Se acaba el año y llega el momento de hacer repaso. El año 2013 ha sido el
primer año poscrisis, el primer año en el cual (con la excepción de la crisis
de Chipre, es cierto) no hemos sufrido la agonía del fin de semana, de las
decisiones tomadas con el miedo a la respuesta de los mercados cuando abran en
Asia. Ha sido el año del fin de la recesión en la zona euro; del cierre del
gobierno en EE UU; del resurgir de Japón de la mano de su primer ministro,
Shinzo Abe, y de la agresividad de su banco central; del desencanto con los
mercados emergentes; de la desinflación generalizada, de la aceleración de las
reformas en China; del principio del fin de la expansión cuantitativa de la
Reserva Federal; del fiasco de la unión bancaria europea. Se pueden extraer tres
lecciones.
La primera, que la política monetaria es asimétrica. Está quedando bastante
claro que los banqueros centrales tienen tanto los instrumentos como la
estructura institucional para reducir la inflación si esta es demasiado
elevada, pero están poco preparados para ser agresivos y elevar la inflación si
esta es demasiado baja. A pesar del uso de las llamadas políticas no
convencionales —a las que habría que cambiarles el nombre, ya que llevamos
media década con ellas—, la inflación demasiado baja en la mayor parte del
mundo desarrollado indica que las políticas monetarias adoptadas han sido las
suficientes para evitar el desastre, pero insuficientes para estabilizar la
inflación a niveles aceptables. El miedo —sobre todo político— a un balance del
banco central demasiado elevado y la incertidumbre sobre el impacto de la
expansión cuantitativa han limitado las acciones de los bancos centrales. Lo
vimos en Japón en las dos últimas décadas, y lo estamos viendo ahora en EE UU y
en Europa. Sin embargo, está quedando muy claro que la expansión monetaria en
un contexto de escasez de demanda no genera excesiva inflación, como temían
algunos. Esto genera dos conclusiones: hay que reforzar la estructura
institucional de los bancos centrales para eliminar esa asimetría, por ejemplo,
dotándolos de más capital para evitar el miedo a las posibles pérdidas
derivadas de las compras de activos; y cabe preguntarse si ante esta
experiencia no habría que adoptar un objetivo de inflación un poco más elevado,
por ejemplo el 3%, para reducir esta asimetría.
La segunda, que la política sigue dominando a la economía. No, ningún país
se ha salido del euro, a pesar de los múltiples análisis económicos que lo
veían inevitable. El proceso de reestructuración de la deuda griega estuvo
condicionado por las necesidades políticas de los distintos actores. No podía
ser al inicio de la crisis porque los bancos alemanes tenían demasiada deuda
griega. Una vez que estos la vendieron, la política doméstica alemana se impuso
y había que reestructurar, aunque fuera una operación de dudoso beneficio —con
un efecto contagio altísimo en el resto de la periferia europea y de gran
perjuicio para Chipre—. En el arco de seis meses, EE UU ha pasado de cerrar el
Gobierno y estar a punto de suspender pagos a alcanzar un acuerdo fiscal que
evita la repetición de dicho episodio y suaviza el ajuste fiscal. No, no ha
sido el análisis económico de las consecuencias lo que ha hecho entrar en razón
a los políticos, sino las encuestas tras el cierre del Gobierno que mostraron
un gran coste político para el Partido Republicano. El debate sobre la unión
bancaria europea se ha cerrado con una gran decepción. Habrá supervisión
europea, sí, pero combinada con un proceso de resolución muy complejo donde los
equilibrios políticos del momento contarán más que la racionalidad económica
(recuerden lo que pasó con el Pacto de Estabilidad en 2004, cuando se evitaron
las sanciones para Alemania por razones políticas) y con un fondo de resolución
puramente nacional, que perpetuará el vínculo entre bancos y presupuestos
nacionales y consolidará la fragmentación bancaria europea. Es un gran paso
atrás que reducirá el crecimiento potencial de la zona euro dictado, como
siempre, por las necesidades políticas domésticas alemanas. Algún día la zona
euro dirá basta a la tiranía de la minoría alemana.
La tercera, que la mayoría de los mercados emergentes ha desaprovechado la
gran oportunidad de los últimos años para consolidar reformas económicas que
puedan generar un crecimiento potencial elevado en ausencia de ganancias
permanentes de los precios de las materias primas y de rebajas de los tipos de
interés. El susto de este verano ha revelado que, en gran medida, el emperador
estaba desnudo, lo mejor de los BRIC ha pasado, y ahora se enfrentan a retos
similares a los de los países desarrollados: reducir el gasto improductivo y
mejorar la sostenibilidad del Estado de bienestar, aumentar la recaudación
impositiva y mejorar la estructura de la economía para aumentar la
productividad. Esto no se aplica a todos; por ejemplo, las reformas que está
adoptando México son muy positivas, y, por tanto, la inversión en mercados
emergentes tiene que empezar a diferenciar de manera clara unos países de otros
—exactamente lo mismo que sucedió con la zona euro a partir de 2010.
El miedo —sobre todo
político— a un balance del banco central demasiado elevado y la incertidumbre
sobre el impacto de la expansión cuantitativa han limitado las acciones de los
bancos centrales
El año 2013 ha traído también la conclusión de varios debates económicos
—el impacto de la ratio de deuda/PIB sobre el crecimiento no se deteriora al
cruzar el 90%; el ajuste fiscal excesivo en situaciones de trampa de liquidez
perjudica al crecimiento y puede aumentar la ratio de deuda/PIB— y ha abierto
otros, como el impacto del aumento de la desigualdad sobre el crecimiento. Si
la mayoría del aumento del ingreso generado durante la recuperación va a las
clases más ricas —casi por definición, porque el principal instrumento de
transmisión de la política monetaria cuando los tipos de interés son cero es el
aumento del precio de los activos financieros— y estas tienen una mayor
propensión al ahorro, el crecimiento total será menor. Esto debería abrir un
debate sobre la racionalidad de la ortodoxia de la estrategia de ajuste fiscal
y expansión monetaria. Combinado con la asimetría de la política monetaria y la
conveniencia de una tasa de inflación un poco más alta, y con el debate abierto
por Larry Summers, antiguo secretario del Tesoro de EE UU, sobre el riesgo de
estancamiento secular y la posibilidad de que el tipo de interés de equilibrio
sea negativo —debido al aumento global del ahorro y de la aversión al riesgo y
a la caída de la inversión, tanto pública como privada—, cabría preguntarse si
la política adecuada, en estos momentos, no sería una expansión, tanto fiscal
(sobre todo infraestructuras) como monetaria, que reduzca el desempleo de
manera más rápida y así reduzca la desigualdad. Todo esto, más las sorpresas,
lo seguiremos debatiendo al año que viene. Feliz 2014.
Ángel Ubide es senior fellow
del Peterson Institute for International Economics en Washington.
Fuente: www.elpais.com
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