Lo que buscan las élites
político-culturales que impulsan la consulta en Cataluña es monopolizar una
parcela de poder y ascender a la cumbre del escalafón, aunque este domine un
territorio más reducido
EVA VÁZQUEZ |
Tantos años
luchando contra el “economicismo vulgar”; tantos años repitiendo a mis
estudiantes que, para entender el nacionalismo, buscaran más los factores
culturales y emocionales, como la lengua y la bandera, que los económicos; que,
en vez de lucha de clases, predominaba el interclasismo; que quien impulsaba el
proceso no era ninguna burguesía, sino élites intelectuales y profesionales;
que los seguidores no perseguían recompensas materiales, sino satisfacción
moral (el ingenuo “aquí mandamos nosotros”)… Tantos años insistiendo en estas
cosas, y ahora llega la familia Pujol y me lo desbarata todo. ¿Ves cómo era el
dinerito, el dinerito?, leo en la mirada sardónica de mis colegas.
En el caso
catalán, además, el estereotipo economicista tiene solera. “Es la pela”,
se decía, en cuanto obtengan el dinero que piden todo eso de la lengua pierde
importancia. Incluso el nacionalismo radical lo ha reforzado recientemente con
su insistencia en el expolio y el “Espanya ens roba” (aunque supongo que
les habrá descolocado saber, de repente, que había robo, sí, pero que este
procedía del corazón del catalanismo).
No creo, sin
embargo, que se haya desmoronado el esquema político-cultural sobre el
nacionalismo dominante entre los teóricos sociales de las últimas décadas. Por
mucho que lamente contradecir al joven Solé Tura, el nacionalismo catalán no
fue creación de su burguesía. El capitalismo es internacionalista. Le interesa
expandir el negocio, derribar barreras aduaneras, crear mercados cada vez más
amplios. En el siglo XIX, cuando estaban en boga los nacionalismos expansivos,
como el italiano o el alemán, las respectivas burguesías, deseosas de liquidar
las mil aduanas que caracterizaban al Antiguo Régimen, los apoyaron. Pero los
pequeños nacionalismos secesionistas del XX-XXI no gustan al capitalista
genuino. En el caso catalán, el empresariado no siente ningún entusiasmo, sino
mucha alarma, ante el actual clima independentista, que podría aislarles del
mercado con el que negocian.
A las élites
político-culturales, en cambio, trocear el mercado les reporta beneficios
inmediatos. Tienen intereses en el proyecto nacional, aunque no
económicos, sino políticos. Lo que buscan es monopolizar una parcela de poder,
eliminar la competencia, ascender a la cumbre del escalafón, aunque este domine
un territorio más reducido. Y el empobrecimiento cultural les importa poco.
El empresariado no siente entusiasmo, sino
mucha alarma, ante el actual clima independentista
Las
sociedades atraídas por los movimientos identitarios tienden a ser tribales,
familiares. Son relativamente pequeñas, todos se conocen, todos saben si este
es o no de los nuestros, y es difícil infiltrarse o triunfar socialmente si se
es foráneo. En el caso catalán, se trata de una élite, predominantemente
barcelonesa, de conocidos y muchas veces emparentados, que se siente con
derecho a ser dueña (política; pero no solo, como demuestra la familia Pujol)
de toda Cataluña, para lo cual ha conseguido imponer un discurso que achaca
todos los males a las interferencias de “Madrid”.
El
nacionalismo se combina mal con el capitalismo y se explica difícilmente en
términos de clase, pero, en cambio, se combina y se explica muy bien, como
tantas otras pugnas identitarias, en términos de corporativismo y clientelismo.
Llamamos
corporativismo a la tendencia de un grupo o sector social a reforzar su
solidaridad interna y defender sus intereses y derechos particulares,
anteponiéndolos a los principios de justicia, al interés general de la sociedad
y a los perjuicios que puedan ocasionar a terceros. Es un fenómeno típico de
núcleos humanos con lazos de parentesco, como clanes y etnias; y es muy común
en el mundo mediterráneo, así como en amplias zonas de América Latina, Asia y
África; son casos de “sociedad civil” fuerte, pero no beneficiosa.
En política
económica, el corporativismo significa la reglamentación de la producción, el
comercio y los precios por parte del Estado, que atribuye a grupos o cuerpos
profesionales el control y la explotación exclusiva de cada sector productivo.
Es lo más opuesto al libre mercado. Fue la organización típica del Antiguo
Régimen, articulada alrededor de gremios y cofradías, y en tiempos modernos un
corporativismo autoritario fue defendido por el catolicismo social, los
fascismos y los populismos, que han pretendido superar la lucha de clases
integrando a trabajadores, técnicos y empresarios en corporaciones unificadas,
bajo control estatal. El corporativismo es también muy del gusto de los
sindicatos y en el capitalismo moderno persisten importantes fenómenos
neocorporativos.
Los
nacionalismos, por definición, están imbuidos de espíritu corporativo: no solo
porque las corporaciones dan identidad sino porque aseguran la estabilidad y la
permanencia de las mismas élites en las posiciones de poder. A cambio,
perjudican la libertad individual y la creatividad. Temen, al contrario que el
capitalismo ideal, la libre competencia, la innovación y el futuro abierto.
El
catalanismo propiamente político se inició precisamente con un movimiento
corporativo, como fue la pugna contra el Código Civil, a finales del XIX,
dirigida por el Colegio de Abogados de Barcelona, asustado ante la posible
competencia de letrados del resto de España (v. Catalonia’s Advocates,
de Stephen Jacobson). Hasta entonces, ni la Renaixença ni los Jocs
Florals habían tenido un contenido propiamente político: eran algo cultural y
romántico, centrado en la lengua y los mitos históricos medievales. La batalla
contra la codificación significó el despegue político; de ahí se pasó al Memorial
de Greuges, las Bases de Manresa y la Lliga Regionalista, triunfadora
electoral en 1901 (con el apoyo, por cierto, de los empresarios, que acababan
de perder el apetitoso mercado cubano por la incompetencia del Estado español;
los empresarios, por definición, son oportunistas políticos).
Pasemos al
clientelismo. Este es un intercambio extraoficial de servicios y favores
—básicamente, prestaciones a cambio de lealtad política— entre el Gobierno y
ciertos grupos sociales (formales, como los sindicatos o las asociaciones
profesionales, o informales, como segmentos de edad o de niveles de renta).
Para asegurar su posición de poder, el patrón toma decisiones y asigna
recursos a favor de sus clientes y estos le compensan con apoyo político. En la
Roma clásica, de donde viene el término, cada patrón recibía la salutatio
matutina de sus protegidos. Wikipedia lo compara, con razón, con la gran
escena de El padrino en la que Don Vito, Marlon Brando, va recibiendo
las peticiones de favores, y las expresiones de respeto, de los protegidos por
la familia. En el Antiguo Régimen, los patronos fueron los terratenientes o sus
adláteres —llamados en España caciques— y los clientes eran sus
arrendatarios o peones.
Hoy día, el
clientelismo es típico de los partidos políticos; es un patronazgo menos
personal, más colectivo, y emplea recursos públicos. En el caso de los partidos
nacionalistas, la recompensa para el cliente es la vinculación con la causa, la
integración en el grupo; aunque el que recibe el marchamo de leal también se
beneficia con becas, prestaciones o subsidios. El partido que le apadrina tiene
una visión tan patrimonial del Estado como los viejos caciques; el Estado es
mío, piensa, como si fuese su finca. Y como necesita financiación, recurre a
fórmulas como la recalificación de terrenos o comisiones (el 3%, por ejemplo)
por adjudicaciones de obras. Al ser todo clandestino, algún intermediario
empieza a quedarse con parte del dinero que pasa por sus manos. Y se pasa del
clientelismo a la corrupción.
El
nacionalismo no es, pues, ni “burgués” ni capitalista. Su principal objetivo:
asegurarse de que este trozo de pastel es solo nuestro, de los de aquí de
siempre, de los que tenemos ocho apellidos, catalanes o lo que sea. Nada de
libre mercado, excluyamos de la competencia a la mayoría de los posibles
concurrentes. De ahí esas curiosas distorsiones que se producen en la política
catalana: una sociedad en la que los apellidos más comunes son Pérez o García,
que apenas existen en el Parlament representativo (véase Nacionalismo
y política lingüística, de Thomas J. Miley).
El caso de
la familia Pujol no es, pues, excepcional, como pretenden Mas o quienes quieren
salvar el nacionalismo. Es una prolongación del corporativismo y el
clientelismo practicados sin escándalo por CiU (y por cualquier Gobierno
apoyado en políticas identitarias, sea catalán, vasco o andaluz). Y del
clientelismo —favores por apoyo político— a la corrupción —favores por dinero—
no hay más que un paso. Un paso difícil de evitar.
José Álvarez
Junco es
historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons /
Crítica).
Fuente: www.elpais.com
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