El riesgo de amalgama entre islam y terrorismo convierten
al atentado contra el semanario Charlie Hebdo en un nuevo obstáculo para la
convivencia en Francia
nuevatribuna.es | Francia | Miguel de Sancho | 08
Enero 2015 - 08:45 h.
El año 2014 fue pavoroso para la paz social en
Francia. Comenzó con el “Día de la Cólera” contra el gobierno de François
Hollande, manifestación multitudinaria que se convirtió en un espectáculo
circense de las diferentes corrientes de la extrema derecha (antisemitas,
neonazis, islamófobos, integristas católicos contrarios al matrimonio
homosexual, monárquicos tradicionalistas...). La manifestación, que pretendía
de manera ilusa forzar la dimisión del inquilino del Elíseo, se aderezó con
saludos fascistas y terminó con disturbios frente a la Policía en la explanada
de los Inválidos.
Meses más tarde, Marine Le Pen convertía al
Frente Nacional en primera fuerza política del hexágono en las elecciones
europeas. Por primera vez, el principal partido de extrema derecha ganaba unas
elecciones y lo hacía con cuatro puntos de ventaja respecto a la UMP y más de
once respecto al partido socialista. El descontento se expresó desde el rechazo
de Europa, Schengen y la fraternidad entre ciudadanos solamente iguales ante el
deber. Contrariamente a España o Grecia, Francia tomaba el camino de la
división entre franceses de origen y franceses de adopción, consideraba el
control inmigratorio como gran prioridad europea y pronunciaba abiertamente la
eterna letanía de la prioridad nacional.
Pocas semanas después, el ensayista (léase
polemista) Eric Zemmour se convertía en el gran éxito editorial de la
segunda mitad del año con su libro Le suicide français (o “El suicidio
francés”), panfleto apocalíptico que profetiza la destrucción de la nación
francesa bajo la herencia del “individualismo nihilista” de mayo del 68, de la
feminización de la sociedad y del antirracismo, convertidos en grandes
epidemias de una sociedad decadente. Zemmour fusiona la noción de
inmigración con la de asimilación (si no con la de delincuencia), critica toda
forma de comunitarismo y dibuja un escenario más propio de un lienzo de Hubert
Robert que de la realidad social que vive el país.
En este contexto, la intolerancia se ha apoderado
del espacio público y toda exhibición verbal o electoral de las fuerzas
reaccionarias en Francia se ha convertido en un ruido de fondo que ni siquiera
inquieta. Mientras tanto, la redacción de Charlie Hebdo seguía
publicando cada semana decenas de sátiras políticas, desde una perspectiva casi
ácrata, ajeno a toda preferencia política, arremetiendo contra todos los
credos, partidos e instituciones. Tras 45 años de viñetas insolentes, la
publicación había vivido varios años de amenazas tras la polémica de las
caricaturas de Mahoma del periódico danés Jyllands Posten en 2006.
Incluso a finales de 2011, sus oficinas en París fueron incendiadas después de
varias portadas en las que se ilustraba al gran profeta del islam.
Charlie Hebdo representaba uno de los últimos bastiones de la
Francia des Lumières, una respuesta indomesticable a la dinámica actual
que alterna la reflexión reaccionaria con el discurso políticamente correcto.
En este clima, sólo era posible destruir la pluma incómoda de una sátira
corrosiva y casi vulgar. Y el brazo ejecutor no fue sino el oscurantismo
revanchista de una parte ínfima de la comunidad musulmana que tiene demasiada
voz.
Como en cada atentado, tras el sonido de las
sirenas de las ambulancias llegó el gran vacío retórico del discurso político
que habla de “unidad nacional” y de “valores republicanos”. En los próximos
días habrá que explicar por qué en el trío ilustre de dichos principios
republicanos, la igualdad camina con bastón y la fraternidad solamente se
encuentra tras las murallas de comunidades religiosas o culturales de dudosa
decencia, en algunos casos, y que poco tienen que ver con los valores
universales defendidos por las esferas institucionales.
Lejos quedan los grandes atentados de los años 50
enmarcados en un contexto colonial, en plena guerra de Argelia. En estos más de
cincuenta años, Francia ha intentado -y ha integrado- a millones de personas
que tenían un color de piel, una lengua o unas creencias religiosas diferentes.
Gracias -o por culpa- de Indochina, de la Françafrique o de l'Algérie
Française, la sociedad del Hexágono ha convertido de manera natural a cada
francés en un cosmopolita dentro de su propio microcosmos. Y el
discurso mayoritario se ha orientado siempre hacia la oposición a toda amalgama
entre islam e intolerancia, fruto del contacto permanente entre personas de
ambos credos.
La tarde del
miércoles 7 de enero, París vivía en silencio, atestada de rostros afligidos y
de policías armados. Era una ciudad más dolida que en duelo. Una ciudad a la
que le habían intentado arrebatar los últimos granos de fraternidad. En esta
resistencia, no podremos quizá convencer a los fanáticos; pero sí podremos
construir los cimientos de una sociedad en la que la convivencia y el vivre
ensemble sean algo más que una ilusión.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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