Resulta
difícil estar de acuerdo con la idea de que presenciamos un "choque de
legitimidades" entre dos presuntas legitimidades, la española y la
catalana
27/09/2014 - 20:35h
La promulgación del
decreto que convoca la llamada consulta sobre la independencia catalana, que el
gobierno español se apresurará a recurrir ante el Tribunal Constitucional por
razón de su falta de encaje en nuestro sistema constitucional, resume a las
claras el conflicto que plantea la vocación separatista de una parte de la
sociedad catalana: una recusación de la legalidad (española) en nombre de una
presunta legitimidad diferenciada (catalana), que es también, simultáneamente,
una denegación de legitimidad (la del Estado español) que aspira a constituir
una legalidad propia (la de un hipotético Estado catalán). Este conflicto había
quedado asimismo explicitado en el llamamiento de Oriol Junqueras, líder de
Esquerra Republicana, a la desobediencia civil, así como en la afirmación de
que el Tribunal Constitucional carecía de legitimidad para decidir sobre el
Estatuto de Autonomía una vez que el 'pueblo' catalán lo había sancionado en
referéndum.
Lo mismo sucede con
los dirigentes de Podemos y una buena parte de sus bases cuando descalifican el
régimen político salido de la Transición a la democracia en virtud de su falta
de legitimidad -de origen y de ejercicio- y la consiguiente necesidad de fundar
una nueva legitimidad.
De modo que, acaso
inadvertidamente, la sociedad española se encuentra últimamente embebida en un
debate permanente sobre asuntos fundamentales de la filosofía y la teoría
políticas. Sólo así cabe calificar el problema de la legitimidad del poder, la
relación entre legitimidad y legalidad, la definición de qué sea justo o la
licitud de la desobediencia civil en un contexto democrático. Eso no quiere
decir que el secesionismo catalán plantee solamente esos problemas, ni
que sea éste el único ángulo desde el que deba contemplárselo. Pero sí parece
útil detenerse un momento a pensar en esos términos, pertrechados con algunas
de las herramientas conceptuales que proporciona la teoría política.
Individuo y autoridad
¿Cuándo es legítimo un
régimen político, cuándo lo son sus mandatos? ¿Cuándo está obligado el
ciudadano a obedecerlos y cuándo es permisible la desobediencia? ¿Basta la legalidad
como criterio para la legitimidad? ¿Y cuál es el contenido de la legitimidad,
de qué depende ésta?
En última instancia,
subyace aquí un problema sencillamente insoluble, que es la conciliación de los
órdenes individual y colectivo. La legitimidad se convierte en un tema
sustantivo en la filosofía política a partir del siglo XVII, una vez afirmados
los derechos naturales de los súbditos, que, andando el tiempo, se convertirían
en los modernos derechos civiles y políticos de los ciudadanos de los regímenes
democráticos. Richard
Flathman ha escrito que, en este nuevo contexto, "la única
autoridad no problemática es la que ejerce cada persona sobre sí misma. Los
gobiernos de cualquier clase, y desde luego los gobiernos con una autoridad que
no depende del contenido [particular de sus leyes], demandan
justificación".
Nada sorprendente si
pensamos en la dificultad de conciliar el principio de autonomía individual con
el sometimiento de ese mismo individuo auto-normado a un orden colectivo. Y
así, basta con que un individuo recuse su organización política, no
importa cuán democrática sea, para que el consentimiento del que depende la
legitimidad plena del Estado -y con ello la obligación política de obedecer sus
mandatos- se vea resquebrajado. Se objetará a esto que los Estados democráticos
sobreviven a las disidencias individuales. Y así es. De hecho, la obligación
política funciona en la práctica mejor que en la teoría. Pero eso no empece el
hecho de que ninguna teoría del consentimiento sea, en sentido estricto,
impecable.
Legitimidad,
legalidad, consenso
Hay varias formas de
abordar el problema de la legitimidad. Max Weber,
clásico del pensamiento político, lo redujo a su esencia cuando constató que es
legítimo aquello que las personas creen legítimo. Pero en los regímenes
democráticos ni la legitimidad tradicional ni la carismática que el autor
alemán identificaba constituyen un fundamento válido para la legitimación del
poder: las sociedades son pluralistas y contienen distintas concepciones del
bien, que hacen imposible la sola apelación a las tradiciones, mientras que el
sometimiento de los ciudadanos al líder carismático es incompatible con la
esencia misma de la democracia (aún cuando el carisma siga jugando su papel en
la contienda electoral o sirva para generar consensos alrededor de determinadas
leyes: atañe más al gobierno que al Estado en nuestros días). En
una democracia, la legitimidad legal-racional, donde es el respeto a los
procedimientos racionales que dan luz a las leyes lo que viene a legitimarlas,
parecería ser la única posible. Y desde luego, la legalidad es un elemento
esencial de la democracia constitucional y el Estado de Derecho. Sin embargo,
se plantea aquí un problema evidente, que es la potencial reducción de la
legitimidad a la legalidad: sería legítimo aquello que es legal con
independencia de su contenido.
Hace falta, pues, algo
más. De acuerdo con la teoría del consentimiento -que va de Hobbes
a Kelsen
y Oakeshott-
el gobierno debe basarse en el consentimiento de los gobernados. Se trata de un
consenso tácito, renovado a diario en la normal aceptación del marco legal
estatal. Pero el gobierno, investido de autoridad, no es la autoridad:
el ciudadano conserva el derecho de resistirse a ella en caso de grave
violación de sus derechos. La desobediencia civil que responde a una tal
violación, por ejemplo la auspiciada por el movimiento en favor de los derechos
civiles en la Norteamérica de los 50 y 60, encaja en esa descripción. Más
dudoso es que lo haga la reclamada por el líder de ERC, porque no se ve bien
cuál sea esa violación.
Sucede que la
combinación de procedimentalismo legal y consenso tácito puede ser también
insuficiente. Para autores como Rawls
o Dworkin,
la legitimidad del gobierno no puede desligarse de la justicia o bondad de la
sociedad en su conjunto. Si la sociedad se encuentra desfigurada por
desigualdades injustificables u otras formas de injusticia y el gobierno no las
combate, su legitimidad entra en cuestión. Naturalmente, se abre aquí una
segunda puerta para el disenso: ¿quién decide cuál es el programa de justicia
para una sociedad? Dicho de otra manera, si las leyes no se obedecen porque
posean autoridad (nos gusten o no: ahí está la ley antitabaco para un fumador
empedernido, la ley del aborto para una persona religiosa, etc.), sino según si
sean apropiadas o no para cumplir un programa sustantivo, la autoridad corre el
riesgo de desaparecer como tal. Así, la legalidad española podría ser
conculcada por aquellos ciudadanos catalanes que entendiesen que la
independencia es un fin que esa legalidad obstaculiza, sin entrar en mayores
consideraciones.
Dicho de otro modo,
desligar la legitimidad de la legalidad también plantea problemas: En el
fondo, son los problemas contenidos en la afirmación weberiana de que la
legitimidad depende de la creencia en la legitimidad. Si un gran número de
ciudadanos catalanes percibe la legalidad española como ilegítima, con
independencia de (i) las razones que explican la generalización de esa
percepción y (ii) de la legitimidad de origen de esa legalidad, se plantea un
problema aparentemente insoluble. O quizá no.
La legitimidad
democrática en el Estado de Derecho
Dos son, llegados a
este punto, las soluciones disponibles, que a su vez pueden resumirse en una:
la combinación de elementos democráticos y liberales en el proceso político de
creación de las leyes.
Cabe así apelar por un
lado, como hacía el malogrado Rafael del
Águila, a la concepción deliberativa del poder propia de autores
como Hannah Arendt
y Jürgen Habermas.
De modo que una acción, norma o institución será legítima si ha sido
justificada como tal en un procedimiento de deliberación pública que se rija
por reglas tales como la libertad e igualdad de las partes, la ausencia de
coacción y el principio del mejor argumento. Se trata, obviamente, de un ideal
cuya consecución práctica no resulta sencilla, pero que subraya las virtudes
del marco liberal-democrático como espacio para una conversación pública de la
que emana la legitimidad de las normas.
No obstante, la
configuración democrática de la legitimidad no es suficiente por sí sola. ¿Qué
sucede si los ciudadanos acuerdan, mediante un procedimiento democrático
impecable, limitar o vulnerar los derechos de las minorías? ¿Está la voluntad
de los ciudadanos catalanes expresada en referéndum (dejemos al margen el
porcentaje de participación) por encima del Tribunal Constitucional? Sartori
es contundente al respecto: "Quien dice regla de la mayoría
olvidándose de los derechos de las minorías no promueve la democracia,
la sepulta". Y cita a Kelsen, quien sugería que la veracidad de esta
afirmación la comprobaba inmediatamente quien, habiendo votado con la mayoría,
cambia de opinión.
Es aquí donde entran
en juego los contrapesos liberales presentes en autores como Kant,
Rawls o Raz.
Desde este punto de vista, un componente de la legitimidad es la neutralidad
del gobierno en relación a las concepciones sustantivas del bien en sociedades
posmetafísicas y por ello plurales. De hecho, esta pluralidad de concepciones
del bien explica en gran medida la necesidad de autoridad y gobierno:
defensores y críticos del derecho al aborto nunca se pondrán de acuerdo. De ahí
también la necesidad de un conjunto de limitaciones institucionalizadas a la
autoridad: la primacía de la Constitución, los derechos fundamentales, el
imperio de la ley, la democracia representativa.
Así pues, la
legitimidad democrática depende del respeto a un conjunto de principios, normas
y procedimientos que garantizan las condiciones en que se desarrolla el proceso
político y regulan su desarrollo. Naturalmente, hay un elemento tautológico en
esta conclusión, porque esa legitimidad democrática no deja de depender de la
creencia de la mayoría en la mayor razonabilidad o justicia de la misma por
encima de otras concepciones -tradicional, carismática, legal- de la
legitimidad. Y esto, a su vez, debe llevarnos a pensar en algo que, en el caso
catalán, parece tener su importancia: el hecho de que la creencia en la
legitimidad o ilegitimidad no es independiente de las condiciones de
surgimiento de esa misma creencia; porque los contextos sociales cuentan. Es
aquí donde se ve reforzada la importancia de los contrapesos descritos, porque
difícilmente podría considerarse legítima una "voluntad popular" que
emane de un marco social cuyas instituciones no respeten el principio de
neutralidad, incluida la necesaria pluralidad de la esfera pública.
Y de hecho, es
interesante constatar que -salvo que tuviese lugar una proclamación unilateral
de la independencia que fundase ex novo una legitimidad específicamente
catalana, difícilmente democrática a la vista de la pluralidad que todavía
exhibe esa sociedad- una concepción democrática de la legitimidad abre la
posibilidad de que los ciudadanos crean legítimo aquello que no lo es,
contraviniendo así la intuición weberiana sobre el origen de la legitimidad.
Conclusión
En definitiva, si
empleamos estas herramientas conceptuales para interpretar el caso catalán,
resulta difícil estar de acuerdo con la idea de que presenciamos un
"choque de legitimidades" entre dos presuntas legitimidades, la
española y la catalana, que la legalidad española posea un déficit de
legitimidad, o que la desobediencia civil de los ciudadanos catalanes pueda
estar justificada. Hay procedimientos a la vez legales y democráticos para la
modificación de las normas legítimas que los españoles -catalanes incluidos- se
han dado a sí mismos. Más aún, el debate al respecto debería llevarse a cabo en
un marco que garantizase la neutralidad institucional y el respeto a las voces
de las minorías. Siempre y cuando sigamos prefiriendo la legitimación
democrática de nuestra organización política a la ficción rousseaniana de una
unánime voluntad general legitimada en el propio acto de su enunciación
mística.
Fuente: www.eldiario.es
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