Tengo la impresión de que la clase alta no
sabe aprovechar sus privilegios con discreción
Tengo amigos para todos los gustos. Tan de su padre y de su madre son mis
amigos que me resultaría casi imposible reunirlos a todos en un cumpleaños.
Barrunto que no se llevarían bien. Unos dirían de los otros, qué pijos. Los
otros dirían de los unos, qué cutres. Y así. Y todos tendrían razón. Unos
dirían del anuncio de Campofrío, qué tierno y qué verdad encierra. Y otros
dirían del mismo anuncio, qué tópico y qué bajonazo da. También todos estarían
en lo cierto. Si nos faltaban temas de debate para calentar los ánimos desde
hace cosa de tres años las empresas españolas se han propuesto ahondar en el
fantasma de las dos Españas celebrando las Navidades con anuncios de realismo
social. Con lo delicadas que son las Navidades para la ciudadanía, antes
llamada pueblo. No sé quién habrá sido el Don Draper ni cuál la agencia que se
ha inventado esta manera de promocionar el chorizo, pero consiguen el objetivo
de que la marca ande de boca en boca (nunca mejor dicho) a costa de que este
país pequeño y furioso se enzarce en discusiones airadas a mediados de
diciembre, dos semanas antes de la noche más entrañable del año. Enhorabuena.
El anuncio en sí viene a decir que aunque nos vaya de puta pena tenemos
“valores endémicos” (los disparates semánticos corren de mi cuenta) que son la
chispa de la vida. Sería como cuando el médico te traduce los análisis y te
informa de que tu nivel de colesterol malo es alto pero se compensa gracias a
que tienes uno bueno que se sale del gráfico. Nuestro colesterol malo, para
entendernos, sería la corrupción, el paro, el paro juvenil, las preferentes,
los recortes en ciencia, educación y en sanidad, etcétera. Pero, gracias a
nuestro colesterol bueno: la siesta, la fiesta, los abrazotes, las risotadas,
las palmadas en la espalda, el donde come uno comen tres, el tiempo
atmosférico, etcétera, podemos sobrellevar todas nuestras desgracias hasta el
punto de afirmar que como en España no se vive en ninguna parte. Vamos a ver.
Repito, vamos a ver: hay algo de verdad en eso. Yo entiendo que a los amigos
que tengo allende nuestras fronteras y que no pueden volver a casa por Navidad,
se les ponga un cuerpo nescafé e idealicen el calor de hogar. También entiendo
que a otros esa perspectiva les parezca autocomplaciente y tremendamente conformista.
Unos pensarán que por encima de cualquier valor ético se sitúan las redes de
amigos y familiares, mientras que otros serán de la opinión de que una buena
parte de los pecados españoles provienen de una mala interpretación de los
lazos sentimentales: la aceptación de la marrullería, el amiguismo y el
familieo.
“Usted no sabe quién es mi
padre, o mi madre” es aún peor que la frase “Usted no sabe con quién está
hablando”
Una ve dicho anuncio, y acto seguido, con la lágrima todavía recorriendo la
mejilla, se lee enterito, por ejemplo, el reportaje sobre la correspondencia
entre Aznar y Blesa, Blesa y el hijo de Aznar, y una, como tenga dos dedos de
frente, piensa, ¿no podríamos ser un poquito menos familiares, un poquito menos
amigos de nuestros amigos? Sorprende el desahogo con el que un expresidente del
Gobierno propone a su amigo, el presidente de una caja en serias dificultades,
que se meta en un dudoso y sobrevalorado proyecto artístico. Más aún sorprende
que mostrándose reticente el banquero a respaldar semejante inversión cultural
el expresidente se mosquee, y mande a terceros para que sigan insistiendo. Pero
lo que a cualquiera deja atónito es que el hijo de un expresidente escriba al
presidente de una caja para reprocharle que no le devuelva a su padre, que en
su día estuvo al mando de España, todos los favores que hizo por él. Lo que da
más pavor de todo es esa conciencia de clase privilegiada, esa falta de pudor
al exigir un trato especial en nombre del apellido que se lleva o del cargo que
se ha tenido y que todavía pesa. En España es tristemente célebre la frase,
“Usted no sabe con quién está hablando”, pero hay otra todavía peor, “Usted no
sabe quién es mi padre, o mi madre”. Esa suerte de seguridad en el apellido
familiar que abre puertas y beneficia a los que ya lo tienen todo desde que
nacen.
Tengo la impresión de que la clase alta no sabe aprovechar sus privilegios
con discreción, o a lo mejor es algo consustancial a la clase alta, porque en
la clase media, ya no digamos en la baja, se entiende que lo que tuvieron tus
padres puede no llegarte a ti y que tal vez lo que tienes tú no aliviará las
desdichas económicas de tus hijos; dejando a un lado que nuestros apellidos no
valen nada y difícilmente podremos especular con ellos. Pero es cierto que el
amiguismo y las recomendaciones forman parte de esa creencia española en que
hay que tener un contacto en cada institución para abrirse puertas, hacer
gestiones o acortar los trámites. Aunque la escaramuza no sea igualmente
reprobable si la protagoniza alguien que trata de saltarse una cola que si es
un expresidente el que trata de que una institución pública le ponga un museo a
su amigo. Añadiendo a esto los amigos que intervienen en tu gestión y el hijo
que creyendo defenderte defiende en realidad el tráfico de influencias. Si no
son punibles estos comportamientos, al menos quienes así actúan deberían
callarse. No se pueden predicar lecciones morales que no supiste dar en casa.
España, ese país tan
familiar. Para bien, para mal.
Fuente: www.elpais.com
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