30 de julio de 2014
Vicenç Navarro
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
¿Qué
está pasando en España? Los datos lo muestran con toda claridad. Estos datos
señalan un enorme desempleo, que va acompañado de una tasa de empleo bajísima
(es decir, que el porcentaje de la población adulta que trabaja es muy, pero
que muy bajo); un gran aumento de la pobreza (uno de los mayores en la Unión
Europea); una bajada de salarios (también de los más bajos de la Unión
Europea); una reducción del gasto público en servicios básicos como la sanidad,
la educación o la vivienda; y así podríamos añadir más y más hechos que están
afectando muy negativamente al bienestar y calidad de vida de las clases
populares, que son la gran mayoría de la población.
Todos
estos hechos están causados en gran medida por el enorme dominio que el capital
financiero (y muy en especial las instituciones bancarias) tiene sobre la
gobernanza del sistema económico (y, a través de él, del sistema mediático y
político del país), anteponiendo sus intereses económicos particulares a los
intereses generales de la población. Una consecuencia de este enorme dominio es
el escaso crecimiento económico que estamos experimentando resultado de que las
instituciones bancarias quieren anteponer el control de la inflación (el enemigo
número uno de la banca) al crecimiento económico, facilitando así la
destrucción de empleo, la bajada de salarios y la reducción del consumo.
Cualquier estudioso y conocedor del sistema económico puede ver que las
políticas de austeridad (que están haciendo un enorme daño al bienestar de las
clases populares) son parte de las políticas públicas impuestas por el Estado,
siguiendo las instrucciones de las instituciones financieras, con el objetivo
de optimizar sus beneficios (ver V. Navarro y J. Torres, Los amos del mundo.
Las armas del terrorismo financiero, 2012).
Ni
que decir tiene que tales políticas son sumamente impopulares. Su aplicación es
causa del gran deterioro de la legitimidad de las instituciones democráticas
representativas, que de una manera creciente perciben que no les representan y
que no defienden sus intereses. En realidad, el aumento tan notable de las
izquierdas radicales en las últimas elecciones al Parlamento Europeo es un
claro ejemplo del rechazo popular a dichas políticas de austeridad, así como al
intento del capital financiero de disminuir los salarios y la demanda de
productos y servicios por parte de las clases populares.
Basado
en lo dicho anteriormente, me parecería un profundo error que, inmediatamente
después del resurgir de las izquierdas radicales, estas dijeran que este
descenso del crecimiento económico y de la demanda es, después de todo, bueno
para las clases populares, y que la austeridad es también algo que las
beneficia. La utilización, con connotaciones positivas, de estos términos y
conceptos, como decrecimiento y austeridad (que han sido promovidos por las
derechas más reaccionarias que el país haya tenido durante la época
democrática) me parece, además de un profundo error, un acto de suicidio
político. Decirles a dichas clases populares que este descenso del crecimiento
es bueno para ellas, pues tienen que reducir su consumo (ya muy limitado),
aplaudiendo la austeridad con el argumento de que les irá bien para su
bienestar, será visto y percibido como un signo de falta de sensibilidad hacia
sus necesidades. De ahí que aplaudir el decrecimiento y saludar la
austeridad me parecería, no solo un suicidio político, sino también una
gran insensibilidad social y desconocimiento del drama que las clases populares
están sufriendo.
La necesidad de no utilizar términos y conceptos del
adversario
Para
evitar esta percepción, parecería aconsejable que las fuerzas progresistas no
utilizaran la misma narrativa que utiliza el adversario (cosa que, por
desgracia, ocurre con excesiva frecuencia en los discursos de las izquierdas en
España). El lenguaje que se utiliza en cada país y en cada situación no es
neutro y tiene un significado que le ha dado el contexto político. De ahí que
si, en la utilización de estos términos, lo que se quiere subrayar es que el
crecimiento motivado por la ética capitalista de beneficio al capital es dañino
para el bienestar de la población, entonces el término “crecimiento” debería
adjetivarse y definirse como crecimiento capitalista. Hablar sobre el
crecimiento, en general, sin más, es olvidar que se puede crecer produciendo
tanques, pero también se puede crecer curando el cáncer, se puede crecer
consumiendo recursos limitados, y se puede crecer ahorrándolos. El motor de la
economía bajo el capitalismo es la acumulación del capital, cosa que la
evidencia científica muestra que entra en conflicto con la atención y gestión
de las necesidades humanas. Cualquier conocedor de estas últimas es consciente
de que las necesidades desatendidas son enormes. Se haga como se haga, su
cobertura necesitaría actividad económica, que se traduciría en crecimiento
económico.
El
tema no es, pues, crecimiento o no crecimiento, sino qué tipo de crecimiento. Ahora bien, frente a este argumento se me dirá, por
parte de algunas voces a favor del decrecimiento, que cualquier tipo de
crecimiento es malo porque inevitablemente consume recursos finitos. Creo que
este argumento maltusiano es erróneo y la evidencia que lo cuestiona es
abundante. Basta mostrar lo incorrecto de dicho supuesto mirando lo que ocurre
a nuestro alrededor. Veamos la situación en España.
Hay otras formas de crecimiento
Si
en lugar de tener (como ocurre en España) una persona adulta de cada diez
trabajando en los servicios públicos del Estado del Bienestar (tales como
sanidad, educación, servicios sociales, escuelas de infancia, servicios
domiciliarios a personas con dependencias, y un largo etcétera) tuviéramos
alrededor de una de cada cuatro (como en algunos países nórdicos en Europa, que
han tenido históricamente movimientos progresistas, hegemonizados por las
izquierdas —que han gobernado aquellos países durante la mayoría de años
después de la II Guerra Mundial—), tendríamos seis millones más de
trabajadores, eliminando el desempleo. Y si en lugar de trabajar cinco días a
la semana lo hicieran cuatro, los nuevos puestos de trabajo serían nueve
millones. Estos trabajadores no estarían consumiendo materias finitas, pues
estarían proveyendo servicios personales, la parte de la actividad económica
que es, por cierto, la menos desarrollada de la economía española, en parte
como consecuencia del escaso poder, no solo de las clases populares, sino
también de la mujer, que es la que está sobrecargada con este tipo de trabajos
(como consecuencia, las mujeres españolas tienen tres veces más
enfermedades causadas por el estrés que los hombres).
Se
me dirá que, al tener seis o nueve millones de personas trabajando en lugar de
estar parados, consumirán, por ejemplo, más recursos que son finitos. Y el caso
que siempre aparece es el de las energías no renovables: el petróleo, el
carbón, etc. Ahora bien, hay otras alternativas. La mayor fuente de energía hoy
existente en el mundo es la energía solar, que, por cierto, está muy poco
desarrollada, en parte por el enorme poder que tienen las empresas de energías
no renovables sobre los Estados. Como bien indicó el padre del ecologismo
progresista en EEUU, el profesor Barry Commoner (que criticó extensamente la
visión maltusiana del ecologismo conservador de Paul Ehrlich, el autor más
conocido en España, galardonado paradójicamente por el gobierno Tripartito en
Catalunya), muchas veces en la historia de la humanidad la definición de finito
se ha redefinido, encontrando alternativas (ver los trabajos de Commoner en mi
blog www.vnavarro.org).
La búsqueda de alternativas
Hacer
esta observación no implica la trivialización del proceso de buscar
alternativas, lo cual es un proceso urgente y necesario (ver V. Navarro, J.
Torres y A. Garzón, Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y
bienestar social en España, 2011). Pero de la misma manera que bajo el
capitalismo se han podido encontrar alternativas a recursos finitos, habría
incluso más posibilidades bajo un sistema socialista. Sé que se me dirá que el
“socialismo real” no cambió un ápice del sistema de producción y consumo, lo
cual es cierto, pero solo hasta cierto punto. Esta acusación suele hacerse por
parte de autores cuyo conocimiento del socialismo es muy limitado. El socialismo
se hace o deshace diariamente, incluso bajo el capitalismo. Cuando se establece
un programa que atiende a la población cubriendo sus necesidades, siendo
financiado con fondos públicos adquiridos según el nivel de renta y propiedad
del ciudadano (“a cada uno según su necesidad, de cada uno según su
capacidad”), dentro de un sistema en el que tanto las necesidades como los
recursos han sido definidos de forma auténticamente democrática, se está
construyendo el socialismo, independientemente de cómo se le llame.
El
establecimiento del Estado del Bienestar, por ejemplo, fue una gran conquista
humana liderada por la clase trabajadora, a la cual le costó sangre, sudor y
lágrimas el conseguirlo. Referirse a este establecimiento como una medida que
perjudicó a la humanidad porque consumió recursos finitos parece, además de una
ofensa a los millones de personas que lucharon con un enorme coste personal
para conquistar tales derechos sociales y laborales, una incorrección que los
datos no confirman. En realidad, la derrota del fascismo y del nazismo permitió
una época (del 1945 al 1980) de grandes conquistas sociales y laborales,
consecuencia de la fortaleza del movimiento obrero a nivel internacional, que
determinó un aumento del nivel de vida y bienestar social de las clases
populares, poniendo al mundo del capital a la defensiva. Su respuesta (el
neoliberalismo, iniciado en la década de los años ochenta) intentó,
exitosamente, reducir aquellas conquistas sociales y el bienestar de las clases
populares. España fue un caso atípico, pues estuvo bajo el fascismo hasta
casi el final del periodo 1945-1980, lo cual explica en gran parte su enorme
retraso social, con la gran pobreza de su consumo y gasto público, incluyendo
el social. El crecimiento económico, por cierto, en la mayoría de países a los
dos lados del Atlántico Norte fue menor en el periodo 1980-2012 que en periodo
1945-1980, con lo cual los favorables al decrecimiento favorecerían el segundo
sobre el primer periodo. Y aplaudirían la situación de aquellos países,
incluyendo España, porque retrasándose en su gasto público favoreciendo su
decrecimiento. Tal actitud lleva a negar a los países donde la mayoría de la
población es pobre a que puedan salir de la pobreza, pues se les prohibiría que
crecieran. El argumento de que el crecimiento de todos estos países crearía una
catástrofe, además de condenarlos a la pobreza, niega la posibilidad de que
haya otras formas de crecer, lo cual es insostenible basándose en los que hoy
conocemos.
Desde
el principio del capitalismo hubo voces que alertaron de los peligros del
crecimiento de la población, que consumiría los escasos recursos existentes en
la Tierra. Thomas Malthus fue el más conocido. En su libro An Essay on the
Principle of Population sostuvo la tesis de que el crecimiento de la
población era mucho más rápido que el crecimiento de los alimentos, con lo cual
vaticinaba la expansión del hambre en el mundo. Hoy, los Estados de los países
desarrollados están subsidiando a los campesinos para que no produzcan más alimentos.
Y países donde el hambre era enorme pudieron resolver su hambre, cambiando la
propiedad de la tierra mediante revoluciones socialistas. Es difícil sostener
la tesis de que no hay o no habrá suficiente alimento en el mundo para
alimentar a una población varias veces superior a la existente hoy.
El problema es político, no económico
El
consumo de recursos finitos no es intrínseco al crecimiento económico, sino al
tipo de crecimiento, y es ahí donde la respuesta al problema actual es de
carácter político, que es precisamente lo que un gran número de proponentes del
decrecimiento ignoran. Lo que la catástrofe climática (y no hay otra manera de
decirlo, pues es una catástrofe real) muestra es que el capitalismo (incluida
su versión estatal) es incompatible con la sostenibilidad y la calidad de vida
y el bienestar de la humanidad. De ahí la necesidad y urgencia de cambiar de
sistema de gobernanza de la actividad económica a fin de poner dicha actividad
al servicio de la población, en lugar de al servicio de la acumulación de
capital. Ello requerirá una transformación profunda de los sistemas políticos,
con su masiva democratización, rompiendo el control del poder económico sobre
las instituciones políticas. Este es el tema clave que se está evitando al
poner los huevos en la cesta del decrecimiento. Los teóricos, como Ivan Illich,
que quieren volver nostálgicamente a un pasado idealizado que nunca existió son
fácilmente manejables por parte de las estructuras de poder, que no se sienten
amenazadas con sus mensajes centrados en cambios de comportamiento y consumo
(que, aunque sean necesarios, son dramáticamente insuficientes). Tampoco
resuelven el problema controlando el tamaño de la población mundial, como Alan
Weisman está pidiendo (La cuenta atrás), y haciendo que las familias
puedan tener solo un niño, con lo cual la población mundial retrocedería hasta
la que había en el año 1900.
Lo
que se requiere son cambios políticos masivos que provoquen una redistribución
masiva de recursos, tanto entre países como dentro de cada país. Se dirá —como
ya se ha dicho— que esta democratización no resolverá el problema, pues la
gente querrá el mismo tipo de consumo y producción que existe. La
democratización es, sin embargo, mucho más que votar en elecciones
representativas. Es cambiar las estructuras de poder dentro de cada país y a
nivel mundial, rompiendo el dominio casi absoluto que el capital, tanto
financiero como industrial, tiene sobre las instituciones políticas. La
catástrofe climática requiere una revolución democrática a nivel mundial,
redefiniendo los sistemas de producción, distribución e información, con
cambios de indicadores, desarrollando otras maneras de medir la actividad
económica de un país, como el nivel de felicidad y bienestar de la población
(ver en www.vnavarro.org, “La
economía política de la felicidad”,
Sistema, 31.01.14).
Y ahí está uno de los puntos más débiles de las
teorías del decrecimiento. Están despolitizando el tema del crecimiento y del
tipo de crecimiento. De ahí su visibilidad mediática. Y despolitizan un fenómeno
profundamente político, basando sus posturas en la teoría errónea que asume que
la división entre derechas versus izquierdas es irrelevante porque afirman que
las izquierdas, cuando mandan, hacen las mismas políticas consumistas que las
derechas. Además de no ser cierta esta aseveración (ver V. Navarro, “Has
socialism failed? An analysis of health indicators under socialism”, International
Journal of Health Services), esta postura, rechazando dicha división por
“anticuada” (el término más común para marginar a las izquierdas), ignora que
la propia evolución del capitalismo está creando las bases para una amplia
alianza de las clases populares para llevar a cabo una transformación profunda
que permita la generalización del principio (central en el proyecto histórico
de las izquierdas) de que “a cada uno según su necesidad, de cada uno según su
capacidad”, en procesos auténticamente democráticos. El conflicto hoy es, como
siempre ha sido, no sobre los recursos sino sobre el control de tales recursos.
Y ahí está el quid de la cuestión. El tema no es, como Malthus indicó, que no
haya recursos suficientes para el tamaño de la población, sino el control de
tales recursos. Sería importante que las izquierdas radicales no lo olvidaran.
Fuente: www.publico.es
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