Más de 300 cartas inéditas, depositadas en
el legado de Hernández adquirido por Jaén, ahondan en la gran amistad que unió
al poeta con su maestro Aleixandre
Sobre de una carta enviada por
Vicente Aleixandre a Miguel Hernández.
Miguelito Hernández y Vicentazo Aleixandre, con esa
confianza se trataban, vivieron destinos muy dispares. El primero murió en la
cárcel, dejado de la mano de Dios y del régimen. El segundo se recluyó en un
exilio interior, con sede en esa meca poética madrileña que fue el chalet de la
calle Velintonia 3 —hoy, vergonzosamente en ruinas— y acabó ganando el premio
Nobel de Literatura. Pero ambos se cruzaron antes, mucho antes, y desarrollaron
una amistad honda, entregada, en la que los dos poetas se reconocieron en el
afecto más íntimo.
Las cartas
que exaltan aquella relación habían permanecido ocultas hasta que la
semana pasada se anunció el destino final del legado Hernández,
después de que el Ayuntamiento de Elche rescindiera el pacto con los herederos
del escritor por desacuerdos políticos y económicos. De entre los 5.600
objetos, documentos y manuscritos que quedarán finalmente en manos de la
Diputación de Jaén tras pagar tres millones de euros, destacan 309 misivas
inéditas entre Aleixandre, Hernández y Josefina Manresa, la viuda de este último.
Un conjunto crucial para analizar la influencia mutua entre ambos poetas.
Sobre de una carta enviada por
Vicente Aleixandre a Miguel Hernández.
La unión se
despliega en múltiples facetas. De mentor a pupilo o de hermano mayor
preocupado por la suerte del pequeño, comprometido con las armas y las letras,
la relación no dejó nunca de crecer. Aleixandre siempre supo ser un faro para
el joven, un vigía preocupado por la envidia que comenzaba a cercar la estela
de aquel diamante en bruto, llegado del campo, autodidacta, pero deslumbrante
en la verdad y la transparencia nada afectada que desprendían sus versos. Pero
sobre todo hubo entre ellos afecto, cariño, intimidad y apoyo a la familia tras
la muerte de Hernández. Todo ello se desprende de estos textos analizados a
fondo por Jesucristo Riquelme, doctor en Literatura, catedrático y experto en
el poeta alicantino, que los ha estudiado durante el pasado verano.
Carta remitida por Aleixandre a
Miguel Hernández en julio de 1936.
“Son un
auténtico tesoro humano y literario. En las de Aleixandre se respira reflexión
sobre la vida o situaciones existenciales e ideas sobre el arte y la poesía.
Desprenden un hondo calado”, afirma Riquelme. En ellas podemos hallar
confesiones muy emocionantes, como la que le hace el Nobel al joven poeta: “Qué
curioso que siendo tan distintos en cosas diferentes probablemente accesorias
yo sienta contigo como con nadie la inspiración profunda de la verdad del
pecho. De tal modo que si me preguntaran: ‘Entre todos tus amigos ¿quién es tu
hermano?’, yo contestaría: ‘Miguel’. Y tú sabes cuáles son mis amigos”, le
escribe el uno de septiembre de 1936.
Además de
confesiones como esta, en absoluto vacía, por las misivas desfilan varios
compañeros de generación, Neruda, que mantuvo relación con ambos y otros
personajes y escenarios de aquella España sangrante de la guerra. Pero también
hay lugar para los consejos y las confesiones amorosas, para las
recomendaciones y los análisis poéticos o la crítica directa a algunos colegas.
“¡Qué J. R. de pandereta!”, se puede leer en uno de los intercambios en clara y
un tanto irrespetuosa alusión a Juan Ramón Jiménez.
Se
conocieron gracias al arrojo de Hernández. Cuando Aleixandre ganó el Premio
Nacional de Literatura por su libro La destrucción o el amor (1934), el
joven levantino, tan franco, tan directo, le escribió una carta que no se
conserva. Pero quedó grabada en la memoria del sevillano: “Lo recuerdo
perfectamente. Era una cuartilla de papel basto y en ella unas líneas
apretadas, escritas con letra rodada y enérgica. No quisiera atribuirle
palabras que no dijese, pero sí hago memoria transparente de su sentido: ‘He
visto su libro La destrucción o el amor, que acaba de aparecer… No me es
posible adquirirlo… Yo le quedaría muy agradecido si pudiera usted
proporcionarme un ejemplar… y firmaba así: Miguel Hernández, pastor de
Orihuela”.
Neruda ya lo
había tratado y Aleixandre se interesó por ese cabrero. Hernández había leído a
su admirado maestro y rápidamente entablaron amistad. “Sorprende que la primera
de las cartas que conocemos en este corpus lleve fecha del 27 de julio de 1935,
solo un año después de aquella publicación de Aleixandre”, advierte Riquelme.
La mecha
entre la poesía cosmogónica de Aleixandre y el apego a la tierra de Hernández
prendió rápido. Fruto de ese fogonazo nos llega ahora el reflejo de una
relación personal y epistolar que abre muchas nuevas puertas para entender la
vertiente humana del premio Nobel, un enorme poeta de velo discreto a quien el
joven impetuoso desveló sus intimidades.
Hernández se
convierte en su cómplice, en su apoyo, en su confesor, en su hermano. En lo que
Aleixandre define en una de las últimas cartas a Josefina en 1984 como un
“abrazo del corazón”. De maestro a discípulo, pero con los puentes de la confianza
extensamente tendidos. El mayor admiraba la tersura transparente del menor,
mientras que Hernández alababa su altura a la hora de extraer y hacer volar los
sentimientos: “A tu lado me siento un primitivo. Tan aplicada está tu
sensibilidad poética y tan trabajado tu sentimiento universal…”.
Pero hay
algo más que llama la atención. La humildad del maestro con respecto a la
admirable presencia del talento en bruto que adivinó desde el primer momento en
Hernández. Entre el casi consagrado y el aprendiz no existe resquemor o
desconfianza, sino generosidad y devoción: “Aleixandre no se erige en
protagonista dentro del epistolario y cede el paso con afabilidad a su
interlocutor”, aclara Riquelme.
Las cartas
intercambiadas entre ambos —solo 26 de todo el epistolario— son buena prueba de
ello. Tanta importancia tienen las posteriores. Cuando Hernández muere a los 31
años en la cárcel de Alicante, víctima de la tuberculosis, y es enterrado en el
nicho 1.009 del cementerio de Nuestra Señora del Remedio, Aleixandre no solo se
encarga de apoyar a Josefina y a su hijo Manuel Miguel, de tres años, a quien
están dedicadas las Nanas de la cebolla.
Vicente Aleixandre, ante la tumba de
Miguel Hernández.
También se
esmera y se entrega a la tarea de lograr que fuese apreciada en todo su valor
la obra dejada por Hernández, que acabó por ser considerado tanto el trágico y
auténtico epígono de la generación del 27 como el líder de la del 36. “Durante
su encarcelamiento, Aleixandre es la gran figura tutelar, la persona más próxima.
Su auxilio fue moral, alimentario, económico y, una vez fallecido, también
editorial”, afirma Riquelme.
También
resulta curiosa la relación con su viuda. Aleixandre no la conocía
personalmente. De ahí que la tratara en un principio de usted. Una vez se
encuentran, pasa a tutearla en una unión que durará hasta su final. “Estamos
ante un ejemplo de vida, una amistad que va más allá de la muerte y un
epistolario que abarca 50 años —de 1935 a 1984— donde se encuentran claves de
nuestra más reciente historia”, asegura Riquelme.
Unas claves y una luz que sirven
para ahondar en un ejemplo de amistad poética limpio, leal, en mitad de algunos
de los años más traumáticos de nuestro pasado.
Fuente: www.elpais.com
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