27
de diciembre de 2013
Luis
Matías López
Desde que leí Crímenes, de
Ferdinad von Schirach, creía saber qué país tiene los mejores fiscales del
mundo. “A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos o Inglaterra”,
asegura este escritor reciente y curtido abogado criminalista, “en Alemania la
fiscalía no es una de las partes en liza, sino que obra con neutralidad. Es
objetiva, investiga también las circunstancias eximentes, y por eso nunca gana
ni pierde: la fiscalía no tiene más pasiones que la ley. Sirve exclusivamente al
derecho y la justicia. Al menos en teoría”. Sin embargo, en los últimos meses
he cambiado de opinión. Ahora estoy convencido de que los mejores fiscales, los
más imparciales, los más obsesionados por que se haga justicia, los que, sin
dejarse presionar por ningún poder fáctico o institucional, entienden que su
función esencial no es la acusatoria, no son los germanos, sino los españoles.
Pero somos tan papanatas, despreciamos de tal manera lo propio para glorificar
lo foráneo, que no dejamos de quejarnos y de poner como un trapo a esos
adalides de la justicia ciega, imparcial y compasiva.
A las pruebas me
remito. En los últimos meses, los fiscales españoles han sabido resistirse a la
presión mediática y a las apresuradas decisiones de algunos jueces, para evitar
que se ponga en la picota a presuntos inocentes injustamente imputados en
procesos de gran repercusión pública. Haciendo caso omiso a las malévolas
insinuaciones de que obedecen interesadas instrucciones superiores que pueden
llegar hasta la cima de las más altas instituciones del Estado, los
representantes del ministerio público han demostrado de forma fehaciente que
son también capaces de actuar para defender la presunción de inocencia de
cualquier persona, sin distinción de clase o posición, incluso –prueba suprema-
de las de clase y posición más alta. Y, cuando ha hecho falta, han llegado
hasta la querella por prevaricación contra algún juez que, en su severidad, se
ha pasado de la raya.
Los fiscales españoles
están demostrando que son capaces de resistirse a la peor de las tentaciones:
la de hacerse populares poniendo en la picota a relevantes personajes públicos.
Nada más fácil, por ejemplo, que ganarse a golpe de demagogia las portadas de
los periódicos y los telediarios acusando a una infanta, ignorante por completo
mientras no se demuestre lo contrario de los presuntos o supuestos manejos
ilegales de su marido, por mucho que eventualmente pudiera haberse lucrado con
ellos (o no). Porque sería un escándalo que clama al cielo que se pudiese imputar
a alguien simplemente “por lo que es” y no por lo que ha hecho.
También les sería
fácil ganarse el aplauso de la opinión pública y de miles y miles de pequeños
ahorradores arruinados si batallasen por mantener en el trullo a un banquero
que, a cambio de una modesta remuneración, y siempre en busca de salvaguardar
el bien público, probablemente no hizo otra cosa que cumplir con su deber, y al
que se intenta culpar sin suficiente base jurídica de una quiebra financiera
sin precedentes. Ceder a esa tentación, a ese indigno clamor del populacho,
habría sido una burla de la justicia.
Otro tanto ocurre en
el caso de la imputación de la esposa del presidente de una comunidad autónoma
por presuntos delitos de blanqueo de capitales y contra la Hacienda Pública en
la compra de un ático de lujo en la costa malagueña, como si, además de otras
consideraciones, contribuir a la reactivación del mercado inmobiliario no fuese
una prioridad, incluso un deber patriótico, para facilitar que el país salga de
esta espantosa crisis. Al menos su marido se ha librado de esa aberración,
justamente salvaguardado por su condición de aforado que protege, como debe
ser, a los servidores de la cosa pública.
Por fin, y acabo con
los ejemplos, me declaro conmovido por el hecho de que haya fiscales que -en
casos ya juzgados, sin posibilidad de recurso y con sentencias condenatorias-
insten a la clemencia, elemento esencial de toda justicia que se precie, según
el principio de que hay que odiar el delito y compadecer al delincuente. Es éste
el criterio que la fiscalía anticorrupción ha aplicado a la hora de solicitar
que el ex presidente de otra comunidad autónoma también del PP, reo de un
delito de tráfico de influencias, no ingrese en prisión hasta que el Gobierno
de don Mariano Rajoy no se pronuncie sobre su solicitud de indulto. Es ésta,
por cierto, una medida de gracia que, pese algunos pequeños y lucrativos
pecadillos que le han llevado a su actual calvario ante los tribunales, espero
que se le otorgue a ese abnegado político dedicado durante décadas y décadas al
servicio del bienestar público. Y no solo por ese motivo, sino también porque
impedir que el susodicho prócer celebre con su familia estas entrañables fechas
navideñas sería una crueldad intolerable y afectaría a una célula básica de la
sociedad, la familia, que cualquier español decente, con independencia de su
ideología o credo, debería defender a ultranza.
No hay que engañarse:
la mejor prueba del buen funcionamiento de la justicia, de que los fiscales
buscan la verdad a toda costa y de que son conscientes del valor de la
compasión como elemento vital en el ejercicio de su función, es que defiendan
con tanto empeño los derechos de la hija del rey, de un banquero del PP, de un
ex jerifalte del mismo partido o de la mujer de otro barón del mismo partido,
aunque éste sea el partido del Gobierno que nombra al mismísimo fiscal general.
Y no solo porque también esos ciudadanos tienen derecho a ser considerados
inocentes hasta que no se demuestre lo contrario, sino porque, en buena lógica,
si se hace justicia o se muestra comprensión (y llegado el caso, clemencia)
hacia el poderoso, por presuntos o supuestos delitos que su propia condición
agrava, ¿cómo no pensar que se hará al menos otro tanto cuando los atrapados en
la red de la justicia pertenecen a clases más desfavorecidas y con menos
posibilidades económicas para salvaguardar sus intereses ante los tribunales?
Creer otra cosa sería un ejercicio de mala fe que, si no punible desde un punto
de vista legal, sí que sería moralmente condenable, y no seré yo quien se
atreva a incurrir en tamaño despropósito.
Así, cuando nos veamos
en líos con la justicia, digamos que por robar comida en un supermercado porque
nuestros hijos no tengan nada que llevarse a la boca, por lanzar huevos a un
político o, dentro de poco, por colaborar en el aborto practicado a una mujer
embarazada de un feto con graves malformaciones, podremos confiar en disfrutar
de las mismas máximas garantías que esos personajes públicos. No solo podremos
disponer de la mejor defensa posible (aun con un abogado de oficio), sino que
también tendremos la garantía de que el fiscal –que equivocadamente pensábamos
que sería nuestro peor enemigo en un juicio- se convertirá a la hora de la
verdad en nuestro mejor aliado, de forma que solo terminaremos entre rejas o
con una multa que nos deje temblando si nos lo merecemos porque somos lo peor
de lo peor. Y que aún así, la consideración de nuestras circunstancias
personales, jugará a nuestro favor a la hora de la sentencia o de obtener un
indulto.
Por eso estoy
indignado por tanta demagogia como circula estos días por los medios de
comunicación. Por eso creo que los tan denigrados fiscales españoles rozan el
heroísmo, aunque ellos, en su modestia, insistan en que no hacen más que
cumplir con su deber. Y por eso he llegado a la conclusión de que los mejores
fiscales del mundo son los españoles. Incluso mejor que los alemanes. Con
permiso de Ferdinand von Schirach.
Fuente: www.publico.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario