La UE se enfrenta a un gran dilema: o construye una estructura
supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el mundo globalizado
o retornará a una especie de Edad Media de Estados subalternos
EULOGIA MERLE |
Cuando Ortega
alumbró la memorable ocurrencia que encabeza esta página, todavía resonaban los
ecos de “aquella literatura revuelta, tumultuaria, a trechos estimulante y
cáustica, a trechos deprimente y narcótica como el vaho de cloroformo en las
enfermerías”, de la que Miquel dels Sants Oliver levantó el primer y casi
definitivo balance en 1907. Oliver la bautizó como literatura del desastre,
aunque no todo en ella fuera canto de añoranza ni adoptara el tono elegiaco propio
del finis Hispaniae. Por ejemplo, que España, si quería salir del estado
de postración en que había caído tras el desastre de 1898, tendría que
europeizarse: “Queremos respirar el aire de Europa” fue el grito que se elevó
de la primera asamblea de productores animada por el ardiente corazón de
Joaquín Costa. Y Ortega, un adolescente del 98, que había escuchado con el
ánimo sobrecogido, como tantos otros jóvenes, los aldabonazos de Costa en el
Ateneo de Madrid clamando contra la oligarquía y el caciquismo y por la
reconstitución y europeización de España, no tuvo ninguna duda de que, en
efecto, España era el problema y Europa la solución.
Lástima grande fue que nada más enunciarse el ideal de
Europa como síntesis de ciencia y moral alemana, libertad y democracia de
Francia, educación y selfgovernment de Inglaterra, los europeos entraran
en una guerra que los desolados jóvenes españoles, llegados a su primera
madurez, no pudieron interpretar más que como “guerra civil”, un concepto que
oscurecía más de lo que aclaraba y que fue cediendo ante la evidencia de que
quienes se enfrentaban por las armas eran los Estados de naciones imperiales,
que no cejaron en su mutua destrucción hasta que de la vieja Europa no quedaron
más que ruinas. Las nuevas generaciones de españoles, sin embargo, que habían
apostado con fuerza por los aliados frente a los imperios centrales, no
abdicaron de su empeño y en muy pocos años, los que van de 1918 a 1936
arramblaron con la España ensimismada a la que las clases dominantes de la Restauración
—típicamente, ferreteros vascos, textiles catalanes, latifundistas castellanos
y andaluces— habían aislado del mundo entorno con sus aranceles y políticas
proteccionistas. Respiraron, en efecto, los aires de Europa y alumbraron una
nueva edad que hemos llamado de plata aun si en muchas de sus realizaciones
superó con creces la de oro.
El ensimismamiento llegó a cotas impensables con la consigna de
Imperio hacia Dios y Nación católica
De todo esto, como sabemos muy bien por haberlo sufrido
en nuestras carnes, no quedó nada: el proteccionismo alcanzó su paroxismo con
la autarquía del Nuevo Estado salido de la rebelión militar y la guerra civil y
sostenido en las mismas clases dominantes de la Restauración con el añadido de
las tres grandes instituciones con poder de Estado encargadas de mantener bien
cerradas las ventanas al exterior: las Fuerzas Armadas, la Iglesia y el
Movimiento. El ensimismamiento subió a cotas impensables con la doble consigna
de Imperio hacia Dios y Nación católica, un invento muy español que lo debe
casi todo a dos cardenales catalanes: Gomà y Pla i Deniel, arzobispos de
Toledo, primados de España desde 1933 hasta 1968, y heraldos, el primero, de la
Hispanidad y el segundo, de la Cruzada. Fueron años de hambre, crucifijo y pena
que culminaron con las gentes del Opus Dei y su nueva consigna, tan digna de
recuerdo como las de Costa y Ortega: españolización en los fines, europeización
en los medios. Con ella, y no poco de cilicio, se pusieron en marcha los planes
de desarrollo sostenidos en las remesas de emigrantes y las divisas de
turistas. Europa tomaba el sol en las playas de España y España tendía sus
brazos a los europeos desde la no menos célebre consigna ideada por los
servicios de propaganda de Manuel Fraga: Spain is different.
Por algunas de las rendijas abiertas escaparon
—escapamos— muchos españoles que, además de respirar el aire de Europa como
nuestros mayores, queríamos ser lisa y llanamente como los europeos.
¿Españoles? Bueno, eso era lo que aseguraba nuestro DNI, pero qué vergüenza
andar levantando banderas, qué ridículo emocionarse con glorias o identidades
nacionales, qué pereza cultivar señas de identidad impuestas por la tradición,
la cultura o la memoria construidas desde el poder del Estado. Determinados a
ser, por nacimiento, españoles, éramos, por lecturas y por voluntad de ser,
europeos, con una carga de ingenuidad de la que solo despertamos cuando, a la
muerte del dictador, Francia impuso pausas y sembró de obstáculos nuestro viaje
a Europa. Finalmente, con el camino despejado por la política exterior más
hábil y tenaz sostenida por cualquier Gobierno español en el siglo XX, la
sensación de logro, y no de gracia otorgada, dio a la entrada de España en la
Comunidad Europea toda su dimensión histórica, porque fue ese logro lo que
acabó por liquidar la secular frustración que nuestros más ilustres antepasados
habían definido como anomalía española.
¿Dónde estamos ahora? El largo viaje a Europa terminó
hace décadas: ya no vamos a Europa, ahora somos Europa. Europa, por tanto, ya
no es nuestra solución, es nuestra responsabilidad, aunque por lo que
transmitieron los debates entre candidatos a ocupar un escaño en el Parlamento
Europeo se diría que lo que realmente nos va es cocernos en nuestras propias
miserias. Lo que de verdad movió a cada candidato fue echar sobre el adversario
paletadas de basura de manera que apareciera ante los electores como único
responsable de los males que nos aquejan. Por supuesto, para quienes tienen
como meta la secesión de un territorio del Estado, las elecciones europeas son
poco más que un test para medir la fuerza del soberanismo. Encerrados con esos
juguetes de fabricación casera, a nadie parece interesar el futuro de Europa.
Durante la crisis se
refuerzan y multiplican los nuevos movimientos secesionistas y populistas
Sin duda, Europa ya no es lo que era a finales del
pasado siglo: un proyecto vivo de construcción de un poder público supraestatal
posnacional. La crisis que ha sacudido sus cimientos ha mostrado, por una
parte, que sus nacionalidades, lejos de mezclarse y fundir sus cualidades y sus
caracteres particulares en una unión común para el beneficio de la raza humana
—por decirlo con palabras de John Stuart Mill— se refuerzan y multiplican con
los nuevos movimientos populistas y secesionistas surgidos en las últimas
décadas; y, por otra, que sin una moneda asentada en un sólido entramado
institucional no hay poder público ni hay, por tanto, política alguna que
valga. Y así, Europa se encuentra hoy ante un dilema que habrá de resolver: o
logra constituir una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer
política en el nuevo mundo globalizado o retornará a esa especie de Edad Media
en la que sueñan los movimientos secesionistas siempre a la búsqueda de
identidades ancestrales.
Pues aunque nadie pueda predecir el futuro, parece
claro que si los movimientos neopopulistas y secesionistas logran sus objetivos
y si Reino Unido, España, Italia y Bélgica entran por la senda de la secesión
de sus territorios mientras Francia opta por encerrarse en una dorada
decadencia, Europa acabaría alumbrando un nuevo sistema de poder seudoimperial
germano operando sobre unidades territoriales de pequeños Estados subalternos.
En tal caso, Europa dejaría de existir como un poder supraestatal capaz de
someter a regulación los mercados y de mantener en vida lo que ha constituido
hasta hoy su principal razón de ser: garantizar a sus ciudadanos, además de paz
y democracia, un sistema público de sanidad, educación y seguridad social que
las políticas privatizadoras y el creciente abismo de desigualdad abierto a
nuestros pies por los poderes financieros globales ha erosionado durante las
últimas décadas.
Santos Juliá
es profesor emérito de la UNED. Acaba de publicar Nosotros, los abajo
firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas
(Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).
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