“Todo el mundo conocía los vuelos
chárter, pero nadie se atrevía a hablar de ello”
ELPLURAL.COM | 25/12/2013
La nueva ley
del aborto que última el gobierno de Mariano Rajoy supondrá un claro retroceso
en los derechos de las mujeres. Así lo aseguran fuentes del Partido Socialista
que aseguran a ELPLURAL.COM que de salir adelante el proyecto en el que trabaja
el Partido Popular, las mujeres “volverán a la clandestinidad y al miedo”,
repitiéndose situaciones que en España “no se daban desde hace más de 30 años”.
Se
retrocederá 30 años
Precisamente, el temor de Alfredo Pérez Rubalcaba es que “quien tenga recursos pueda seguir abortando libremente, mientras quien no los tenga se vea obligada a pasar a la clandestinidad, al peligro y al miedo”. De hecho, desde el PSOE auguran que tras la aprobación de la nueva ley, la situación se asemeje a la vivida en la década de los años 80, cuando miles de mujeres españolas se veían obligadas a acudir a Reino Unido para poder interrumpir de forma voluntaria su embarazo.
Precisamente, el temor de Alfredo Pérez Rubalcaba es que “quien tenga recursos pueda seguir abortando libremente, mientras quien no los tenga se vea obligada a pasar a la clandestinidad, al peligro y al miedo”. De hecho, desde el PSOE auguran que tras la aprobación de la nueva ley, la situación se asemeje a la vivida en la década de los años 80, cuando miles de mujeres españolas se veían obligadas a acudir a Reino Unido para poder interrumpir de forma voluntaria su embarazo.
De cuando se
viaja a Londres para abortar
Sin ir más lejos, sólo en 1985 más de 90.000 mujeres acudieron a Reino Unido para abortar. Una cifra que en 1986, justo el año en el que el Gobierno de Felipe legalizó el aborto en España, descendió hasta los 8.000 casos. Fue en ese contexto cuando la periodista Neliana Tersigni y el fotógrafo César Lucas se hicieron pasar por una pareja para acceder a una de las clínicas abortiva de Londres a las que acudían con frecuencia las mujeres española para interrumpir su embarazo.
Sin ir más lejos, sólo en 1985 más de 90.000 mujeres acudieron a Reino Unido para abortar. Una cifra que en 1986, justo el año en el que el Gobierno de Felipe legalizó el aborto en España, descendió hasta los 8.000 casos. Fue en ese contexto cuando la periodista Neliana Tersigni y el fotógrafo César Lucas se hicieron pasar por una pareja para acceder a una de las clínicas abortiva de Londres a las que acudían con frecuencia las mujeres española para interrumpir su embarazo.
El artículo
que conmocionó a España
Su investigación se plasmó en un artículo publicado por el diario El País que conmocionó a España. “Todo el mundo conocía los vuelos chárter a Londres, pero nadie se atrevía a hablar. Rompimos un tabú. Abrimos una brecha en la sociedad española”, explicó recientemente Neliana Tersigni al recordar el artículo que protagonizó en 1976 la primera portada de El País Semanal.
Su investigación se plasmó en un artículo publicado por el diario El País que conmocionó a España. “Todo el mundo conocía los vuelos chárter a Londres, pero nadie se atrevía a hablar. Rompimos un tabú. Abrimos una brecha en la sociedad española”, explicó recientemente Neliana Tersigni al recordar el artículo que protagonizó en 1976 la primera portada de El País Semanal.
38 años
después
Un artículo que contra todo pronóstico cobra vigencia en la actualidad a raíz de la nueva ley del aborto que quiera aprobar el Partido Popular. Por su interés informativo, ELPLURAL.COM reproduce íntegramente 38 años después este relato que describe el miedo que Mari Carmen, una joven española de 28 años de edad en 1976, sufrió al acudir a Londres para abortar.
Un artículo que contra todo pronóstico cobra vigencia en la actualidad a raíz de la nueva ley del aborto que quiera aprobar el Partido Popular. Por su interés informativo, ELPLURAL.COM reproduce íntegramente 38 años después este relato que describe el miedo que Mari Carmen, una joven española de 28 años de edad en 1976, sufrió al acudir a Londres para abortar.
La primera
portada de El País Semanal estuvo protagonizada por un reportaje sobre el
aborto
Abortar en Londres
Mari Carmen
se ha despertado llorando: “Quiero vomitar”. La enfermera, una negra entrada en
carnes, le ha respondido en inglés que era por la anestesia. Mari Carmen no
conoce una palabra en inglés, pero siente el brazo de la mujer sobre su
espalda, que le da golpecitos en el hombro, y poco a poco se tranquiliza. La
enfermera no la abandona ni un minuto e incluso prueba a decirle en un español
tan incomprensible para Mari Carmen como el inglés, que “no pasa nada”, que
“todo bien”.
Mari Carmen
se encuentra en la sala de reanimación de una clínica de un barrio residencial
de Londres. Es un sábado por la mañana. Fuera brilla un sol tímido, de
septiembre anglosajón. A su lado hay cuatro camas más, donde otras tantas
chicas tienen deseos de vomitar por la anestesia. Tres de ellas son españolas.
En la antesala se encuentran a la espera seis compatriotas más, que abortarán
voluntariamente esta mañana.
Mari Carmen
se ha recuperado. La enfermera la levanta en peso, la sienta sobre una silla de
ruedas y la lleva hacia su habitación. “Estoy como borracha”, me dice; “me
siento como si hubiera bebido muchísimo, pero ahora todo ha pasado”. “Tú que
sabes inglés, dale las gracias”, agrega, señalándome a la enfermera, “me ha
mimado y me hacía mucha falta”.
Nuestro
viaje, el de Mari Carmen y el mío, ha comenzado hace una semana en una
cafetería en Madrid. Buen número de españolas -aunque no existen estadísticas
precisas- van a abortar a Londres. La cantidad es tal que se puede considerar
un problema a escala nacional. ¿Pero quiénes son estas mujeres? ¿De qué clase
social proceden? ¿Qué les sucede una vez que llegan a la capital inglesa?
Sabemos que Mari Carmen (no es naturalmente su verdadero nombre, como no lo son
los de las chicas que aparecen en este reportaje), está a punto de salir para
Londres. He pedido a la amiga que le ha ayudado en las gestiones previas que me
la presente.
Mari Carmen
tiene 28 años. Es alta y morena. No es especialmente guapa. Trabaja como
estenodactilógrafa y procede de una familia modesta. Es la menor de cuatro
hermanos, y les tiene más miedo a éstos que a sus padres. ¿Por qué ha decidido
abortar Mari Carmen? “He llegado a los 28 años sin ninguna experiencia sexual.
El invierno pasado conocí a un chico muy simpático. Comencé a salir con él. Me
gustaba: parecía un tarzán. Todo vino rodado. Me atraía mucho sexualmente.
Hicimos el amor sólo tres veces: aún no sé si me causaba placer hacerlo.
Después comprendí que el muchacho me era simpático, pero nada más. Cuando me di
cuenta de que estaba embarazada ya habíamos dejado de salir juntos. No quiero
tener este hijo porque me echarían de mi trabajo, y porque mis padres se
morirían de dolor. Además yo no lo esperaba; no quiero casarme con un hombre al
que no amo”.
Mari Carmen
me cuenta la angustia del descubrimiento: la soledad, el no poder hablar con
nadie, ni tampoco con el hombre con el cuál había estado. Finalmente, se decide
y le cuenta todo a un amigo que la pondrá en contacto con la muchacha que me la
ha presentado. Le digo que quiero escribir un reportaje sobre ella. Duda, pero
finalmente acepta que la acompañe, con el pacto previo de que no sepa ni siquiera
su apellido. “No es porque no me fíe de ti”, se justifica enrojeciendo, “pero
es mejor también para ti”. La chica nunca ha estado en el extranjero. No tiene
ni siquiera pasaporte. Está tan angustiada, que si no la ayudase su amiga “que
sabe todo porque también ha estado en Londres”, no lo hubiese conseguido. El
dinero es también un gran problema: el viaje aéreo en chárter, ida y vuelta,
cuesta 7.000 pesetas; la operación y el periodo de cama de una enferma, otras
6.500; después hay que añadir el hotel y la comida de tres días. En total,
20.000 pesetas. El sueldo de un mes, que Mari Carmen ha pedido a su hermana con
un pretexto cualquiera. Los demás creen que va a pasar cuatro días en la
sierra.
Salimos el
jueves por la mañana. Ella, en un viaje colectivo que lleva 150 turistas
españoles a descubrir Londres. Yo, una hora después, en vuelo regular. Nos
hemos dado cita en el hotel que la muchacha ha contratado en la agencia. Hemos
decidido que dormiríamos en la misma habitación y que no la dejaría sola ni un
minuto. Está aterrorizada, no ya tanto de la operación en sí, como de la ciudad
desconocida, de la ignorancia del idioma. Pero es optimista y trata de darse
ánimos.
El hotel es
viejo y destartalado, pero bastante céntrico. Cuando llega el grupo de turistas,
se llena de voces en castellano. Mari Carmen está demasiado cansada para salir
a dar una vuelta y nos quedamos a charlar. Tiene unas ganas enormes de hablar.
Así busca tranquilizarse. Por la noche salimos. Londres, de repente, la atrae.
Mira las tiendas iluminadas de Regent Street Picadilly y se olvida de su
problema. Vuelve a ser una muchacha cualquiera que sale por primera vez de su
cascarón. “Es una pena que no tenga dinero para comprar cualquier cosa. Quiero
volver aquí, pero de otra forma. Podríamos venir otra vez como turistas”.
La cena es
silenciosa. Me esfuerzo en hablar de otra cosa: le cuento mis experiencias.
Ella escucha. De repente, dice con voz apagada, como si la cosa no le
interesase particularmente: “¿Qué sería: un niño o una niña?”. Cuando volvemos
al hotel se duerme inmediatamente.
Por la
mañana, nos levantamos temprano para ir a la organización (de la que sólo
sabemos el nombre y las señas) que deberá enviar a Mari Carmen a un médico y de
allí a la clínica. El taxi nos deja en una esquina de un barrio en el que
edificios muy modernos se mezclan con viejas casas oscuras. La organización que
buscamos está en una de ellas. Una pintada de color azul, sobre un muro, señala
el portal. Siento que se me encoje el corazón. Sobre los pocos peldaños que
conducen a la puerta, también pintada de azul, crece la hierba y todo tiene
aspecto de abandono. Cuando entramos, la impresión de desolación crece: la
escalera que conduce al primer piso es estrecha y está llena de cosas
abandonadas: una botella de leche semivacía, una taza de té, muchos papeles. Me
doy cuenta de que Mari Carmen está casi por volverse atrás y pienso que si yo
estuviese en su lugar haría lo mismo. Pero se trata sólo de un momento: después
la chica sube decidida. En el descansillo, junto a la centralita telefónica,
hay un joven: se llama Keith, tiene una gran barba y abundantes cabellos
rubios. Nos indica amablemente una sala de espera y yo le traduzco a Mari
Carmen que Antonia, la mujer que se ocupará de nosotros (como luego sabremos,
se trata, a pesar de su nombre, de una inglesa), llegará dentro de unos
minutos.
La
habitación, pequeña y llena de color, tiene varias sillas, un diván y muchos,
muchísimos posters en las paredes. Parece el cuarto de un estudiante sin
dinero. Sobre el sofá están sentadas otras dos chicas: las dos, morenas y con
pelo largo, llevan un bolso de viaje de plástico y nos miran con atención.
También yo las observo con curiosidad. Tienen un aire familiar, sobre todo por
los grandes pendientes plateados que llevan. En efecto, cuando comenzamos a
hablar, parecen sorprenderse: “¿Pero sois españolas?”, gritan felices. Vienen
de una pequeña ciudad de Castilla y tienen gran miedo y muchas ganas de contar
sus vidas.
Una de
ellas, Lola, de 24 años, empleada en un comercio, había salido una noche con un
grupo de siempre; hacia las once, el marido de una amiga la acompañó hasta
casa. Había bebido mucho y comenzó a abusar de ella. Ella se asustó, intentó
defenderse, pero él -cuenta Lola- había perdido la cabeza. “Yo casi no me di
cuenta de nada, vi sólo que me salía sangre. Entré en casa intentando no
llorar, porque tenía miedo de mis padres. Ellos no me hubieran creído: son
viejos. Tengo seis hermanos. No somos ricos, pero nos han educado de una manera
estricta. No me hubieran creído. Nadie me cree -agrega mirándonos a la cara-.
Preferí callarme. No esperaba quedarme embarazada. Cuando me di cuenta que
pasaba algo, se lo dije a mi hermana Pili, que tiene una amiga enfermera. Fue
ésta quien nos habló de Londres”.
Las dos hermanas
-Lola y Pili- están ya en Londres. Pili ha dejado al marido y a su hijo de un
año en casa. Han dicho a todos que iban a ver a una amiga. Hasta el momento, el
viaje más largo que habían hecho fue a Santander, donde tienen una tía. También
ellas tuvieron problemas para encontrar dinero. La madre -con mentalidad
provinciana- ha criticado a Pili por dejar al niño y al marido durante tres
días. Ambas tenían miedo de venir a Londres sin hablar más que castellano. Me
pregunto cómo muchachas tan apocadas como Lola y Pili han podido llegar hasta
aquí.
Una nueva
chica entra en la sala. Es alta y delgada, con los cabellos castaños, lleva
pantalones vaqueros y un jersey de cuello alto. Tiene aspecto nórdico y
nosotras continuamos hablando sin hacer caso de su presencia. La recién
llegada, por el contrario, parece sorprenderse: “¿Pero sois españolas?”.
Cristina, que así se llama, es de Barcelona. Viene de un ambiente distinto. Es
abogado, tiene treinta años y trabaja en un despacho colectivo.
“Al
principio, había pensado tenerlo”, cuenta Cristina, “pero él está casado y no
quiero crearle problemas. Ni tan siquiera sabe que estoy embarazada”. Cristina
milita en una organización feminista y conoce desde hace tiempo la casa en la
que nos hemos encontrado. Para ella no ha sido tan difícil encontrar el dinero
y venir. Sus amigos no se han sorprendido cuando les dijo que venía a pasar un
fin de semana a Londres.
Cuando llega
Antonia, una inglesa delgada y afable, de unos treinta años, nos encuentra en
plena conversación ruidosa. “Well”, dice Antonia, “veo que ya habéis hecho
amigas. Siempre pasa lo mismo con las españolas”. Y añade, con la típica flema
del país, “pero por favor, no hagáis mucho ruido. Aquí vienen también
drogadictos y gentes con otros problemas que se espantan con mucha
facilidad”.
“Pero,
¿vienen muchas españolas?”, pregunto extrañada. “Muchísimas”, responde Antonia.
“Y no nos explicamos cómo han podido conocer nuestra dirección. No puedo darte
cifras, pero me atrevería a decir que las españolas suponen más del 60% de las
extranjeras que vienen aquí a abortar”.
Mari Carmen
y Lola -que están claramente satisfechas de haberse encontrado y que se
entienden a las mil maravillas- se disponen a rellenar el cuestionario de
rigor, redactado ya en castellano, aunque con algunas faltas de ortografía:
“Edad, profesión. ¿es la primera vez que se queda embarazada? ¿Ha sido operada
recientemente o ha padecido alguna enfermedad importante? ¿Es alérgica? ¿Cuándo
ha tenido la última menstruación? ¿Qué tipo de anticonceptivo piensa usar en
adelante?”.
Luego nos da
una cita para todas, a las tres, con el doctor; según dice Antonia, uno de los
mejores ginecólogos ingleses. Si no les ve él personalmente, lo hará un
ayudante igualmente bueno.
Es la hora
de comer. Lola y Pili hablan bajito entre ellas. Tenían miedo de que el dinero
no les alcanzase y, en una bolsa de excusión, han traído chorizo, salchichón y
fruta. “Si venís al hotel, habrá para todas”, dicen.
A las tres
nos volvemos a encontrar en la dirección que nos han dado: un palacete
señorial. De estilo victoriano, tiene dos columnas en el exterior, y dentro
posee una escalera de madera y mullidas alfombras. La sala de espera es muy
diferente a la de la organización en la que hemos estado esta mañana: está
puesta con gusto y con sentido del confort típicamente burgueses. Allí esperan
una india, envuelta en un sari estampado, y otras dos chicas. Las tres están
acompañadas por hombres. Antes que a nosotras, las llaman a ellas. Sus
apellidos no dejan lugar a dudas: son de lo más corriente que existen en
España. Digamos que López y Pérez.
El médico,
un joven indio, toma las muestras de sangre para hacer los análisis; hace una
inspección ginecológica y pregunta rutinariamente qué enfermedades han
padecido. Las chicas no dudan. Todas afirman estar sanísimas. Ni tan siquiera
han tenido el sarampión. Las contestaciones son demasiado mecánicas. ¿Quién
puede exponerse al riesgo de no abortar después de haber hecho el viaje?
Mari Carmen,
Lola y Cristina tienen ya su papeleta con la dirección de la clínica, y la
indicación de presentarse a las ocho de la mañana siguiente, en ayudas y sin
haber fumado. Es esto último lo que más les preocupa. “¡Sin poder fumar -se
lamentan a coro- estaremos muy nerviosas!”.
Para cenar,
Lola y Pili vuelven a echar mano de sus provisiones. Quieren acabar con ellas.
Tienen miedo de que el olor a chorizo invada el hotel.
Sólo vamos a
comer fuera Mari Carmen, Cristina, César Lucas (el fotógrafo del periódico, que
acaba de llegar) y yo. Las chicas están completamente relajadas. Ya no tienen
miedo a nada. Ni tan siquiera de hablar libremente delante del fotógrafo, un
hombre. Cristina dice que el macho hispánico no ha muerto y que para una mujer
libre es muy difícil en la actualidad comportarse coherentemente. Mari Carmen,
cuya extracción social es evidentemente distinta, me dice al oído: “Cuando una
chica está en la cama con un hombre siempre piensa: y si lo supiese mi madre…”.
Al final de
la cena el más deprimido es César Lucas, que confiesa: “Con este reportaje se
acaba mi carrera de latin lover”.
Por la
mañana, el despertador suena a las seis y media. Me cuesta trabajo abrir los
ojos, mientras Mari Carmen está muy nerviosa. Para llegar a la cita,
atravesamos Hyde Park y medio Londres, brumoso y vacío en el week end. La
clínica -una de las siete u ocho en las que se practica el aborto también a las
extranjeras- es un delicioso chalet, muy parecido a un college, en un barrio de
pequeñas casitas con jardín.
En la
recepción, situada en un pabellón aparte, nos recibe una enfermera. Allí están
esperando ya la india, otra asiática y dos jovencitas de no más de dieciocho
años. Una de las dos juega con un pequeño snoopy de trapo. Las dos hablan
también el castellano, con un fuerte acento canario. Otra española más, pienso.
Y no acabo de pensarlo cuando entran dos chicas que estaban en nuestro mismo
hotel y que también han venido con el grupo de turistas. Más tarde llega una
pelirroja, muy aparatosa, que había viajado en el mismo avión. Después, las dos
muchachas -Pérez y López- que encontramos la víspera en el médico. Por fin,
Cristina, Lola y Pili. Un ejército de españolas. Más tarde, sabría que de las
veinte operaciones realizadas esa mañana, tres eran inglesas y diecisiete
extranjeras; diez de ellas, españolas.
La enfermera
dice que no puedo quedarme acompañando a Mari Carmen. Explico que soy una
periodista que está haciendo un reportaje y se acaban los problemas. Me envían
a la directora de la clínica, Mrs. McAlistair, que me da permiso para
permanecer en la clínica hasta la noche y me invita, más tarde, a tomar un café
con ella.
A Mari
Carmen le ponen una pulsera de plástico con su nombre, le dan un camisón de
papel y le invitan a desnudarse. Ha sido conducida a una habitación pequeña
pero acogedora, con una cama y una ventana cubierta por cortinas de flores, que
no ocultan el prado, típicamente inglés, situado a espaldas de la casa. Le
abrocho el camisón y ella se acuerda, de pronto, de que no ha traído ni la
bata, ni las zapatillas. “La próxima vez -dice con espontaneidad- tengo que
acordarme de las zapatillas”. Luego se da cuenta de lo que ha dicho y se ríe,
viendo mi cara aterrorizada.
Llega el
doctor. Se llama Arnold Finks. Tiene una edad indefinible, aunque, sin duda, ya
ha pasado la cincuentena. Se parece a David Niven y es muy amable y cariñoso.
Él también habla algo de español -”no te preocupes, no pasa nada”- y me invita
a conversar con él más tarde.
Mientras
Mari Carmen está ya en el quirófano, descubro en la habitación una serie de
revistas. Hay también algunas edulcoradas fotonovelas. Dos están en inglés y el
resto en español, francés e italiano.
Mari Carmen
vuelve. Semidormida, pero con ganas de hablar. “Debes escribir que son muy
amables”, me dice. “Me han mimado como si fuera pequeña… ¿Tú qué crees? Yo
pienso que iba a ser un niño”, dice otra vez.
La dejo un
momento sola y voy a ver cómo están las otras. Lola dice: “Se acabó la
pesadilla”. Cristina, al contrario, parece más triste. Está bien, no le duele
nada, pero no tiene ganas de hablar. En otra habitación hay dos chicas más, una
madrileña, muy segura de sí misma, rubia y gordita, y una sevillana, también
rubia. Esta última tiene dolores y tengo que llamar a la enfermera para que le
dé un calmante. Las dos han venido sin que sus familias lo sepan. Está, por
fin, la jovencita canaria, que me mira con curiosidad y no quiere decir su
nombre.
Después del
almuerzo voy a tomar café con Mrs. McAlistair, una señora rubia, de unos
cuarenta y cinco años, casada y con tres hijos mayores. “En esta clínica no
sólo se practica el aborto, si bien es ésta la operación más frecuente; sobre
todo a chicas extranjeras. Vienen de todas partes, también de Sudáfrica, de
Chile, de toda Europa, pero he de decir que el porcentaje más amplio lo
componen las españolas. Son también las que superan mejor los problemas
psicológicos. Eso sí, intentamos siempre situarlas en habitaciones vecinas,
porque por la noche se reúnen a charlar y van de una parte a otra de la
clínica, despertando a los pacientes”.
Son ya las
tres. Mari Carmen tiene hambre. Le traen té, pan y mantequilla. Más tarde
cenará copiosamente antes de que lleguen las seis y media, hora de las visitas.
Mientras tanto, hace ya tiempo que el teléfono que se encuentra en el pasillo
ha comenzado a sonar insistentemente. Son las acompañantes que quieren
informarse del estado de las recién operadas, que quieren hablar con ellas.
Cuando la enfermera negra no entiende bien los nombres, me llama para que le
sirva de intérprete.
Mari Carmen
se ha trasladado a la habitación de Lola y las dos se tratan como viejas
amigas. También las otras se han reagrupado. La única que continúa sola, ni
triste ni alegre, es Cristina. No quiere hablar con nadie.
Es de noche.
Tengo que dejar la clínica. El doctor Finks me acompaña al hotel y, por el
camino, me cuenta decenas de historias que él ha venido viviendo día a
día.
“Doctor,
¿tiene hijos?”. “Sí, e incluso nietos. Hoy uno de ellos cumple tres años. Pero
no está en Londres. ¡Es una peña!”.
Me dice que
ha escrito un libro que se publicará en poco tiempo y que se llama Los
abortistas. “Está lleno de historias verídicas que he ido viviendo a lo largo
de estos años. Estoy seguro que será un best seller”.
Pilar me
espera en el hotel. Tiene miedo de quedarse sola y viene a dormir en mi
habitación. Pasamos una noche de insomnio, llena de ruidos y zozobra. Por la
mañana, a las ocho, llegan Mari Carmen y Lola. Han venido en taxi, acompañadas
por la joven canaria y las otras dos que viven en nuestro mismo hotel.
“Ayer por la
noche nos quedamos a charlar hasta muy tarde y nos comimos todo el chocolate
que llevábamos”, cuenta Lola. Tiene un cierto aire de excitación, como si se
hubiera escapado del colegio. De pronto, descubrimos un maletín que no
pertenece a ninguna de nosotras. “Es de la canaria”, explica Mari Carmen. “Lo ha
olvidado en el taxi y ya se ha marchado al aeropuerto”. “Tenemos que buscarla
para devolvérselo -les digo-. Pero, ¿cómo se llama?”. A pesar de haber hablado
toda la noche, ninguna conoce su nombre.
Mi avión
sale a la una. También Cristina ha venido a saludarme al hotel. Ellas salen más
tarde. Nos abrazamos sin intercambiar tan siquiera las direcciones.
Fuente: www.elplural.com
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