La recuperación y la proyección hacia el futuro del sector industrial han
de estar en el centro de las preocupaciones en este momento tan difícil de la
economía española. Son muchas las voces autorizadas que lo dicen, aunque quizá
no encuentran el eco que sería deseable. Y sin embargo es cierto, como se ha
repetido tantas veces, que sin industria no hay país.
España es un país industrializado, aunque en un progresivo proceso de
desindustrialización que no viene de ahora, pero que se ha agudizado con la
crisis. La industria española genera apenas un 15% del PIB, mientras que en
cinco de los diez países más competitivos del mundo el peso del PIB industrial
supera el 20%, y a nivel mundial la industria representa más del 16% del PIB y
el 70% del comercio global. Y, por cierto, es en los países con mayor peso de
la industria en los que más eficazmente se está superando la actual crisis.
Partiendo de estos datos elementales, la preocupación está más que justificada.
En cualquier economía, y, naturalmente, también en la española, la
industria es el sector de mayor productividad y el que genera el empleo de
mejor calidad, por su cualificación y su estabilidad. Es además donde se
concentran los mayores esfuerzos en innovación y desarrollo tecnológico y donde
se generan los bienes que más repercuten en la calidad de vida y el bienestar
de las poblaciones. Todas las especulaciones, por otra parte bastante
irresponsables, que durante décadas se han hecho sobre la sociedad de servicios
olvidan que este tipo de sociedad solo es viable cuando se apoya en una sólida
actividad industrial y que los sectores de servicios avanzados en una sociedad
moderna tienen una componente industrial y tecnológica sin la que no es posible
su emergencia.
En el caso español, la proyección exterior de nuestras empresas, que tan
positivamente está contribuyendo al sostenimiento de la economía, descansa,
incluso cuando las corporaciones que la protagonizan son de servicios, en las
capacidades industriales y tecnológicas que incorporan. Este hecho objetivo se
compadece mal con la impavidez con la que la sociedad y sus autoridades
contemplan la progresiva desaparición de empresas industriales, algunas de
ellas de referencia, que se viene produciendo desde hace años.
La industria española genera un 15% del PIB, frente a
más del 20% en los países más competitivos
Varias son las observaciones que hay que hacer en relación con el declive,
esperemos que no irrecuperable, de la industria española. En primer lugar, que
la competitividad y la productividad del sector industrial español es
equiparable al de cualquier país de nuestro entorno, en contra de muchos
informes que circulan sin mayor análisis. La capacitación del personal en que
descansa la actividad industrial, en todos los niveles de dicho personal, está
fuera de toda duda, como demuestra el actual éxito de nuestro sector exterior.
Si los índices de productividad de nuestra economía global son bajos en los
rankings internacionales, no es un problema de la industria, sino del
desproporcionado peso que en esa economía tiene un subsector de servicios de
baja cualificación.
No obstante, es cierto que el ejercicio de la actividad industrial en
nuestro país está lastrado por el precio de algunos inputs, especialmente el
energético, cuya reconsideración debiera ser urgente. A ello se añaden las
actuales restricciones al crédito, que no solo frenan las posibilidades de
inversión, lo cual es muy grave, sino que incluso dificultan o impiden el cotidiano
desarrollo de las actividades normales.
Son estos dos aspectos, de extrema influencia en el futuro de nuestra
industria, en los que los poderes públicos tienen el derecho y la obligación de
actuar. Cuando se reclama política industrial, se está hablando de este tipo de
iniciativas, no de subvenciones ni privilegios.
La misma o parecida gravedad y peligrosidad reviste el frenazo a los
esfuerzos en desarrollo tecnológico e innovación a los que se asiste en los
últimos años. Y aquí también la acción pública es determinante, como lo es en
todos los países avanzados. Desde la segunda mitad de los años ochenta del
siglo pasado, España está haciendo un intenso esfuerzo para avanzar en este
terreno, esfuerzo continuado por los sucesivos Gobiernos de la nación,
independientemente de su color político, que solo recientemente ha sufrido un
retroceso, que desde luego no va a ser paliado por lo que conocemos de los
Presupuestos de 2014.
Esto quiere decir que el nivel de nuestra tecnología industrial, que,
aunque lejos aún de la cota deseable, ha experimentado un avance muy sustancial
y conseguido incluso posiciones de liderazgo en algunos campos, está en
verdadero riesgo de no ser sostenible, lo que puede repercutir muy
negativamente en la proyección internacional de nuestras empresas.
Afortunadamente, nada es irreversible. Disponemos de los mimbres para
construir el cesto y relanzar nuestro sector industrial hacia el lugar que
lógicamente le corresponde, y no será con lamentaciones como lo consigamos.
Las actuales
condiciones permiten que muchas actividades deslocalizadas en el pasado vuelvan
Tenemos conocimiento y experiencia acumulados y utilizables para esta buena
causa, si somos capaces de no deshacernos de ellos por medio de suicidas
políticas de prejubilaciones.
Tenemos empresas, aunque no tantas como sería deseable, proyectadas al
exterior con buena capacidad tecnológica y que pueden protagonizar un papel
impulsor para sus numerosas empresas suministradoras.
Tenemos un buen hacer en sectores tradicionales que con un esfuerzo
inteligente pero accesible puede ser reorientado hacia sectores y actividades
emergentes y de futuro.
Tenemos una infraestructura científica y tecnológica, tanto en
universidades e institutos públicos de investigación como en centros tecnológicos
semipúblicos o privados sectoriales, que es una base indispensable para el
posicionamiento de nuestra industria.
Y, finalmente, tenemos la posibilidad de relocalizar un buen número de
actividades industriales que en los años anteriores han sido deslocalizadas de
nuestro país. Nuestras condiciones de competitividad lo justifican ampliamente
y, de hecho, el proceso ya se ha iniciado. Olvidemos los complejos relacionados
con costes laborales que hoy, para bien o para mal, no tienen ningún sentido,
si alguna vez lo tuvieron y no fueron coartada para otro tipo de decisiones.
En resumen, es necesaria y posible una política incentivadora de la
reindustrialización de España que tenga en cuenta los aspectos aquí comentados
y otros que no caben en este breve texto.
Una política desvinculada de subvenciones, privilegios y distorsiones de la
competencia, pero que permita que las reales potencialidades de nuestro sector
industrial se desarrollen en lugar de agostarse, como está ocurriendo. Sin
escandalizarnos por ello, ya que todos los países que se quieren a sí mismos lo
hacen de una manera o de otra. Porque, lo repetimos tercamente, sin industria
no hay país.
Jesús Rodríguez Cortezo es presidente del
Consejo General de Colegios Oficiales de Ingenieros Industriales.
Fuente: www.elpais.com
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