22
de diciembre 2013
Donde
se corta leña, saltan astillas
Lenin
Lenin
La historia de
las luchas sociales y los proyectos políticos que buscan mejorar la vida de la
mayoría siempre han contado con esa doble capacidad de generar solidaridad,
confianza e instituciones entre los desfavorecidos, los de abajo, a la par que
miedo y angustia a los de arriba cuando ven peligrar sus privilegios. La
seguridad de los expropiados conlleva el miedo de los expropiadores. El temor
de los poderosos no se ha conseguido infundir tanto con la crítica de lo
existente y el simple desorden, como sobre todo, con la fortaleza de crear un
orden distinto que normalice en lo cotidiano los grandes cambios deseados
a gran escala. Un orden que se orienta hacia la gestión y el disfrute común de
los recursos y propiedades que son de todos y todas, en lugar de un orden en
donde unos pocos se los apropien para poder privar a otros de su uso.
Hacer de la riqueza socialmente producida un bien social y no uno privado
parece ser una conclusión mucho más lógica, que el imperio de ese eufemismo
llamado libertad económica, tras el que se esconde la
libertad que tienen unos pocos para jugar con la economía de muchos. Ahora
bien, las herramientas y métodos que existen para lograrlo o al menos para
intentarlo, no responden a criterios que trascienden las relaciones humanas, se
encuentran en las acciones y efectos propios de esas relaciones que varían en
cada periodo histórico.
El diagnóstico del
actual estado de las cosas no puede depender de la creencia previa en torno a
cómo deben articularse las estrategias de batalla, ni se puede elegir la
munición a utilizar antes de conocer las armas de las que se dispone. Los
espejismos conducen a equívocos, hacen creer que vemos un oasis donde
solo se extiende más desierto. La política no le debe lealtades a nada ni a nadie per
se, no existe el copyright de la rebeldía, no existen las vanguardias
autoproclamadas ni los argumentos que se justifican partiendo de la conclusión
final. Nadie puede creer que ostenta la legitimidad al margen de la
construcción de la realidad. La realidad no es estática, no es atemporal, no se
puede disecar, la manera de afrontarla tampoco puede serlo. No se puede confiar
en llevar la razón y caer en la misma trampa que el protagonista de la obra de
teatro Un enemigo del pueblo de Henrik Ibsen, quien pensaba
ilusamente que apoyándose en la verdad abstracta bastaba para ganar un
conflicto. Son necesarios otros ingredientes para completar la receta. Sin
emoción no hay política, sin generar pasión la razón se queda huérfana en su
frustración de incomprendida. Sin hambre la leona no caza, sin astucia la zorra
es cazada. Tenemos que bailar como un boxeador y rimar con el flow de
un buen rapero, necesitamos el gesto político de
Maquiavelo para no cometer el error de Savonarola y convertirnos en profetas
desarmados. Todo lo que no mata engorda y todo lo que les engorda nos acaba
matando.
Decía el filósofo
Ludwig Wittgenstein aquello de que “los límites de mi lenguaje son los límites
de mi mundo”, dando a entender que mi mundo es ese conjunto de cosas y actos
que consiguen ser expresados y conocidos a través del lenguaje. Ese lenguaje
que consigue hilvanar y ofrecer un sentido lógico a lo que antes no éramos
capaces de describir y por lo tanto, se situaba al margen de los hechos
reconocibles como tales. Wittgenstein nos ofrece con esta frase una sentencia
breve que sirve de lección y podría resultar útil para pensar la política.
Sobre todo desde la perspectiva de quien busca distorsionar las relaciones de
poder en favor de las partes de la sociedad que actualmente salen perjudicadas.
Para ello es crucial cambiar el orden de los factores para que finalmente se
altere el producto.
Cuando la izquierda
observa, por poner un ejemplo, que en la franja de edad que va de los 18 a los
30 años se proyecta un 52% de abstención en intención de voto, debería
replantearse muy seriamente cuál es su mundo y por qué sus contornos de
influencia son tan estrechos. Este punto en conflicto vale tanto para quienes
apuestan por formas electorales como para quienes no las contemplan, el mundo sigue
siendo igual de limitado, como el lenguaje que abarca. Existe cierta reticencia
en ampliar los límites del lenguaje, del discurso, de la estética, de la
imagen, de lo que se proyecta y cómo se proyecta, de la puesta en escena y la
manera de comunicar. La partida y el partido se juegan cada vez más de cara
hacia afuera, donde las decisiones intestinas determinan cada vez menos la
capacidad política de la organización y la influencia social se presenta como
determinante a la hora de tomar decisiones. La comunicación adopta un giro
copernicano donde cambia la línea y proliferan otras nuevas, entre quien emite
y quien recibe, entre quien obedece y manda, y sucede como nos recuerda Marx en
su III Tesis sobre Feuerbach, que el propio educador necesita ser educado.
En el momento político
actual no se debería insistir en priorizar las pautas ideológicas, las
lecciones aprendidas por encima de aprender otras nuevas. Hay que huir de la
intención conservadora por mantener celosamente un mundo cada vez más reducido,
cegado, acotado y más alejado de eso que William James entendía como una
hipótesis viva: la que solicita con posibilidad real a aquél a quien se
propone. Sin esa posibilidad real nada importa, al menos en política,
sin rastrear otras posibilidades que desborden lo viejo conocido acabaremos
pensado que la manera de ser de izquierdas se fundamenta más en cómo se
expresa, que en lo que hace posible que se exprese. Cambiar la prioridad,
ampliar los límites más allá del lenguaje de la izquierda, de sus códigos,
jergas y maneras de abordar, implica ampliar la capacidad de ser de izquierdas
en este mundo, de lo contrario, nuestros límites serán cada vez más minúsculos
y poco se podrá hacer ya. Es el momento de cortar leña de nuevo y que salten
las astillas que tengan que saltar.
Fuente: www.publico.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario