Desde el siglo XV, posiblemente solo dos reyes hayan escapado al oprobio
general: Isabel la Católica y su esposo Fernando, el resto fueron siempre
presionados y discutidos
HENRY KAMEN
Actualizado: 04/06/2014 12:43 horas
Otras naciones han sido más
crueles con sus reyes -los franceses cortaron sus cabezas, los ingleses
asesinaron a varios-, pero solo los españoles han expresado persistentemente y
salvo excepciones sus dudas acerca de su monarquía y sus monarcas.
Si un erudito fuera a
escribir la historia de la monarquía española desde el siglo XV en
adelante, debería tener en cuenta la campaña de difamación urdida contra
el padre de la Beltraneja y su vergonzosa destitución en una ceremonia pública;
el intento de asesinato de Fernando el Católico; el desprecio público por Juana
la Loca; la rebelión de los Comuneros contra Carlos I; la indiferencia hacia
Felipe II; el vilipendio sufrido por Felipe III; el desdén hacia Carlos II; el
abierto rechazo a Felipe V... Y eso antes de entrar en la España contemporánea.
Desde 1465, contra Enrique IV, los nobles y líderes políticos han exigido
la abdicación de sus soberanos
Posiblemente solo dos reyes
hayan escapado a este oprobio general: Isabel la Católica y su esposo
Fernando. Ambos fueron elogiados y reconocidos como únicos y
verdaderos gobernantes españoles del país; muchos de los que les sucedieron
fueron vistos como extranjeros y, por tanto, indeseables.
Estas opiniones hacen más
fácil comprender por qué los castellanos -y debemos enfatizar castellanos en
lugar de españoles- estuvieron siempre a la vanguardia de los movimientos para
deshacerse de sus reyes.
Desde el intento de los
nobles castellanos en la ciudad de Ávila en 1465, para destronar a Enrique
IV el Impotente, sus líderes políticos nunca dejaron de exigir la
abdicación de sus soberanos.
La revuelta de los
Comuneros en 1520 fue un claro intento de deshacerse de Carlos I; algunos
Comuneros querían a su hermano Fernando como rey, otros llegaron al punto de
exigir una república. Años más tarde, en 1555, Carlos I abdicó, pero lo
hizo sobre todo por razones de salud -murió a los pocos meses-, no por
presiones políticas.
El fundador de la dinastía
borbónica en España también abdicó por motivos de salud, pero en
circunstancias que iniciaron una tendencia muy negativa. En 1724, Felipe V,
tras un cuarto de siglo en el trono, manifestó su deseo de retirarse a su
palacio de La Granja. Anunció a su gobierno que renunciaba "para servir a
Dios desembarazado de otros cuidados, pensar en la muerte y solicitar mi
salvación".
El Rey sufría de presiones
y vaivenes en sus estados de ánimo, lo cual le hizo ausentarse del trono y
recluirse en su recién edificado palacio. Su hijo Luis falleció muy pronto, de
modo que Felipe hubo de retomar la corona ese mismo año.
La reasunción fue vista por
muchos como illegal: fue la primera ruptura seria que ocurrió entre la Corona
española y la clase política gobernante, y tuvo implicaciones a largo plazo que
afectaron a la dinastía de los Borbones hasta el siglo XX. La cuestión
sucesoria empezaba a ocupar el centro del debate político. De hecho, hacía
pocos años que había finalizado la Guerra de Sucesión entre los habsburgo y los
borbones, tal como se relata en las páginas 36 a 41 de este mismo número.
El partido fernandino
Los opositores al régimen,
conocidos como "el partido fernandino" porque respaldaban los
derechos del joven príncipe de Asturias Fernando, no dejaron de hacer campaña
contra la vuelta de Felipe, divulgando panfletos y rumores.
El siglo XIX fue tanto o
más complejo. Desde su nacimiento como nación, en 1808, España no dejó de
instalar y desinstalar reyes. Ese año Fernando VII obligó a su padre a
abdicar; al poco, Napoleón hizo lo propio con él. Entonces la corona recayó
en José I, hermano del Emperador. España estaba en plena guerra contra el
invasor francés, lo que convirtió a Fernando VII en "el Deseado", tal
vez -y paradójicamente- el único rey popular de la dinastía borbónica.
Fernando fue proclamado rey
por los constituyentes de Cádiz y Napoleón firmó la devolución de la corona
en 1813, en el Tratado de Valençay. Sin embargo, Fernando VII dejó un legado
atroz. Además, tras su muerte, al carecer de sucesor varón, se desataron las guerras
carlistas entre los partidarios de su hija Isabel y de su hermano Carlos María
Isidro.
Ni la institución ni los
candidatos al trono gozaron después del pleno apoyo social y político. Además,
la inestabilidad de esos años propició que el control del país estuviera en
manos del ejército. Fue un militar, Prim, quien provocó la revolución de
1868, que obligó a la reina Isabel a abdicar. Sin embargo, muchos de los
que apoyaron la destitución de Isabel II sabían que la monarquía garantizaba la
estabilidad del país.
Se cambió la dinastía, no
el régimen: en 1870 Amadeo de Saboya, hijo del rey Víctor Manuel II,
accedió al trono. El pobre Amadeo fue incapaz de poner orden y abandonó en
1873. Entonces se proclamó la I República.
Estas dos abdicaciones
no tuvieron nada que ver con problemas de salud. Más bien fueron causadas
por la mala salud de España, desgarrada por sus peleas interminables. Isabel
II, por ejemplo, era bastante popular y solo contaba 38 años cuando fue
destronada. Los escándalos de su vida privada fueron deliberadamente explotados
por sus enemigos políticos. Las abdicaciones del siglo XIX explican por qué los
reyes nunca lograron instalarse en el corazón de los españoles.
La monarquía fue restaurada en 1874 en la figura de
Alfonso XII. La Restauración no supuso la total estabilidad política y
menos después de la muerte del Rey, a los 28 años, tras un breve reinado de
diez. A estas alturas, el país se estaba acostumbrando a un régimen
semirepublicano, comandado por sus oligarquías.
La larga regencia que sobrevino a continuación,
encarnada en la viuda del difunto rey, María Cristina de Austria,
finalizó cuando Alfonso XIII asumió el poder en 1902. Posteriormente, Alfonso
XIII también tuvo que renunciar, según sus palabras, porque las elecciones
locales de 1931 le revelaron que carecía del "amor de su pueblo".
'Delenda est monarchia'
La abdicación de Isabel fue
provocada por acontecimientos políticos y no tanto como resultado de la
impopularidad de la monarquía. Sin embargo, algunos líderes políticos
insistieron en dudar sobre la institución. En aquellos días, noviembre de 1930,
Ortega publicó un artículo en El Sol que terminaba diciendo: "Delenda est
monarchia" (La monarquía ha muerto). Denunciaba el "error
Berenguer", que consistió en que la monarquía, de espaldas a la realidad,
actuaba como si la dictadura no hubiese ocurrido. Ortega olvidó mencionar que
los políticos no le dieron a la monarquía una oportunidad.
Ortega denunció en 1930 el 'error Berenguer': la monarquía actuaba como si
la dictadura no hubiese ocurrido
Cuando nació la República,
en 1931, Azorín la recibió con emoción: "España recuperará su significado
histórico, su verdadera tradición, interrumpidas por la sucesión al trono de
los austrias y los borbones". Azaña, en un discurso en 1932, denunció a la
dinastía de los Habsburgo como "una digresión monstruosa de la historia
española, que comienza en el siglo XVI, que corta el normal desenvolvimiento
del ser español, y le pone con todas sus energías y toda su grandeza al
servicio de una dinastía servidora a su vez de una idea imperialista y
católica".
Estos sentimientos reflejan
la obsesión por un pasado mítico que, de alguna manera, anticipa la realidad.
El mito de la monarquía fallida proyectó su sombra sobre la vida política hasta
el siglo XXI.
Los demócratas tuvieron que
atravesar una reevaluación muy dolorosa para aceptar el regreso de la monarquía
tras la muerte de Franco. Y la monarquía, y específicamente la figura de Juan
Carlos I, se convirtieron en pilares esenciales para la superación de los
"odios cainistas" y llevar a buen puerto una "transición
modélica", según palabras del profesor Seco Serrano.
Tras este breve recorrido
sobre los reyes de España, podemos llegar a la siguiente conclusión: cuando un
rey tenía un problema de salud -Carlos I y Felipe V-, solo él tomaba la
decisión, y nadie más -menos que nadie los políticos-, de retirarse y abdicar.
En el resto de abdicaciones y renuncias, en particular las del siglo
XIX, las conspiraciones de y entre políticos que no tenían el más mínimo
interés en el bienestar del país fueron la razón principal de los
acontecimientos que se sucedieron.
Fuente: www.elmundo.es
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