26 de diciembre 2013
Vicenç Navarro
Catedrático de Ciencias Políticas y
Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra
El
movimiento antirracista ha señalado y denunciado el continuo insulto que se
reproduce en el lenguaje cotidiano utilizado por la población hacia ciertas
razas y grupos étnicos minoritarios. El término “negritos” para definir a
personas de raza negra es un ejemplo de ello. Bajo este término se intenta
ridiculizar a un colectivo, presentándolo como inmaduro e infantil. Un tanto
semejante ocurre con los términos utilizados en nuestras sociedades, dominadas
por los hombres, para referirse a las mujeres de forma estereotipada, tal como
han documentado autoras de sensibilidad feminista. Las denuncias de las
prácticas racistas y machistas que aparecen en el lenguaje han concienciado a
la sociedad de la necesidad de que se eviten las palabras ofensivas a esos
colectivos sociales, sujetos de abundante discriminación.
Ahora
bien, hay una enorme discriminación –promovida por las élites políticas,
mediáticas y culturales del país- contra un grupo social que es incluso
mayoritario en nuestros países –la clase trabajadora–, que constantemente
aparece definida en el lenguaje mediático como clase baja, lo que apenas
ha despertado protesta.
Incluso
una periodista tan sensible al lenguaje “políticamente correcto” (en cuanto a
raza y género) como Soledad Gallego-Díaz, columnista de El País,
continúa utilizando el término clase baja para definir lo que es clase
trabajadora. En su artículo en la nueva revista económica, Alternativas
Económicas, esta autora divide a los españoles en españoles de clase alta,
de clase media y de clase baja (“Frenazo al ascensor social”, 12.12.13, nº 9).
Su tesis es que el ciudadano medio español (que resulta ser –según ella- una
mujer de unos 43 años) está descubriendo que está pasando “de la clase media a
la clase baja”. Los datos que utiliza proceden en su mayoría de los estudios
del analista, también de El País, José Juan Toharia, que ha presentado
datos de la evolución de las clases sociales en España, dividiéndolas en clase
alta, clase media-alta, clase media-baja y clase baja. Supongo que pronto van a
añadir otra categoría, que van a llamar clase baja-baja o clase bajísima. Esta
narrativa aparece también en círculos políticos e intelectuales de izquierdas.
Uno de los intelectuales de izquierda más conocidos en España hacía referencia
a las clases populares catalanas, compuestas de clases medias y bajas (le tengo
demasiada estima para citar su nombre).
España
(incluyendo Catalunya) no es un país de castas
Esta
transformación de la estructura de clases, definiéndola de esta manera,
transforma España en un país de castas, como ocurre en ciertos Estados de la
India. Y así queda redefinida la clase trabajadora como clase media-baja, clase
baja y, pronto, clase bajísima.
Yo
no sé como usted, lector o lectora de este artículo, le respondería a un
encuestador que le parara por la calle y le preguntara: ¿Es usted de clase
baja? Yo tengo que admitirle que probablemente le miraría a la cara y le
contestaría “Y su madre también”. No creo que a nadie le agrade ser definido
como clase baja y, por lo tanto, se debería protestar porque dicho
término se utilice constantemente. Cuando se utilizan tales términos, ¿no se
dan cuenta de que están insultando a la clase trabajadora?
Pero
es que, además de ofensiva, esta categorización no es científica y no permite
analizar las causas del deterioro de las personas estudiadas (para expansión
del tema de este artículo ver mi artículo “Ni Estados Unidos ni España son
‘países de clases medias’”). Analizar a las personas por el nivel de renta y/o
estatus es dramáticamente insuficiente, cuando no erróneo. Tiene mucho más
valor definir a María –la supuesta ciudadana promedio española– como una
trabajadora de servicios, ayudante de enfermería en un hospital concertado, que
está viendo cómo su salario y seguridad laboral se deterioran, que definirla
como una persona de clase media yendo a la baja. Definir a la persona por su
relación con el mercado de trabajo (por el trabajo que realiza) tiene mucho más
valor explicativo analítico que definirla por su nivel de renta o estatus.
De
ahí que, dentro de la cultura popular, depositaria de gran conocimiento y
realismo, cuando una persona quiere conocer a otra, no le pregunta si pertenece
a la clase alta, media o baja. Se le pregunta de qué trabaja, y cuando se lo
dice, usted ya sabe mucho sobre aquella persona. Si le dicen que es una
ayudante de enfermería, ya puede saber aproximadamente cuánto dinero gana,
donde vive, en qué tipo de vivienda, qué coche utiliza, a qué escuela envía a
sus hijos, y un largo etcétera. Si usted conoce lo que la persona hace, puede
ya imaginarse lo que la persona tiene. Pero no al revés. El nivel de renta de
una persona no dice nada o muy poco del origen de tal renta.
En definitiva, la clase trabajadora, que es la que
construye este país diariamente, está constantemente discriminada, ofendiendo
su dignidad, refiriéndose a ella como clase media, baja o pronto, bajísima. Por
favor, ¡no la insulten! Una última observación. Ruego al lector que cuando lea
algún artículo utilizando este término para definir a la clase trabajadora,
haga algo. Le sugeriría que, al menos, envíe al autor o autora copia de este
artículo, aconsejando que lo lea.
Fuente: www.publico.es
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