Artículos de
Opinión | Paulo Slachevsky* | 28-07-2014 |
Siempre me
he sentido orgulloso de ser parte del pueblo judío, de una cultura que con
todas sus contradicciones vio nacer a Montaigne, Spinoza, Marx, Freud,
Einstein, Trotsky, Arendt, tantos hombres y mujeres que han hecho
significativos aportes a la humanidad, en la creación y en la búsqueda de un
mundo más justo y humano.
Me siento
judío cuando pienso en los sueños que marcaron a generaciones de jóvenes que
fueron ensanchando el mundo con sus aspiraciones de libertad, de comunidad, de
justicia, de hermandad, que transversalmente han cruzado colores de piel y
naciones. Desde el mismo texto bíblico Éxodo, está explícita la necesidad y
experiencia de la libertad de un pueblo, de las aspiraciones y derechos cuando
se está sometido al yugo, al sometimiento.
Me
identifico con la historia emblemática de exilios y dolores del pueblo judío,
en cuyas esperanzas de libertad se reflejan todos los pueblos. Y esa historia,
con horas trágicas, me ha motivado, como a muchos otros, a defender
irrestrictamente los derechos humanos, partiendo por el derecho a la vida y a
la dignidad.
Me siento
orgulloso de ser judío por el deber de memoria que marca su cultura, la cultura
de la escritura, del comentario, la traducción y la crítica; por la constante
interpelación ante la indiferencia. Por su reconocimiento a los justos que en
horas de horror, a riesgo de sus vidas, hacían real la palabra solidaridad y
todo por salvar a los perseguidos. Por una historia que ha interpelado a
nuestra humanidad como seres humanos, más allá de razas y creencias, por su
lucha contra la indiferencia.
Por todo
ello me identifico también, y no puedo quedar indiferente, ajeno, a los dolores
de otros pueblos, de otros seres humanos. Como no me es indiferente el dolor de
los judíos a través de la historia y su derecho a constituirse en nación,
tampoco me es indiferente ese derecho para el pueblo palestino, el pueblo
kurdo, los pueblos indígenas de nuestro continente.
Y cuando es
el Estado de Israel, en nombre del pueblo judío, quien repite en otros lo que
le tocó vivir a este pueblo una y otra vez a lo largo de siglos, me avergüenza.
Sí, me avergüenza.
Me
avergüenza ver hoy cómo se masacra al pueblo palestino bajo el discurso de la
defensa propia.
Me
avergüenza que se diga “retírense para salvaguardar sus vidas”, cuando bien se
sabe que no tienen adónde ir y se les tiene encerrados en un gueto de miseria,
opresión y humillación.
Me
avergüenza cuando se les pide cordura, pacifismo y racionalidad mientras día a
día se les ocupa, se les maltrata y se les asesina, intentando cortar toda
posibilidad de futuro.
Me
avergüenza que la comunidad judía califique toda crítica y presión
internacional como persecución o antisemitismo, cuando fue la misma solidaridad
internacional y las Naciones Unidas las que dieron legitimidad al Estado de
Israel.
Me
avergüenza que como pueblo no seamos capaces de masivamente alzar la voz y
dejemos que dominen las voces del egoísmo ciego, incapaz de mirar más allá de
sus intereses a corto plazo.
Me horroriza
cómo se usa toda la potencia guerrera contra la población civil, cómo se
ejecuta el castigo “por cada baja de mi lado, tendrán 10 o 50 del vuestro” que
han aplicado las peores tiranías de la historia. Sin duda hoy y en estos años
se ha manchado de triste manera la historia de un pueblo que para muchos era
sinónimo de justicia y libertad. Bien nos ha enseñado la historia que no se
acallan los anhelos de libertad y dignidad con la censura y la fuerza, que no
se puede hacer cualquier cosa en nombre de la seguridad y del deseo de
expansión territorial, que por la fuerza se pueden ganar varias batallas, pero
sostenerse solo a través de ella pone en claro riesgo la perpetuidad.
Es hora de
parar ya y no manchar irremediablemente nuestra memoria y sentidos de comunidad
dejando a nuestros hijos un legado de infamia. Del otro lado del muro están
nuestros hermanos.
*Fundador de
la Editorial LOM
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