Sobre Cataluña, el problema no es de
moderación o radicalismo, sino de naturaleza de las cosas y claridad de ideas.
Incluso cuando las ‘terceras vías’ son posibles, no hay razón para atribuirles
superioridad alguna
ENRIQUE FLORES
Que yo
recuerde, Juan de Mairena en sus clases de retórica no se ocupa de los
artículos intercambiables. Me refiero a esos textos que avanzan sin otro sostén
que un andamio de lugares comunes que, de tan repetidos, nos parecen
indisputables. Nunca se llega a decir nada, aunque todo suena muy convincente.
Permítanme recrear el género: “Hay que evitar cualquier extremismo. Lo que
tienen que hacer los que están a favor y en contra de X es buscar consensos,
dialogar, ceder en sus radicalismos. Los que no estamos ni con unos ni con
otros nos vemos tironeados por quienes vuelven la espalda a soluciones
democráticas y pactadas. La única propuesta realista y responsable pasa por
establecer puentes y ceder cada uno un poco, hasta llegar a acuerdos en donde
nos encontremos todos. La intransigencia no conduce más que al enfrentamiento y
a extremar posturas. La moderación y la prudencia han de regir cambios que
opten por soluciones imaginativas”.
Basta un
examen superficial para reparar en que la naturalidad del chisporroteo anterior
escamotea supuestos que están lejos de resultar obvios. Sin ir más lejos, el de
que siempre hay soluciones intermedias. Algo discutible. Si sustituyen X por
pena de muerte lo comprobarán. El problema no es de discrepancias o actitudes
políticas, de moderación o radicalismo, sino de naturaleza de las cosas y
claridad de ideas. Se puede estar más o menos cansado o gordo, pero no se puede
estar un poco embarazada o muerto. La distinción entre la calidad de las cosas
y la calidad de nuestras ideas sobre ellas no es una tontería. La próxima vez
que alguien le diga “piensa y aclárate, ¿me quieres o no?” recuerde que, con
toda la razón del mundo, le puede contestar: “tengo muy claro que mi
sentimiento es confuso”. Tener claro que una realidad es confusa no es lo mismo
que tener una idea confusa sobre la realidad.
La secesión
es uno de esos asuntos que no toleran el equilibrismo. Una frontera se levanta
o no. La ciudadanía, a diferencia de la estupidez, no admite grados. A partir
de determinado momento dejamos de compartir derechos y libertades con millones
de conciudadanos. Por voluntad de una parte, ya no integramos la misma
comunidad de decisión y de justicia. La voluntad y el oficio de los
nacionalistas nos ha situado en ese terreno y, a estas alturas, entregarse al
consolador conjuro de los buenos deseos comienza a ser algo peor que
deshonestidad intelectual. La disposición a ignorar las malas noticias, a creer
que lo que se quiere llegará a ser y que podemos jugar con situaciones
dramáticas sin instalarnos en el drama, es un ejercicio de adolescencia
política que no nos podemos permitir. La falta de limpieza mental, a fuerza de
hurtar o edulcorar los problemas, los ahonda.
Ejemplos de
esa inmadurez no faltan. El más evidente está en la trastienda de la esperada
pregunta, que han resultado ser dos y malas: ni claras ni distintas no
descartan resultados inconsistentes. En el trasfondo del despropósito no hay
más que el intento de satisfacer la imposible exigencia de ICV de “una pregunta
que permita contestar afirmativamente tanto a los independentistas como a los
federalistas”. En realidad, solo había una pregunta, condición de posibilidad
de cualquier otra, que permitiera salir de ese atolladero y que yo hubiera
ofrecido gratis si me hubieran consultado: “¿Debemos abolir el principio de contradicción?”.
Solo bajo el supuesto de que cabe apuntarse a una cosa y la contraria, tenía
sentido la reclamación de ICV.
Algunos
podrían creer que estas ocurrencias son herencias de los tratos de ICV con la
dialéctica hegeliana o —esto quizá sea mucho suponer— con las lógicas
paraconsistentes. Pudiera ser, aunque hay razones para pensar que la causa
última se encuentra en una atmósfera juvenilmente atolondrada común en la
política catalana, tan gestera y ampulosa. Al cabo, no es menor el desatino de
ciertos socialistas cuando defienden que en el PSC caben independentistas,
nacionalistas, confederalistas y federalistas, esto es, unos que quieren
discutir cómo vivir juntos y otros que quieren convertir en extranjeros a sus
conciudadanos.
Nadie que
piense limpio puede decir estas cosas. Un socialista, menos aún. El
independentismo busca reducir el perímetro de la ciudadanía. Los derechos y las
redistribuciones solo se contemplan para unos cuantos, los nuestros. Por
decisión de unos, otros no cuentan. De hecho, de estar justificado el derecho
de secesión (de la rica Cataluña respecto de España), la posibilidad de
levantar unilateralmente una frontera, habría que contemplar un equivalente
derecho de expulsión (de la pobre Extremadura de España).
Las cosas
son exactamente al revés. El acuerdo importante se sitúa al otro lado de la
pregunta de ICV o del fantasioso partido “oh, benvinguts, passeu passeu, ara ja
no falta ningú”. Federalistas y jacobinos, socialistas y conservadores, no
ponen en duda quiénes son sus conciudadanos. Quienes se toman en serio la
democracia comparten un compromiso con una comunidad de ciudadanos iguales en
derechos y libertades, donde la procedencia territorial es una simple
circunstancia geográfica y parcialmente cultural que jamás puede ser fuente de
privilegios ni fundamento de exigencias políticas. Sobre esa convicción
compartida, los ciudadanos levantan sus discrepancias razonables, la
posibilidad misma del debate democrático, de abordar los problemas —entre
ellos, una financiación más justa y más eficaz— sin otros avales que la
apelación a lo justo y debido.
Formar parte
de la misma comunidad política implica que unos a otros nos otorgamos la
elemental dignidad de debernos razones. Tenemos la obligación de explicar
nuestras propuestas y el derecho a esperar explicaciones de los demás. Con los
extranjeros eso no sucede. El que quiere levantar una frontera excluye a sus
conciudadanos de su comunidad de justicia y de decisión, no los considera
dignos de recibir razones. Por eso, la discrepancia política fundamental se
establece entre quienes quieren la ruptura de la comunidad civil y quienes no,
entre quienes defienden la secesión y quienes nos reconocemos conciudadanos.
Una vez trazada esa línea, comienza la pasión de la democracia, entre gentes
que aspiran a entenderse y a resolver sus discrepancias.
Pero hay
otro problema en la retórica de las “soluciones intermedias”. Y es que, incluso
cuando son posibles, no hay razón para atribuirles superioridad alguna. Algunos
defensores de la tercera vía no tienen más argumentos que la vacua cháchara con
la que comenzaba este artículo, ese “ni unos ni otros”. Tampoco ahora hay que
confundir el sesgo cognitivo en favor del “camino de en medio”, la fascinación
de la equidistancia, del que tanto provecho obtienen encuestadores y defensores
de la superstición del “centro político”, con las buenas razones. El único
atractivo de la tercera vía es su indeterminación. El alivio de la vaguedad
ante los malos diagnósticos. Para confirmar la eficacia balsámica de los buenos
deseos basta con ver la alegría con la que desde el PSOE se defienden dos
propuestas incompatibles, el federalismo y el trato diferencial para “las
comunidades históricas”. Todos están de acuerdo aunque no se sabe en qué y
mejor no entrar en detalle, no sea qué. El problema de las soluciones
intermedias es su inexorable imprecisión, su contenido mudadizo, subordinado a
unos extremos que perfilan otros. Si mañana se interviniera la autonomía
catalana, como hicieron Eisenhower, Kennedy o Johnson en diversos Estados de la
Unión o Blair en el Ulster, el camino de en medio sería otro bien distinto.
La tercera
vía no es nueva. Llevamos la vida entera en ella. La situación actual es la
tercera vía respecto a otra previa que era la tercera vía de otra que también
se presentaba como solución. En ese guion falaz ha instalado el nacionalismo su
identidad y su estrategia: crear problemas para los que se presentan como
solución y vuelta a empezar. Un somero paseo por Google confirma que, ya en los
días en que se gestaba el Estatut, quienes ahora reescriben la historia y
presentan los “recortes” del Constitucional como el origen de su
independentismo, nos anticipaban que, fuera cual fuera el resultado, no
bastaría para satisfacerlos, que el Estatut era solo estación de paso. La vida
entera en la tercera vía y estamos peor que nunca. La política como promedio
es, casi siempre, la política mediocre.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de
Barcelona.
Fuente. www.elpais.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario