La pobreza ha aumentado de forma importante en los últimos
años, pero no es un fenómeno que haya nacido con la crisis
Concha Caballero 26 JUL 2014 - 18:55 CEST1
No sé si conocen la serie Little Britain.Uno de sus personajes, Daffyd Thomas, es un homosexual que cree ser el único gay del pueblo aunque su localidad está llena de personas como él. Daffyd funda toda su existencia no en ser gay, sino en ser “el único gay de su pueblo”, que no es lo mismo y ni siquiera se parece.
Concha Caballero 26 JUL 2014 - 18:55 CEST1
No sé si conocen la serie Little Britain.Uno de sus personajes, Daffyd Thomas, es un homosexual que cree ser el único gay del pueblo aunque su localidad está llena de personas como él. Daffyd funda toda su existencia no en ser gay, sino en ser “el único gay de su pueblo”, que no es lo mismo y ni siquiera se parece.
Acude diariamente a una taberna repleta de gays que él no reconoce. En vez de alegrarse de contar con una comunidad numerosa en su lucha contra la homofobia, Daffyd se indigna por la presencia de otros homosexuales que le disputan el valor de ser único y especial. Lo realmente importante para nuestro personaje no es la batalla por los derechos de los gays sino su biografía, fundada en una vocación minoritaria y victimista. Por eso se niega a reconocer a ningún otro homosexual en el pueblo. Para él son traidores, oportunistas o fingidores.
En estos últimos meses me acuerdo mucho del personaje de Little Britain porque percibo el síndrome de “el único gay del pueblo” a mi alrededor. En todas las profesiones y aficiones hay alguien que se precia de ser único, pero en la política este síndrome es todavía más frecuente. Acostumbrados a ser “el único rojo del pueblo”, el único ecologista auténtico, el único rebelde de su trabajo o de su círculo o de sus amistades, miran con recelo cuando otras personas comparten sus ideas.
La derecha siempre ha presumido de ser una silenciosa multitud, de un “sentido común” mayoritario, avalado por nuestra (triste) historia, la costumbre o la rutina. Sin embargo, la izquierda tiene a sus espaldas una historia de derrotas, de persecuciones y de soledad.
Ser de izquierdas ha sido tan difícil en muchos momentos que sólo un fuerte deber moral podía sustentarlo. Las personas que realmente han luchado por conseguir la libertad, por denunciar los abusos, por reclamar justicia, han tenido que adquirir un cierto sentido épico de su existencia. Por eso hoy, algunas de ellas, se niegan a reconocer a su alrededor nuevas voces, nuevos componentes que tienen parecidas ideas. Se niegan a no ser ya “el único gay del pueblo” recuerdan su trayectoria y añoran su unicidad.
Es verdad que hace 10 años nadie, excepto un puñado de personas esforzadas (y excluidas o censuradas en sus respectivas materias) denunciaban la burbuja inmobiliaria y la especulación urbanística; es verdad que cuando el dinero engrasaba bien la maquinaria social, la gran mayoría estaba dispuesta a perdonar los pecados de la desigualdad, el despilfarro y la corrupción. Una muestra de la falta de conciencia social: la pobreza ha aumentado de forma importante en los últimos años, pero no es un fenómeno que haya nacido con la crisis. La diferencia es que en el año 2006 casi nadie hablaba de ella aunque el 20% de la población la padecía.
Aún así, no queda más que celebrar el cambio de sensibilidad que se ha operado en la sociedad y trabajar porque sea una conciencia duradera. Es magnífico que, además, gran parte de los jóvenes haga una lectura solidaria y comprometida con su realidad social. No estar solos es fantástico, aunque sea menos heroico, menos hiperbólico y admirable.
Ya es hora de disputar los valores mayoritarios a los viejos poderes, aunque nos prive de esa satisfacción moral narcisista de ser los únicos gays del pueblo.
Fuente: www.elpais.com
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