Un punto de vista llega a dominar
la escena pública cuando los demás enmudecen. Ganan aquellos que tienen
“energía, entusiasmo, ganas de expresar y exhibir sus convicciones” y pierden
quienes callan
EDUARDO ESTRADA
Según los
sondeos y, sobre todo, según la percepción de quienes vivimos en Cataluña, el
independentismo gana adeptos día a día. No sé si esta percepción es la misma en
el resto de España. En todo caso, el Gobierno Rajoy, que sin duda está seriamente
preocupado por el asunto, no adopta políticas visibles para contrarrestar esta
acelerada inclinación de la opinión pública catalana hacia la secesión. Todo
parece indicar que su estrategia consiste en que sean las propias
contradicciones en el seno de la sociedad catalana quienes le solucionen el
problema. ¿Acierta o se equivoca? No es fácil responder taxativamente pero sí
cabe hacer algunas reflexiones para intentar contestarla.
Las razones
que esgrime el Gobierno de la Generalitat, y los partidos que le dan soporte,
para pretender la independencia, son conocidas pero no está de más dar un breve
repaso a las mismas. En el trasfondo de todo, encontramos las viejas ideas del
nacionalismo de siempre: la identidad colectiva de Cataluña —debida a sus hechos
diferenciales por razón de lengua, historia, cultura y derecho civil— la
configura como una nación y, de acuerdo con el principio de las nacionalidades
según el cual a toda nación le corresponde un Estado, Cataluña tiene derecho a
separarse de España para constituirse su propio Estado.
Podría
argüirse con poderosos argumentos que el actual Estado de las autonomías
protege perfectamente estos hechos diferenciales que distinguen a Cataluña. Por
un lado, la lengua catalana nunca ha tenido mayor desarrollo que en estos años
de democracia: no sólo es oficial sino que es ampliamente conocida y hablada.
Por otro, en ningún momento de la historia el territorio de Cataluña se ha
constituido como organización política independiente, sea cual fuere la época
de la que hablemos: a lo más disfrutaba de autonomía dentro de una entidad más
amplia. Por último, las competencias de la Generalitat en cultura y derecho
civil —esta última interpretada con la máxima amplitud— permiten decir que
ambas están más que garantizadas.
Pero los
nacionalistas, como ya hemos dicho, siempre aspiran a un Estado propio y
consideran a la autonomía como un mero peldaño para acceder a él. A fines de
los años 70, ya en época democrática, los militantes de CiU coreaban en las
manifestaciones a favor del Estatuto de autonomía el siguiente lema: “Avui
paciència, demà independència”. La paciencia —la etapa autonómica— debía
aprovecharse para edificar lo cimientos del mañana, de la independencia. Con
esta finalidad se crearon unas instituciones autonómicas lo más semejantes
posibles a un Estado e inmediatamente se aprovechó cualquier ocasión para
subrayar su insuficiencia e, implícitamente, reclamar la necesidad de un Estado
propio. Ahí empezó el proceso que ahora está llegando a su punto culminante.
El inmenso error de los socialistas fue proponer a
Esquerra reformar juntos el Estatuto de 1979
En la última
década este proceso se ha acelerado por varias razones. En primer lugar, por el
inmenso error de los socialistas catalanes al proponer a Esquerra Republicana
reformar conjuntamente el Estatuto de 1979. Con ERC se pueden pactar, por
ejemplo, políticas de vivienda, medio ambiente o servicios sociales, pero nunca
la reforma de un Estatuto en el que, como partido independentista, ni creen ni
creerán nunca si son consecuentes con su ideario, que lo son. Pues bien, esa
insensatez la llevó a cabo el partido dirigido por Maragall y por Montilla.
Ciertamente con ello consiguieron derrotar a CiU y acceder al Gobierno de la
Generalitat, presidencia incluida, pero desataron todas las furias: hicieron
subir a los nacionalistas varios peldaños de golpe, la paciencia se había
acabado y llegaba el momento de la independencia.
La reforma
estatutaria supuso no sólo la devaluación del anterior Estatuto sino también de
la propia Constitución ya que al aprobar un nuevo texto claramente
inconstitucional, tuvo que ser declarado nulo en muchas de sus preceptos
esenciales por el TC. Naturalmente, desde los sectores nacionalistas se
aprovechó la ocasión para decir que las aspiraciones de Cataluña no cabían en
esta Constitución manejada por un Tribunal partidista que dictaba sentencias
políticas. Junto a ello se orquestó una campaña basada en una manipulación de
las llamadas balanzas fiscales para intentar convencer a los catalanes que
estaban financieramente discriminados, llegándose a utilizar términos —“España
nos roba”, “expolio catalán”— que eran un puro insulto al resto de españoles.
Todo ello en medio de una gravísima crisis económica que fue aprovechada por
los nacionalistas para argumentar que la única salida viable era la
independencia.
En
definitiva, el clima político creado en Cataluña a lo largo de estos años ha
alcanzado sus fines: ampliar el número de partidarios de la independencia. Se
ha partido del lema “el Estatuto de 1979 ya no nos sirve” para llegar al
“España no nos sirve”, pasando por “en la Transición nos equivocamos al ceder
demasiado”, “la Constitución se hizo bajo presión del franquismo”, “el TC es un
órgano político y no jurisdiccional”, “con los impuestos que pagamos los
catalanes vive media España”, “la situación de la lengua catalana está peor que
nunca”, “España es un Estado centralista”. Esta pedagogía del odio ha hecho
mella en el ciudadano: escuela, medios de comunicación, instituciones de la sociedad
civil (entre ellas las distintas directivas del Barça), partidos políticos
(incluidos los no oficialmente nacionalistas) y hasta sondeos demoscópicos
manipulados, han contribuido a ello, todos a una. La hegemonía cultural ha
pasado del paciente catalanismo político autonomista al independentismo más
impaciente: “España está débil: ahora o nunca”.
Este es el
actual momento político catalán. Mírese por donde se mire, la salida ya no
puede ser buena: será mala o muy mala. A eso hemos llegado porque durante
varias décadas se ha producido lo que la socióloga alemana Elisabeth
Noelle-Neumann denominó, en un libro del mismo nombre, “la espiral del
silencio”.
Los individuos cambian de opinión cuando son
amenazados con el aislamiento y la exclusión
¿En qué consiste
tal fenómeno? Consiste en que un punto de vista llega a dominar la escena
pública cuando los demás —aunque en el punto de partida fueran mayoritarios—
enmudecen. En efecto, ganan aquellos que tienen “energía, entusiasmo, ganas de
expresar y exhibir sus convicciones” y pierden quienes callan. En la naturaleza
humana hay una inclinación a formar parte del bando vencedor, nadie quiere
quedar aislado. Ya lo observaba Tocqueville al referirse a la Revolución
Francesa: “Temiendo más la soledad que el error, [los contrarios a la
Revolución] declaraban compartir las opiniones de la mayoría”. Años después, el
sociólogo Tarde advertía que las personas tienen miedo al aislamiento de los
demás y desean ser respetados y queridos por ellos.
“Si lo dice
la mayoría… es que es verdad”: esta es la consecuencia de la espiral del
silencio. La mayoría, naturalmente, está compuesta por quienes hablan, no por
quienes callan. Y, como dice Noelle-Neumann, para que en una sociedad se
produzca el fenómeno de la espiral del silencio es preciso que previamente se
infunda miedo, que los individuos tengan la percepción de que si se desvían del
clima de opinión que se supone mayoritario están amenazados con el aislamiento
y la exclusión. Es en ese clima que los individuos cambian de opinión: no tras
un proceso en el que han sido convencidos mediante argumentos razonables sino
debido a la presión social que amenaza al díscolo con el aislamiento y la
expulsión.
En Cataluña,
durante más de treinta años, ha habido y hay miedo a la soledad y a la
exclusión. Miedo en las personas, en los grupos y en los partidos políticos.
Miedo en la sociedad. El nacionalismo ha dominado la escena y ha excluido,
cuidando de que no se notase, las voces críticas. Los callados, para
autojustificarse, se van pasando al independentismo que creen está a punto de
triunfar. Es la espiral del silencio. Frente a esta realidad, alguien con
autoridad, en Cataluña y en España, debería superar el miedo y empezar a
hablar.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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