jueves, 26 de diciembre de 2013

LA OFICINA SEGÚN ‘THE NEW YORKER’

J. Losa
26 diciembre de  2013
Decía el escritor E. B. White que analizar el humor es como diseccionar una rana, a nadie le interesa demasiado y la rana muere. Afortunadamente, La oficina en The New Yorker (Libros del Asteroide) no pretende sentar cátedra sobre el particular sentido del humor de esta emblemática revista, símbolo de sofisticación y cosmopolitismo. Más bien al contrario, salvo el excelente prólogo a cargo del editor y periodista Jean-Loup Chiflet, el resto son centenares de viñetas repartidas en 190 páginas que dan muestra de ese humor tan característico, fino y mordaz, que ha hecho escuela desde 1925.
El horror del lunes por la mañana, la importancia de las apariencias, las reuniones que se eternizan, la adicción al trabajo… poco o nada escapa a la mirada siempre aguda de los viñetistas del New Yorker. Chanzas de trazo fino que primero te provocan la risa y, apenas un instante después, te la congelan sacando punta a las miserias del hombre moderno, poniendo sobre el tapete la alienación cotidiana, esa que transcurre entre moquetas, reuniones de trabajo y tipos grises encorbatados.
Hasta el punto de que este libro podría funcionar como una breve historia del capitalismo del último siglo. “El señor Dyer dice que no le interesa hablar con alguien que ha permanecido en espera tanto tiempo”, espeta una abnegada secretaria a su interlocutor teléfonico. “No, el jueves estoy fuera. ¿Qué tal nunca? ¿Le va bien nunca?”, contesta cínico un empleado a una petición de cita. La incongruencia y la exageración, germen de muchos de los chistes, no buscan aquí ridiculizar al otro, sino más bien hacernos reflexionar sin acritud sobre los movimientos de la sociedad.
Una historia cíclica que hace que muchas de estas viñetas mantengan plena vigencia. Es el caso, por ejemplo, del capítulo destinado a los despidos. El final ha llegado y hay que dirigirse a la prole para comunicar la mala noticia, es entonces cuando el director general se despacha con la siguiente indolente ocurrencia: “Somos la misma gran compañía de siempre; solo que hemos dejado de existir”. O como cuando el jefe del señor Pendleton decide recortar gastos en personal: “Pendleton, a partir del mediodía de hoy, ya no necesitaremos sus servicios. Hasta entonces siga trabajando igual de bien”. Lo dicho, a la orden del día.

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