La nueva Carta Magna refuerza el papel de
la religión y las Fuerzas Armadas. Y su publicación coincide con una ley que
restringe el derecho de reunión. El país es hoy más militar y más islamista que
hace tres años
EVA VÁZQUEZ
Egipto es un
don del Nilo a los egipcios, y un don de los egipcios a la humanidad”. Con esta
frase se abre la nueva Constitución egipcia, que será sometida a referéndum en
las próximas semanas. No es broma, los medios de comunicación y las élites
egipcias se han tomado el asunto muy en serio: ponerse de acuerdo en qué es
Egipto se había convertido en un escollo para la comisión de 50 expertos que,
sin que apenas hayan trascendido sus debates, ha elaborado el borrador
constitucional.
Si el
preámbulo de la Constitución se entrega sin rubor a la retórica nacionalista,
lo preocupante es que el articulado no ataja las disfunciones del Estado
egipcio. Al contrario: perpetúa el viejo desequilibrio de poderes. Si la
Constitución de 2012, “la islamista”, que la llamaban sus detractores y que Al
Sisi suspendió el 3 de julio, en nada respondía a las demandas de la Revolución
de Tahrir, esta nueva versión aún lo hace menos. Entonces se habló de “traición
a los ideales de la revolución”. Hoy Mubarak, excarcelado, ha declarado al
diario egipcio Al Youm al Sabee (7/12/2013) que “en conjunto, la
Constitución es magnífica”, y que él acudiría a votarla si su salud se lo
permitiera.
El papel de
la religión y de las Fuerzas Armadas fue lo que suscitó mayor polémica en la
Constitución de 2012. Ambas instancias han salido reforzadas en el nuevo texto.
En esto puede decirse que está en consonancia con lo que sucede en la calle:
Egipto es hoy más militar y más islamista que hace tres años, cuando se alzó y
echó a Mubarak. La polarización social y política ha sido la baza que han
jugado las fuerzas contrarrevolucionarias, que aglutinan al Ejército, la
policía, los grandes empresarios, la judicatura, los medios de comunicación y
la mayor parte de la intelectualidad. En su visión en blanco y negro, llegan a
dibujar dos pueblos: “Nosotros somos un pueblo y vosotros otro”, corean
últimamente los manifestantes pro Al Sisi cuando se enfrentan a los defensores
de Morsi.
Al declarar
terroristas a los Hermanos Musulmanes, el Gobierno sentencia a muerte la
democracia
La ecuación
constitucional se ha resuelto a base de retruécanos sobre la religión y más
poder para los militares. A propósito de la religión, el artículo 2 permanece
inalterado: establece que el islam es la religión del Estado y que “los
principios de la sharía islámica son la fuente principal de la
legislación”. La sharía, como se sabe, no es un corpus homogéneo,
es una utopía doctrinal que se relee y construye en el tiempo. Los islamistas
introdujeron en la Constitución de 2012 un artículo que especificaba cómo
debían establecerse los principios de la sharía (artículo 219), y le
otorgaron a Al Azhar un papel consultivo (artículo 4). Que en la actual versión
hayan desaparecido estas menciones se presenta como un triunfo antiislamista y
democrático, sin tener en consideración que la historia de los últimos 40 años
cuenta con demasiados casos de cómo la indefinición legal de la sharía
abre la vía a un sistema jurídico paralelo, en el que todo cabe so pretexto de
ser sharía. Tampoco es alentador, en términos de creación de una
sociedad auténticamente civil, el mantenimiento de la libertad de la práctica
religiosa solo para “los seguidores de las religiones reveladas” (artículo 64),
esto es, para musulmanes, cristianos y judíos, y que el código religioso sea el
que rija sus respectivos estatutos personales (artículo 3). Por poner un
ejemplo, los no creyentes, o las parejas mixtas, seguirán sin poder contraer
matrimonio civil.
Pero es en
el cruce entre política y religión donde se halla la principal novedad
constitucional, pues se prohíben los partidos políticos de base religiosa o
“que tengan una naturaleza militar o cuasi militar” (artículo 74). El objetivo
es evidente: impedir la organización política de los Hermanos Musulmanes. Esta
disposición no solo deja fuera de la legalidad a la mayor fuerza política del
país, sino que condiciona el futuro de los salafistas, que se han convertido en
los islamistas del sistema. El principal partido salafista, Al Nour, apoyó el
golpe de Estado y ha participado en los debates constitucionales. Su portavoz,
Nader Bakkar, ha elogiado la “moderación” de la nueva Constitución y ha
anunciado que su partido la apoyará en el referéndum. Sin duda en los meses
próximos asistiremos a otra reformulación del camaleónico salafismo, que ya
supo convivir con el régimen de Mubarak.
En cuanto a
las Fuerzas Armadas, era de esperar que sus intereses salieran fortalecidos. El
presupuesto del Ejército, que se desconoce, seguirá gozando de la opacidad que
le garantiza depender en exclusiva del Consejo Nacional de la Defensa (artículo
203); se garantiza con ello la continuidad del Estado profundo administrado por
los militares, que se calcula asciende al 35% del PIB. Además, el artículo 234
establece que durante un periodo equivalente a dos mandatos presidenciales
completos, es decir, ocho años, el nombramiento del ministro de Defensa
precisará de la aprobación del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CSFA).
Siendo los dos puntos anteriores preocupantes, más grave es el mantenimiento de
los aberrantes juicios militares a civiles, cuya gama de delitos se ha ampliado
(artículo 204). Al ritmo actual de represión no serán precisos ocho años ni más
disposiciones transitorias para acallar toda disidencia y que el CSFA sojuzgue
el país a placer.
Los intelectuales no
han tenido empacho en sumarse a la peligrosa ‘sisimanía’
La
publicación del texto constitucional, tan esperada y ruidosa, ha coincidido con
la promulgación de una nueva ley de manifestaciones que prohíbe toda reunión de
más de 10 personas sin permiso del Ministerio del Interior. Esto incluye los
mítines electorales, las asambleas de trabajadores “que entorpezcan la producción”
y las reuniones no rituales en los lugares de culto. Como han destacado las
asociaciones de derechos humanos, con una ley así la Revolución de Tahrir nunca
habría tenido lugar. Y eso es justo lo que se persigue: acabar con la
revolución. Desde primeros de diciembre la policía entra legalmente en las
universidades, feudo de los Hermanos Musulmanes y escenario de continuas
manifestaciones. Mohamed Reza, estudiante de Ingeniería de la Universidad de El
Cairo, ha sido la primera víctima mortal de esta ley; el número de detenidos se
desconoce. Pero lo más llamativo es la represión de las filas revolucionarias
no islamistas. La detención de Alaa Abdel Fatah, quizá el rostro más conocido
de la Revolución de Tahrir, y de Ahmed Maher, cofundador del Movimiento 6 de
abril, ha dejado claro que el régimen está dispuesto a todo. En los muros de la
prisión de alta seguridad de Tora, donde está confinado Maher, ha vuelto a
leerse la pintada que los adornó antes de la presidencia de Morsi: “¡Abajo el
régimen militar!”.
Por si fuera
poco, la represión va acompañada de una peligrosa sisimanía. Los intelectuales
no han tenido empacho en sumarse a ella. Una leyenda de la literatura egipcia
como Sonallah Ibrahim, que en su día pagó con la cárcel su independencia, ha sucumbido.
También autores actuales han cerrado filas con el nuevo caudillo. Así respondía
el novelista Alaa al Aswani a la pregunta sobre una hipotética candidatura de
Al Sisi a la presidencia, cosa que se comenta desde el golpe: “Al Sisi es un
héroe nacional que ha salvado a Egipto de la barbarie de los hermanos” (Al
Watan, 30/11/2013). El héroe nacional, recordémoslo, es el hombre de los
test de virginidad a las manifestantes detenidas; de los 1.500 muertos de la
plaza de Rabaa Al-Adawiya, la peor matanza de civiles de la historia moderna de
Egipto; y de la persecución de los 300.000 refugiados sirios, un asunto del que
se habla muy poco.
La nueva
Constitución, tan semejante a sus predecesoras, no podrá hacer frente al cambio
social que ha vivido Egipto. Ha nacido apoyándose en la represión y no augura
su fin. La declaración, por parte del Gobierno golpista, de los Hermanos
Musulmanes como organización terrorista es una sentencia a muerte para la
democracia. Lo lógico sería que Egipto se siga considerando revolucionario y le
aplique a Al Sisi el correctivo que le aplicó a Morsi por menos.
Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e
Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
Fuente: www.elpais.com
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