La libertad tiene sus riesgos y quien cree
en ella debe estar dispuesto a correrlos. Así lo ha entendido el Gobierno de
José Mujica al legalizar la marihuana y el matrimonio gay. Y hay que aplaudirlo
FERNANDO
VICENTE
Ha hecho bien The Economist en declarar a Uruguay el país
del año y en calificar de admirables las dos reformas liberales más radicales
tomadas en 2013 por el Gobierno del presidente José Mujica: el matrimonio gay y
la legalización y regulación de la producción, la venta y el consumo de la
marihuana.
Es extraordinario que ambas medidas, inspiradas en la cultura de la
libertad, hayan sido adoptadas por el Gobierno de un movimiento que en su
origen no creía en la democracia sino en la revolución marxista leninista y el
modelo cubano de autoritarismo vertical y de partido único. Desde que subió al
poder, el presidente José Mujica, que en su juventud fue guerrillero tupamaro,
asaltó bancos y pasó muchos años en la cárcel, donde fue torturado durante la
dictadura militar, ha respetado escrupulosamente las instituciones democráticas
—la libertad de prensa, la independencia de poderes, la coexistencia de
partidos políticos y las elecciones libres— así como la economía de mercado, la
propiedad privada y alentado la inversión extranjera. Esta política del anciano
y simpático estadista que habla con una sinceridad insólita en un gobernante,
aunque ello le signifique meter la pata de cuando en cuando, vive muy
modestamente en su pequeña chacra de las afueras de Montevideo y viaja siempre
en segunda clase en sus viajes oficiales, ha dado a Uruguay una imagen de país
estable, moderno, libre y seguro, lo que le ha permitido crecer económicamente
y avanzar en la justicia social al mismo tiempo que extendía los beneficios de
la libertad en todos los campos, venciendo las presiones de una minoría
recalcitrante de la alianza.
Hay que recordar que Uruguay, a diferencia de la mayor parte de los países
latinoamericanos, tiene una antigua y sólida tradición democrática, al extremo
de que, cuando yo era niño, se llamaba al país oriental “la Suiza de América”
por la fuerza de su sociedad civil, el arraigo de la legalidad y unas Fuerzas
Armadas respetuosas de los gobiernos constitucionales. Además, sobre todo
después de las reformas del batllismo, que reforzaron el
laicismo y desarrollaron una poderosa clase media, la sociedad uruguaya tenía
una educación de primer nivel, una muy rica vida cultural y un civismo
equilibrado y armonioso que era la envidia de todo el continente.
Yo recuerdo la impresión que significó para mí conocer Uruguay hacia
mediados de los años sesenta. No parecía uno de los nuestros ese país donde las
diferencias económicas y sociales eran mucho menos descarnadas y extremas que
en el resto de América Latina y en el que la calidad de la prensa escrita y
radial, sus teatros, sus librerías, el alto nivel del debate político, su vida
universitaria, sus artistas y escritores —sobre todo, el puñado de críticos y
la influencia que ejercían en los gustos del gran público— y la irrestricta
libertad que se respiraba por doquier lo acercaban mucho más a los más
avanzados países europeos que a sus vecinos. Allí descubrí el semanario Marcha, una
de las mejores revistas que he conocido, y que se convirtió para mí desde
entonces en una lectura obligatoria para estar al tanto de lo que ocurría en
toda América Latina.
Esta política del anciano estadista ha dado a Uruguay
una imagen de país estable, moderno, libre y seguro
Sin embargo, ya en aquel tiempo había comenzado a deteriorarse esa sociedad
que daba al forastero la impresión de estar alejándose cada vez más del tercer
mundo y acercándose cada vez más al primero. Porque, pese a todo lo bueno que
allí ocurría, muchos jóvenes, y algunos no tan jóvenes, sucumbían a la
fascinación de la utopía revolucionaria e iniciaban, según el modelo cubano,
las acciones violentas que destruirían aquella “democracia burguesa” para
reemplazarla no por el paraíso socialista sino por una dictadura militar de
derecha que llenó las cárceles de presos políticos, practicó la tortura y obligó
a exiliarse a muchos miles de uruguayos. El drenaje de talento y de sus mejores
profesionales, artistas e intelectuales que padeció el Uruguay en aquellos años
fue proporcionalmente uno de los más críticos que haya vivido en la historia un
país latinoamericano. Sin embargo, la tradición democrática y la cultura de la
legalidad y la libertad no se eclipsaron del todo en aquellos años de terror y,
al caer la dictadura y restablecerse la vida democrática, florecerían de nuevo
con más vigor y, se diría, con una experiencia acumulada que sin duda ha
educado tanto a la derecha como a la izquierda, vacunándolas contra las
ilusiones violentistas del pasado.
De otro modo no hubiera sido posible que la izquierda radical, que con el
Frente Amplio y los tupamaros llegara al poder, diera muestras, desde el primer
momento, de un pragmatismo y espíritu realista que ha permitido la convivencia
en la diversidad y profundizado la democracia uruguaya en lugar de pervertirla.
Ese perfil democrático y liberal explica la valentía con que el Gobierno del
presidente José Mujica ha autorizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo
y convertido a Uruguay en el primer país del mundo en cambiar radicalmente su
política frente al problema de la droga, crucial en todas partes, pero de una
agudeza especial en América Latina. Ambas son reformas muy profundas y de largo
alcance que, en palabras de The Economist, “pueden beneficiar
al mundo entero”.
El matrimonio entre personas del mismo sexo, ya autorizado en varios países
del mundo, tiende a combatir un prejuicio estúpido y a reparar una injusticia
por la que millones de personas han padecido (y siguen padeciendo en la
actualidad) arbitrariedades y discriminación sistemática, desde la hoguera
inquisitorial hasta la cárcel, el acoso, marginación social y atropellos de
todo orden. Inspirada en la absurda creencia de que hay solo una identidad
sexual “normal” —la heterosexual— y que quien se aparta de ella es un enfermo o
un delincuente, homosexuales y lesbianas se enfrentan todavía a prohibiciones,
abusos e intolerancias que les impiden tener una vida libre y abierta, aunque,
felizmente, en este campo, por lo menos en Occidente, se han ido desmoronando
los prejuicios y tabúes homofóbicos y reemplazándolos la convicción racional de
que la opción sexual debe ser tan libre y diversa como la religiosa o la
política, y que las parejas homosexuales son tan “normales” como las
heterosexuales. (En un acto de pura barbarie, el Parlamento de Uganda acaba de
aprobar una ley estableciendo la cadena perpetua para todos los homosexuales).
La represión no ha funcionado, y el narcotráfico es
hoy el factor principal de la corrupción en América Latina
Respecto a las drogas prevalece todavía en el mundo la idea de que la
represión es la mejor manera de enfrentar el problema, pese a que la
experiencia ha demostrado hasta el cansancio que no obstante la enormidad de
recursos y esfuerzos que se han invertido en reprimirlas, su fabricación y
consumo siguen aumentando por doquier, engordando a las mafias y la criminalidad
asociada al narcotráfico. Este es en nuestros días el principal factor de la
corrupción que amenaza a las nuevas y a las antiguas democracias y va cubriendo
las ciudades de América Latina de pistoleros y cadáveres.
¿Será exitoso el audaz experimento uruguayo de legalizar la producción y el
consumo de la marihuana? Lo sería mucho más, sin ninguna duda, si la medida no
quedara confinada en un solo país (y no fuera tan estatista) sino comprendiera
un acuerdo internacional del que participaran tanto los países productores como
consumidores. Pero, aun así, la medida va a golpear a los traficantes y por lo
tanto a la delincuencia derivada del consumo ilegal y demostrará a la larga que
la legalización no aumenta notoriamente el consumo sino en un primer momento,
aunque luego, desaparecido el tabú que suele prestigiar a la droga ante los
jóvenes, tienda a reducirlo. Lo importante es que la legalización vaya
acompañada de campañas educativas —como las que combaten el tabaco o explican
los efectos dañinos del alcohol— y de rehabilitación, de modo que quienes fuman
marihuana lo hagan con perfecta conciencia de lo que hacen, al igual que ocurre
hoy día con quienes fuman tabaco o beben alcohol.
La libertad tiene sus riesgos y quienes creen en ella deben estar dispuestos
a correrlos en todos los dominios, no sólo en el cultural, el religioso y el
político. Así lo ha entendido el Gobierno uruguayo y hay que aplaudirlo por
ello. Ojalá otros aprendan la lección y sigan su ejemplo.
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EL PAÍS, SL, 2013.
© Mario Vargas Llosa,
2013.
Fuente: www.elpais.com
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