nuevatribuna.es
| 07 Julio 2014 - 10:49 h.
Era una
viñeta de la sabia Mafalda: en el 78 –decía- admitimos la monarquía para obviar
los sables y las pistolas. En 2.014 tenemos monarquía porque la votamos en el
78. Y hacemos de la historia esa serpiente que se enrosca sobre sí misma, que
justifica el hoy porque se justificó un ayer. Caracolea la historia en su
concepción griega y la despojamos de su linealidad. La encerramos en su propio
círculo y le evitamos (nos evitamos) el esfuerzo de seguir creando porque
tenemos la tranquilidad anquilosada de que todo está hecho. Es frecuente esta
aseveración entre café y café: Toda la vida se ha hecho así. Y por eso el
futuro se convierte en mero porvenir, en tiempo que llegará por la inercia de
los relojes de salón.
Franco no
hizo historia. Hizo tiempo, como hacemos tiempo cualquiera de nosotros a la
espera de algo que ocurrirá, de algo venidero. Y entre tantos cadáveres de
tapias blancas y de amaneceres de paseíllo, Franco tuvo un muerto condecorado
de botas, prohibiciones, galones y tiros en la nuca. Franco mató el tiempo y
creyó que podía enterrarlo en Cuelgamuros. Y con el tiempo enterrado, puso un
sucesor para que siguiera sorprendiendo a la historia por la espalda y haciendo
de ella simplemente tiempo muerto.
Y tuvimos un
rey inaugurado como un pantano por el gesto y la voz aflautada de un general
bajito, con la estatura miope de quien se ve a sí mismo como fundador del
mundo. Y la promesa coronada nos ha durado (no confundir durar con vivir) casi
cuarenta años. Y Juan Carlos Primero se estaba acabando a sí mismo, se situó a
finales de su historia personal condecorado de 23-F, de Corinas, Urdangarines,
Cristinas y caderas metálicas. Se retiró de su propio precipicio y apoyado en
jeques y elefantes se sentó en una trinchera cualquiera para ver de lejos a
Letizia en el telediario más importante de su vida. Por fin terminaba lo que
llamaron transición y podíamos esperar una hechura nueva, un estreno de futuro,
un mañana no atado y bien atado al ayer de un difunto Franco.
Y casi sin
darnos cuenta, y por supuesto sin darnos ni tiempo ni voz, nos encontramos con
un Felipe VI parido en las ingles de su padre, engendrado en un bajar y subir
de cremallera real, de bragueta coronada. Muchos quisieron aplaudir la
inauguración de una historia nueva. Pero como diría Mafalda, correspondía tener
una monarquía en el 2.014 porque fue imprescindible aprobarla en 1.978. Y
volvíamos a parar los relojes para que lo que entonces pareció una necesidad,
hoy nos siga pareciendo una urgencia de estabilidad. Y hacemos hoy lo que
hicimos porque no supimos o no pudimos hacer otra cosa. Lo grave es que
seguimos sin poder o saber hacerlo. Nos repetimos hasta el hastío.
Hace tiempo
que el país tiene ganas de expresar su deseo sobre la jefatura de estado
detentada por un rey o un presidente de república. República o monarquía son
los polos entre los que oscila la voluntad popular. No se trata de arrebatar
una forma de gobierno para instaurar una distinta, que también. Ante todo se
trata –cosa que algunos no consiguen entender- de permitir que la voz del
pueblo se oiga y que esa voz manifieste de forma inequívoca cuál es el estilo
de gobierno que desea. Tengo muy claro el que personalmente me parece más
razonable, tengo argumentos suficientes para defender esa opción y creo que son
más atractivas las consecuencias de mi elección. Y cada cual tendrá bases para
mostrar su postura. Por eso no debería haber miedo alguno a reconocer que
siendo el pueblo el depositario de la democracia, fuera el pueblo el que
tuviera la oportunidad de pronunciarse. ¿Qué para ello hay que cambiar la
Constitución? Cámbiese. Que hay que tener imaginación para tomar nuevos
derroteros? Ténganse. Seamos conscientes que la historia es siempre lo que está
por delante, que lo ya sucedido es un prólogo de lo que hay que alcanzar y
sobre todo que nunca hay que tener miedo a la libre elección ciudadana.
Le diría a
los cobardes que no se trata de cambiar necesariamente el modelo de estado. Que
se trata de permitir que el pueblo diga su palabra con la confianza de
que después todos sabremos, ciertamente, ser consecuentes con la mayoría
expresada. Los monárquicos deben apearse de su inmovilismo y los republicanos
deben emprender su nuevo camino con la debida comprensión para un momento, la
transición, que fue como fue porque tal vez no pudo ser de otra manera. Pero
cansa y resulta agotador escuchar que tal o cual partido político tienen un
corazón históricamente republicano, pero que se siente cómodo con el presente
monárquico. Y hay que repudiar a los que teniendo un talante se conforman con
la ya probado por la incapacidad de ser consecuentes y por el miedo a
estrenar formas nuevas. Quien no tenga ánimo suficiente para roturar
nuevos horizontes que se separe de la orilla y deje que sean otros los que
desbrocen la historia.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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