En España no ha habido monopolio eléctrico,
pero sí un oligopolio
Central térmica de Aliaga (Teruel),
propiedad de Eléctricas Reunidas de Zaragoza, posteriormente integrada en
Endesa. / CARLOS ROSILLO
Hace solo unos días (26 diciembre de 2013) el comisario europeo de la
Competencia, Joaquín Almunia, en unas declaraciones a Radio Nacional
reproducidas en el diario Deia, afirmaba que España “tiene todavía
en cierto modo las malas prácticas de antiguas empresas públicas con monopolio.
En España nunca ha habido monopolio, pero sí ha habido un oligopolio clarísimo
de las empresas eléctricas”. Se refería el comisario al reciente escándalo
relativo a las tarifas de la luz y los problemas políticos, empresariales, y de
opinión pública que ha planteado. ¿Tenía razón? Sí, tenía toda la razón: en
España no ha habido monopolio eléctrico (en el sentido de un solo productor o
suministrador de energía), pero sí un oligopolio (en el sentido de un número
muy pequeño de productores y distribuidores capaces de ponerse de acuerdo para
imponer unos precios por encima de los que habría en caso de libre
concurrencia).
Digamos para empezar que la industria eléctrica es proclive al monopolio,
como ocurre con la mayor parte de los servicios públicos suministrados en red;
tal es el caso de los ferrocarriles y tranvías, o del suministro de agua. La
verdadera libre competencia en estas industrias conllevaría la construcción de
redes paralelas (dobles vías de tren o de tranvía, dobles conducciones,
tendidos eléctricos superpuestos), lo cual sería un auténtico dislate y un
despilfarro inaceptable. Por otra parte, esas redes de distribución son muy caras
de construir y mantener, de manera que la entrada en el mercado es así
doblemente difícil e incluso, sobre todo en países poco desarrollados, se da el
caso frecuente de que ni siquiera se puedan reunir los capitales necesarios
para crear este tipo de empresas, por lo que frecuentemente requieren
incentivos fiscales o de otro tipo para establecerse. Hay indicios de que este
fue, al menos en parte, el caso de España.
En efecto, la industria de generación y suministro eléctrico a escala
industrial comienza en Inglaterra, Alemania, y Estados Unidos a finales del
siglo XIX. Aunque España puede enorgullecerse de tener un auténtico pionero en
la materia, el científico Francisco Salvá, que en 1795 leyó una memoria sobre
La electricidad aplicada a la telegrafía, y realizó experimentos exitosos en
este campo, su obra no tuvo continuidad y hasta finales del XIX no se instalan
en Barcelona los primeros generadores de electricidad. El hecho es, sin
embargo, que el desarrollo de la industria eléctrica en el España en las primeras
décadas del siglo XX coincide con el primer gran empuje industrializador.
España, por otra parte, como país montañoso, tiene buenas condiciones para el
desarrollo de la industria hidroeléctrica, que es la forma más barata de
generar electricidad. De este modo, hasta la Guerra Civil aproximadamente, la
mayor parte de la electricidad generada en España es hídrica. Sin embargo, esta
modalidad de producción presenta en nuestro país el problema serio del estiaje:
el régimen de lluvias es muy irregular y estacional de modo que las
posibilidades de generación fluctúan excesivamente, por lo que se fue haciendo
cada vez más necesario recurrir a la generación térmica. Pero aquí se daba otro
problema: la carestía del carbón español, al que, sin embargo, el Estado
siempre ha querido proteger; al imponer cuotas de consumo de carbón nacional,
el Estado contribuía a encarecer la electricidad, en detrimento de los
consumidores: familias, empresas, y el propio Estado.
Este, sin embargo, mostró interés en apoyar a esta industria, especialmente
durante la dictadura de Primo de Rivera, que veía en la electricidad un
instrumento clave en su política de industrialización. Otra fuente de energía a
la que Primo de Rivera prestó atención (en especial su ministro de Hacienda, José
Calvo Sotelo) fue el petróleo; siguiendo directrices típicamente estatistas, la
dictadura instituyó el monopolio estatal de petróleos, que creó más problemas
políticos que beneficios económicos. La enemiga de las grandes multinacionales
del petróleo contribuyó considerablemente al fin del régimen.
Otros países de la UE han nacionalizado una industria
que tiende al monopolio y es crucial para la economía del país
Pero fue con la dictadura de Franco cuando se consagró el bloque
oligopolístico eléctrico. A pesar de sus tendencias intervencionistas y
totalitarias, Franco manifestó gran respeto por los intereses económicos
privados, especialmente cuando las figuras destacadas de tal sector habían
contribuido sustancialmente a financiar la sublevación que inició la Guerra
Civil, como fueron los casos de Juan March y José Luis de Oriol, por ejemplo.
Oriol fue un gran empresario eléctrico; March era un potentado en el sector
petrolífero que se convirtió más tarde en propietario de una de las mayores
eléctricas. Ambos se interesaron, sin embargo, en otros campos económicos.
Cuando llegó el momento de renovar la legislación bancaria, en 1946, muchos
creyeron que el régimen de Franco nacionalizaría los bancos y, posiblemente
también, la electricidad, como se había hecho en Francia y, para la
electricidad, en Inglaterra. Pero no fue así. Al contrario, la banca, aunque
muy sujeta a lo que después se llamó “represión bancaria”, siguió en manos
privadas, y haciendo pingües beneficios. Lo mismo ocurrió con las grandes eléctricas,
cuyo número se iba reduciendo inexorablemente por la ley de las economías de
escala. En virtud de esta ley económica, ciertas industrias de técnica
avanzada, como la eléctrica, requieren producir en gran escala para ser
rentables. Así, gradualmente, las mayores empresas (Iberduero, Unión Eléctrica
Madrileña, Hidrola, Sevillana, Barcelona Traction, Eléctricas Reunidas,
etcétera) iban absorbiendo a las pequeñas, que no podían competir en precios y
calidad de suministro. Por otra parte, aunque el mercado eléctrico ya
presentaba considerable complejidad (no tanta como ahora), las grandes
compañías esquivaban el control de tarifas que el Estado les imponía para
combatir la inflación y mostraban altos beneficios. Esto las hizo muy
interesantes para los grandes bancos: los dos bancos vascos (Vizcaya y Bilbao),
el Banco de Santander, el Central y el Urquijo fueron los mayores inversores,
que acabaron formando un compacto bloque de poder financiero-energético.
No fue ajena al poder y la rentabilidad de las empresas eléctricas la
creación de Unesa (Unidad Eléctrica, SA), en 1944, a propuesta nada menos que
José María de Oriol Urquijo, hijo y heredero de José Luis de Oriol. Oriol hijo
fue el primer presidente de la nueva sociedad. Lo notable de Unesa, que era una
empresa privada participada por las grandes del sector, es que debía coordinar
la distribución nacional del fluido eléctrico, es decir, coordinar la
producción de las distintas empresas, en especial las que eran sus propias
accionistas. Como se decía en un decreto posterior (1951), Unesa asumía así,
por delegación del Estado, las funciones de coordinación de la industria
eléctrica nacional que normalmente hubieran correspondido a una oficina
estatal, como ocurría en los países que, como Francia e Inglaterra, y más tarde
Italia, habían nacionalizado el sector. En palabras de Eduardo García de
Enterría, se daba así en España el caso único de “un verdadero régimen de
autorregulación por las empresas eléctricas afectadas”. Y el ya entonces
complicado sistema de tarifas vigente era, en definitiva, pactado con las
empresas en virtud de un sistema polinómico y unos factores adicionales que, de
hecho, garantizaban una alta rentabilidad al sector.
Por otra parte, el exacerbado nacionalismo de la dictadura contribuyó a
beneficiar a este bloque a expensas de los inversores y accionistas
extranjeros. El caso más sonado fue el de la Barcelona Traction Light and
Power. Era esta una empresa internacional que abastecía a gran parte del
mercado barcelonés y catalán, empresa a la que Juan March había echado el ojo
hacía varios años, pero cuyos directivos no querían vendérsela. Con el apoyo
manifiesto del Estado español, March consiguió que un tribunal declarara a esta
empresa en quiebra (no tenía más problema que el hostigamiento a que la sometió
el Estado) y la subastara. No es necesario decir que fue March quien la
adquirió a precio de saldo en 1948 y la convirtió en Fuerzas Eléctricas de
Cataluña (FECSA), que décadas más tarde se fusionaría con Endesa. Tal negocio
hizo March, con esta operación que, en agradecimiento a la nación, decidió
crear la fundación que lleva su nombre. Los pleitos internacionales a que este
asunto dio lugar se prolongaron unos 20 años; Juan March llevaba mucho tiempo
muerto cuando se publicó la sentencia final, que le dio la razón, provocando un
gran escándalo. Otro asunto parecido, aunque menos ruidoso, fue la cuasi
expropiación de las acciones del banco suizo Elektrobank, propietario de un
paquete de control en Sevillana de Electricidad, también con el apoyo del
Estado español. Este caso hizo menos ruido porque los suizos cedieron el
control y vendieron su participación, de modo que no hubo escándalo ni procesos
judiciales.
Este compacto bloque de poder financiero-eléctrico fue una de las herencias
que el franquismo legó a la democracia. Han ocurrido muchas cosas desde la
Transición, pero el poder de las eléctricas permanece, y constituye un serio
problema económico que trasciende a la política. Otros países de la Unión
Europea, como los arriba citados, han resuelto la cuestión hace ya mucho tiempo
nacionalizando una industria que propende al monopolio y es crucial para la
economía del país. ¿Será esta también la solución para España?
Gabriel Tortella es profesor
emérito de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.
Fuente: www.elpais.com
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