Augusto Klappenbach Escritor y
filósofo
27
septiembre 2014
Entre la gente que comparte las críticas
al actual capitalismo financiero se suele expresar, de una u otra manera, la
siguiente opinión: “es verdad que el actual sistema es profundamente injusto y
que aumenta las desigualdades y la exclusión, pero no existe ningún sistema
alternativo y lo único que se puede hacer es limitarse a aprovechar sus
beneficios y paliar en la medida de lo posible los males que trae
aparejados”. Una afirmación que no tendría mayor interés si no expresara la
ideología de buena parte de la socialdemocracia europea, capaz de formar
gobierno con Angela Merkel y de participar en la persecución a los inmigrantes,
entre otras cosas.
Muchos economistas han cuestionado desde
estas mismas páginas los supuestos del capitalismo financiero y las salidas
posibles a esta situación. Permítaseme enfocar el tema desde la filosofía, que
también tiene algo que opinar sobre el tema. Decía Ernst Bloch: “lo que es, no
es verdadero”. El pretendido realismo de estas proclamas fatalistas desconoce
varias cosas. En primer lugar, que la sociedad humana no está determinada por
la naturaleza, sino que es la única entre las especies animales que organiza su
convivencia según leyes lingüísticas y no genéticas, de modo que a lo largo de
la historia han existido multitud de formas de sociedad: tribales,
patriarcales, matriarcales, monárquicas, aristocráticas, dictatoriales,
democráticas, etc. Y que tan variadas como las formas de sociedad han sido los
sistemas económicos que han regulado la producción y distribución de la
riqueza: trueque, esclavismo, feudalismo, capitalismo mercantil, capitalismo
industrial, capitalismo financiero. ¿Es una señal de realismo suponer que la
actual etapa del capitalismo financiero constituye el sistema definitivo de
organización de la economía?
Algo así defendió en 2002 Francis
Fukuyama, un asesor del gobierno de los Estados Unidos, en su teoría del
“fin de la historia”. Estamos asistiendo, según él, al “último paso de la
evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia
liberal como forma final de gobierno humano”. Incluyendo, por supuesto, el
sistema capitalista como parte inseparable de esa democracia liberal. Es el
momento en que las ideologías dejen su lugar a la economía de mercado, y
si bien van a suceder nuevos acontecimientos, ya no existen opciones
alternativas al sistema político y económico. Fiel a la divisa de que “si las
teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos”, Fukuyama
volvió a insistir diez años después en su profecía, calificando
todas las novedades que habían sucedido en
el mundo desde entonces –como las que sucedieron el
mundo árabe, por ejemplo- como meros “acontecimientos” que no ponen en cuestión
su teoría del fin de los tiempos y el consiguiente triunfo de la democracia
capitalista.
Lo significativo del caso no radica en
las opiniones de Fukuyama sino en la enorme repercusión que tuvo su teoría. Que
un pensamiento especulativamente tan pobre, basado en un Hegel mal leído, haya
recorrido el mundo y generado tal cantidad de críticas y comentarios es algo
que requiere explicación. Y probablemente esa explicación haya que buscarla en
la vieja necesidad humana de aferrarse a verdades incuestionables y encontrar
un sentido definitivo a la historia, cualquiera que sea, antes que reconocer
que la historia es una construcción humana que no tiene asegurado su desarrollo
y mucho menos su final y que por lo tanto está abierta a las decisiones de sus
protagonistas, es decir, de nosotros.
Por eso los fundamentalismos son tan
resistentes a los hechos. Y el fundamentalismo neoliberal, que no es menos
fundamentalista que otros, pretende identificar sus propios dogmas con la
realidad como tal. Así, por ejemplo, la primacía del individuo sobre la
sociedad, la superioridad de la iniciativa privada sobre la gestión pública, la
competitividad como motor de la economía, la estabilidad como valor político
supremo, el aumento indiscriminado de la producción y el consumo como condición
del bienestar social, la propiedad y gestión privada de las finanzas y tantas
otros supuestos de su doctrina, adquieren el carácter de axiomas indiscutibles,
que podrán gustar o no pero con los cuales hay que contar en cualquier
sociedad. La misma vocación de eternidad que supongo habrán tenido quienes
vivieron en el sistema feudal o en los regímenes absolutistas.
Por supuesto que los cambios de
paradigma político y económico no se producen por decisiones voluntaristas de
los ciudadanos. Pero también es verdad que todos los cambios históricos
importantes han ido acompañados de cambios en la manera de pensar de la gente,
que ha comenzado a poner en cuestión los dogmas en los que asentaba su sistema
social. La Ilustración es el mejor ejemplo. La Revolución Francesa y las
transformaciones que le siguieron fueron precedidas por una abundante
producción intelectual de filósofos y políticos que socavaron las bases
ideológicas del absolutismo y que penetraron en muchos sectores de la
población. Y en nuestros tiempos se está abriendo camino entre grupos cada vez
más amplios la convicción de que el sistema democrático es incompatible con el
capitalismo financiero, en la medida en que el poder de decisión sobre nuestra
forma de vida se está concentrando cada vez más en despachos anónimos mientras
se priva a la sociedad del derecho a decidir acerca de los recursos económicos
que ella misma produce. Y que esa contradicción no constituye una necesidad
natural sino que es el resultado de una articulación del poder que depende de decisiones
políticas.
¿Se puede concluir de
aquí que estas ideas terminarán por imponerse y producir un cambio positivo que
supere la dependencia del mundo financiero que soportamos, permitiendo que la
economía esté al servicio de los ciudadanos? Creo que nada justifica ese
optimismo. No sería la primera vez que los intereses particulares se imponen
sobre los generales. Diga lo que quiera Fukuyama, la historia no avanza en una
única dirección ni tiene otro final previsible que el fin de la raza humana. Lo
único cierto es que atribuir al actual sistema capitalista la condición de
inevitable y eterno no solo contradice lo que hemos aprendido de la historia
sino que conduce a una actitud resignada que termina defendiendo los intereses
de aquellos que desean perpetuar la situación actual. Y aun en el caso no se
vea una salida posible, el fatalismo es la peor respuesta; habría que recordar
la idea de Gramsci acerca del pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la
voluntad. Porque si se acusa de ingenuidad y utopismo a quienes pensamos que
otro mundo es posible, mayor es la ingenuidad de quienes creen que es posible
domesticar al capitalismo financiero para que acepte las reglas de juego
de la democracia.
Fuente: www.publico.es
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