y sobre sus espaldas tiene pendientes varios
procesos, como los de los supermercados el mismo 2012. Tras ellos, reporteros
estadounidenses guardaron cola para entrevistarlo y un periodista inglés se
instaló en Marinaleda para escribir un libro.
Ahora todo
ha pasado y ha quedado el sabor a ceniza. El precio por su lucha está siendo
alto para la vida de Gordillo. La condena de cárcel aparece como un nubarrón
especialmente siniestro. Los antecedentes penales son una losa ante los juicios
pendientes. “Yo he pasado por muchos calabozos y no me importa, pero una cárcel
no está bien ni para cinco minutos”, lamenta el político. “He visitado todas
las de Andalucía y sé lo que son: destrozapersonas”. Considera que los juzgados
se equivocan ante un acto simbólico: “Están despistados con nosotros. No saben
lo que somos: no queremos violencia. Yo no le he pegado ni le pegaría nunca a
un policía”. Es fácil comprender la confusión.
El SAT es
una construcción peculiar, sincrética, que aúna los ideales políticos
de la izquierda radical con la tradición anarquista rural andaluza,
el municipalismo y la resistencia civil de la contracultura estadounidense. Su
brazo político es el Colectivo de Unidad de los Trabajadores (CUT), el partido
de Gordillo y una fuerza desequilibrante dentro de Izquierda Unida en
Andalucía. Las acciones del sindicato el último año hicieron la vía agraria
atractiva para colectivos del 15 M y antisistema, que desde entonces han venido
colaborando con el sindicato en proyectos como las corralas
okupadas de Sevilla o la finca de Somonte (Córdoba), unos terrenos
de la Junta de Andalucía en los que el SAT espera que se pueda replicar el
modelo autogestionado de Marinaleda con un perfil de activista más moderno.
Esa parece
la gran pregunta:¿por qué no se repite un modelo tan goloso en otros municipios?
Delante de El Humoso, el antiguo cortijo de los duques, Gordillo se encoge de
hombros de nuevo con aire melancólico. “Porque esto no es nada fácil. Conseguir
los terrenos fue complicadísimo, y consolidarlo sigue siéndolo cada día, con
zancadillas, malinterpretaciones y sinsabores”. En 1979 los trabajadores
andaban todos los días ocho kilómetros entre los olivos y bajo el sol desde el
pueblo al cortijo para manifestarse. Después de
conseguir la tierra para ellos se encontraron con que la batalla acababa de
empezar.
Se
instituyeron en la cooperativa El Humoso y eligieron los cultivos para los que
era necesaria más mano de obra, como la alcachofa, el pimiento y la aceituna.
Todo lo que gana la cooperativa se reinvierte en crear más empleo. Ante la
evidencia de que con el dinero que se paga en el mundo moderno por los
productos del campo no tenían suficiente, en 1999 abrieron una fábrica de
envasado de sus. Pero ser comunistas no les coloca fuera de la lógica del
mercado. También ellos están encerrados en la carrera de abaratar costes
continuamente para que la competencia no los aniquile. Han necesitado
automatizar al máximo los procesos, y todo el recorte de personal que hacen por
ese lado intentan solucionarlo abriendo nuevas vías de negocio. Ovejas,
cultivos ecológicos… La cooperativa bracea por sobrevivir buscando recetas para
resistir los precios bajos que fijan las grandes compañías.
Unos jornaleros de Marinaleda en la
recolección de la aceituna, esta semana. / Julián Rojas
Solo el 30%
de lo que producen se comercializa con la marca El Humoso porque el proceso
implica demasiados gastos; el otro 70% se lo venden a compañías que fabrican
las propias marcas que los hombres del SAT sustraen de los supermercados. “Así
es lo del capitalismo: haces el aceite y se lo tienes que vender a una
multinacional”, reconoce Gordillo. Ahora el alcalde tiene el sueño de
introducir cultivos como puerros y acelgas, crear una línea de frío y fabricar
alimentos precocinados. “Queremos dar un salto y aumentar la parte de
producción industrial, pero para eso necesitamos crédito, como todo el mundo, y
los bancos no quieren oír del asunto porque prefieren darle el dinero a la
Duquesa de Alba, que ofrece más garantías”. Banca ética, cooperativas de
crédito, donaciones… Las salidas son estrechas. Y más cuando la crisis amenaza
con tumbar muchos avances. En los últimos tiempos en la cooperativa han
recibido muchos desesmpleados de la construcción. En las asambleas del pueblo
se ha hablado tres veces de bajar los sueldos para seguir siendo competitivos.
El
Ayuntamiento, con un presupuesto anual de unos tres millones, también sufre los
recortes de aportaciones estatales y autonómicas. Sube la intensidad de las
protestas de los críticos que acusan a Marinaleda de ser la niña mimada de la
Junta, que le permite todos sus desmanes por el halo romántico que envuelve la
historia de los jornaleros irredentos. Es innegable que una parte fundamental
de los ingresos de los vecinos proceden de los
subsidios del Plan Fomento de Empleo Rural (antiguo PER) en una
situación que comparten con gran parte de la Andalucía rural. Con la diferencia
de que en esos otros pueblos no se vende que viven una situación de pleno
empleo.
Las
peculiaridades del pueblo son innumerables. Con excepción de los que tiene
negocios privados o los que trabajan sus propias tierras, todos los habitantes
tienen el mismo salario (1.200 euros por seis horas y medias de trabajo al día
seis jornadas a la semana) independientemente de que sean profesores de
instituto o campesinos en la cooperativa, que emplea al 50% de la población. No
tiene policía local; y solo cinco administrativos, el interventor y el
secretario cobran por el trabajo en el ayuntamiento. Los servicios como la
guardería o la piscina son prácticamente gratuitos. Un grupo de cultivo
ecológico provee de comida al comedor infantil. Y luego están las casas: 150
viviendas del pueblo han sido levantadas por los vecinos apoyándose en un plan
de subvenciones de la Junta, que paga los materiales de construcción si los
vecinos se toman los dos años necesarios del grueso del trabajo.
Ese proyecto
estrella de vivienda, como explica el Ayuntamiento, podría realizarse en
cualquier pueblo con habitantes con tiempo libre; el problema es poner a los
vecinos de acuerdo. Y de eso tienen experiencia en Marinaleda. En el campo
estos días con la aceituna hay unos 200 empleados. Los hombres del CUT los
distribuyen en asamblea según criterios poco claros. Mientras, en la fábrica
trabajan dos turnos de 50 personas al día. La mayoría son mujeres que, rodeadas
de palés con latas de pimientos, limpian y envasan las alcachofas de una
pequeña línea de producción, tan limpia y comprensible que parece de juguete.
Fuera de los días de asamblea, cuando se decide todo (de los presupuestos a las
fiestas) la vida del pueblo no aparece tan politizada como sería de prever.
Algunos
vecinos críticos se lamentan porque no haya chicos que quieran ir a la
universidad ante la certeza de que tienen la vida resuelta si trabajan para la
cooperativa. Pasa en todos los pueblos, reconocen, pero allí con una intensidad
que algunos creen que puede estar hipotecando su futuro. Son debates que se
mantienen en voz baja. Sobre la forzada pureza ideológica de Marinaleda se ha
hablado mucho, sobre todo a partir de unos detalles fácilmente corroborables:
una televisión local (ahora cerrada) con desconexiones a canales chavistas y
cubanos, los Domingos rojos de trabajo voluntario que sirven para cimentar la
moral colectiva... Por eso sorprende entrar en un bar y ver sobre la barra un
diario de línea editorial orgullosamente de derechas, o encontrar en casa de un
vecino la misma imaginería religiosa que se puede ver en cualquier pueblo
andaluz. El propio Gordillo reconoce que en los últimos años han ido llegando
inmigrantes a los que se les ha dado trabajo “sin pedirles un carné político,
porque hay que ser realistas”.
Gordillo pasea por los campos de
Marinaleda. / Julián Rojas
Sin embargo,
Mariano Pradas, portavoz del PSOE, avisa de lo peligroso de creer que en el
pueblo se permite la disensión. Pradas, nacido en Marinaleda, trabajador
nocturno del servicio de recogida de basura de Estepa, insiste mucho en que es
un hombre de izquierdas. “Y me parecen fatal todos los recortes de
libertades que persigue Rajoy. Creo que hay que luchar contra
ellos”, enfatiza. Es sindicalista y asegura que vota a favor de la mayoría de
reivindicaciones que Gordillo lleva al pleno municipal porque está de acuerdo
en pedir mejoras para el pueblo. Aun así, no hay sesión en la que el público no
termine gritándole fascista. “Porque ese es el problema: aquí no hay
negociación ni hay espacio para la mínima crítica. O estás de acuerdo en lo que
dice él y como lo dice él, o eres un fascista y no tienes derecho a la palabra
ni a ver los papeles del Ayuntamiento”, cuenta en un bar del pueblo.
La fórmula
de que el problema del asunto está en las formas y no en el fondo se queda
corto en este caso, asegura Pradas: “Es la concepción misma de lo que significa
lo público. Yo creo que las cosas tienen que ser de todos, incluso de los que
no están de acuerdo contigo. Hay veces que yo querría apoyar mociones y que no
puedo porque están escritas ‘contra los fascistas que han hecho no sé qué”. El
socialista denuncia la patrimonialización de los recursos comunes en la que ha
incurrido Gordillo: “Él reparte el poco trabajo que hay beneficiando a los que
le siguen en las manifestaciones. Si no estás de acuerdo con él, solo te llaman
para campañas en las que hace falta mucha mano de obra”. El sistema de plenos
del pueblo es, desde luego, peculiar.
Durante unos
años probaron a que las decisiones municipales se tomaran en asamblea abierta,
pero la Administración tumbaba por ilegales cada una de las actas que le
llegaban. Por eso, desde hace años, antes de cada pleno los ciudadanos votan a
mano alzada qué esperan que los diputados de IU amonesten (son nueve sobre un
total de once), y estos luego cumplen el mandato. Es solo cuando todo está
consensuado que entran a la sala los miembros de la oposición. “La gente ya
está caliente contra nosotros”, se lamenta Pradas, “y hay veces que no podemos
ni hablar”. El PSOE no tiene sede municipal, pero al PP le falta hasta el
candidato. Solo algún político sevillano se presenta simbólicamente sin haber
pisado nunca el pueblo.
José Antonio Borrego, que fue
elegido en 1999 el único concejal popular de la historia de Marinaleda, está
domiciliado allí pero trabaja en Sevilla de administrativo. “Solo viene los
fines de semana, y no todos”, explica una mujer que abre la puerta de su casa.
Varios vecinos coinciden en que los cuatro años de actividad política de
Borrego -al que Gordillo, profesor de Historia, dio clases en el instituto del
pueblo- fueron una pesadilla para él. Marinaleda es una lucha, y en la lucha
Sánchez Gordillo y sus partidarios no entienden de sacrificios ni de
prisioneros o concilios. Solo aceptan los colores puros: el rojo, blanco y
verde de su bandera. Sin matices. Por eso y porque se enfrenta a la forma en
las que se hacen las cosas en el resto del universo, para bien y para mal el
proyecto de Marinaleda es un fruto delicado que requiere de continuos cuidados.
Mientras, tras las pintadas y los gritos, continúa viviendo un pueblo humilde,
de jornaleros orgullosos de serlo que en las noches más frías del año calientan
sus salones con estufas alimentadas con ramas de olivo.
Fuente: www.elpais.com
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