Andreu Jerez / Enviado Especial a Auschwitz
Día 25/01/2015 - 16.54h
Los últimos supervivientes del campo de
exterminio nazi de Auschwitz reviven su pesadilla
AFP
«Llegamos con el primer tren de prisioneros a la estación de
Auschwitz. Éramos 728 jóvenes, la mayoría estudiantes. Nos bajaron de
los vagones y nos llevaron ante el edificio principal de la estación. Tenían
una lista con nuestros nombres. El oficial nazi Karl Fritzsch se dirigió a nosotros
para dedicarnos unas palabras que me han acompañado toda la vida. ‘No tenéis ni idea de dónde
estáis’, nos dijo. ‘Esto es un campo de concentración alemán, no un centro
curativo. Aquí se sobrevive como mucho tres meses. Y si entre vosotros hay
sacerdotes o judíos, entonces la esperanza de vida es de seis semanas’».
Józef Paczynski cuenta su historia con tranquilidad pasmosa
y gesto amable. A veces incluso esboza una media sonrisa. Józef tenía 19 años
cuando llegó al campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Era 14 de
junio de 1940. Tras ser detenido en Eslovaquia, fue trasladado al campo
como preso político por formar parte del ejército de liberación polaco.
Contra el pronóstico del oficial nazi que lo recibió a las
puertas de una muerte casi segura, Józef abandonó el campo el 19 de enero de
1945 (poco antes de liberación de Auschwitz) en la llamada «Marcha de la
Muerte»: acosados por el ejército soviético, las SS trasladaron a los
prisioneros hacia el interior del Reich. Tras pasar por Mathausen, Józef recaló
en los campos de Melk y Ebensee, en Austria. Un domingo 6 de mayo, una patrulla
del ejército de Estados Unidos lo liberó definitivamente. Hoy tiene 95 años y
es uno de los pocos cientos de supervivientes que todavía pueden contar su
historia.
El próximo martes se cumple el 70 aniversario de la
liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo. Una fecha redonda para conmemorar
el horror vivido en el que fue centro fundamental del holocausto programado y
ejecutado por el régimen nacionalsocialista de Adolf Hitler. «Sólo aquel
que vivió Auschwitz puede entender lo que aquello fue. Auschwitz fue un
infierno». Esta es una de las frases más repetidas por quienes viven para
contarlo.
En la maquinaria bélica nacionalsocialista, Auschwitz se
convirtió en el mayor campo de concentración y exterminio del Tercer Reich.
Construido en la primavera de 1940 en el sur de la Polonia ocupada, en verano
de 1941 el comandante en jefe de las SS, Heinrich Himmler, le comunicó a Rudolf
Höss, comandante de Auschwitz, que el campo de concentración que dirigía tenía
que cumplir una función central en la «solución final» para los judíos europeos
y otras minorías del Viejo Continente.
Según cálculos aproximados, entre 1940 y 1945 el régimen
nacionalsocialista deportó a alrededor de 1,3 millones de personas a
Auschwitz: la gran mayoría eran judíos, pero también había ciudadanos
polacos, gitanos, presos políticos alemanes y soviéticos, y milicianos de la
resistencia antinazi de diversas nacionalidades, entre ellos republicanos
españoles. Alrededor de un millón de personas no sobrevivieron. El 90 por
ciento de los muertos eran judíos. La gran mayoría de las víctimas fueron
asesinadas en cámaras de gas.
No fue casualidad que Hitler se decidiese por Auschwitz,
cerca de la ciudad de Cracovia, como centro de operaciones de esa maquinaria
genocida: el dictador nazi consideraba los territorios occidentales de la Unión
Soviética el espacio geográfico en el que históricamente se concentraba el
grueso del «bolchevismo judío», tal y como denominaba la jerga
nacionalsocialista a los millones de judíos que vivían desde hacía siglos en
Europa oriental.
Como muestran los documentos conservados, Hitler diseñó un «Plan
General para el Este». «Ese plan preveía para Polonia oriental, los Estados
bálticos, Bielorrusia y Ucrania un gigantesco reasentamiento de más de 30
millones de ciudadanos judíos y eslavos a cambio de grupos de población alemana
y otros pueblos germánicos», escribe el historiador Gerd R. Ueberschär en su
artículo «El asesinato de los judíos y la guerra en el Este». Ese presunto
intercambio de población acabó desembocando en una máquina de aniquilar seres
humanos perfectamente engrasada.
La lógica industrial de Auschwitz supone un punto de
inflexión en los crímenes perpetrados por el ser humano a lo largo de la
historia. Al campo de concentración y exterminio de Auschwitz se iba a morir,
pero no sin que los asesinos hubiesen calculado la optimización de las
ejecuciones masivas y la productividad que las víctimas podían aportar en los
trabajos forzados antes de ser ejecutadas o de simplemente fallecer por
agotamiento o a causa de las enfermedades que surgían en los barracones por las
pésimas condiciones sanitarias. Esa obsesión del régimen nacionalsocialista por
la productividad de los prisioneros queda patente en la cínica frase en alemán
que todavía hoy se puede leer a la entrada de Auschwitz: «Arbeit macht frei»
(«El trabajo hace libre»).
Industrialización del horror
El funcionariado del régimen hitleriano también jugó un
papel fundamental en el horror del que Auschwitz y el resto de campos de
concentración del Tercer Reich fueron escenario. «Sólo el funcionamiento
coordinado y altamente eficiente de la administración del Estado
nacionalsocialista hizo posible que millones de personas de casi todos los
países de Europa fueran deportadas a los campos de exterminio y posteriormente
asesinadas» escribe el historiador Wolf Kaiser.
Las deportaciones sistemáticas en trenes con horarios
puntualmente programados, el decomiso y almacenamiento de los bienes de las
víctimas, el control y registro en documentos oficiales del número de personas
ejecutadas y la optimización de los medios necesarios para esa ejecución se
llevaron a cabo a través de la aplicación de decretos y leyes vigentes en la
Alemania nazi. Y ello no habría sido posible sin la participación directa de
cientos de miles de funcionarios.
Mientras más de un millón de personas eran deportadas a
Auschwitz entre 1940 y 1945, otros cientos de miles se encargaban de sellar
las órdenes de deportación y de detallar los protocolos. Es lo que algunos
historiadores denominan la «racionalización del crimen».
«Entre los miembros de las SS que nos vigilaban había
criminales profesionales, sí, pero no todos eran mala gente; entre ellos
también había personas decentes» asegura Józef Paczynski para sorpresa de su
auditorio. Józef lo reconoce: sobrevivió a Auschwitz en parte gracias a que fue
elegido para formar parte de un grupo de 40 reclusos que trabajaba en la zona
residencial reservada para las SS, muy cerca de las cámaras de gas y los
crematorios donde se incineraban a miles de cadáveres.
En esa zona residencial, la vida era relativamente normal,
en parte ajena a el engranaje de aniquilamiento en el que se encontraba. El
comandante del campo, Rudolf Höss, vivía allí con su familia. Después de que el
peluquero personal del comandante cayese en desgracia y fuese enviado a morir a
la segunda fase del campo de concentración, Auschwitz-Birkenau, a Józef
Paczynski se le encargó la tarea de cortarle el pelo al máximo responsable del
campo. «Höss era un padre y un marido ejemplar, una persona tranquila y
discreta. Nunca le vi golpear a nadie, pero daba órdenes muy rigurosas y se
aseguraba de que fueran minuciosamente ejecutadas. Para ello, él mismo eligió a
criminales profesionales».
Tadeusz Smerczynski nunca conoció al Höss, pero sí
sufrió las órdenes que el comandante del campo de exterminio tan estrictamente
hacía cumplir. 188506. Ese era el número que los nazis le tatuaron a su entrada
a Auschwitz-Birkenau en 1944. Allí fue obligado primero a construir búnkeres y
trincheras, para después pasar a trabajar en una cocina, lo que aumentó
increíblemente sus posibilidades de superviviencia. «En 1979 decidí hacerme
borrar el número de prisionero de la piel, aunque ello no borró los recuerdos
de mi mente», cuenta hoy Tadeusz a sus 90 años de edad.
«Cuando entré en Auschwitz-Birkenau, los nazis querían
acelerar el exterminio de judíos, que llegaban por miles en trenes desde
Francia, Holanda, Bélgica y Hungría. Los nazis llegaron a gasear a 2.000 o
3.000 judíos a diario. Como los crematorios no daban de sí, volcaban las
cenizas en fosas o incluso quemaban los cadáveres a cielo abierto». Este médico
polaco retirado relata el horror con tono pausado y enormes dificultades.
Tadeusz reconoce que cuando se decide a relatar su paso por el sistema de
aniquilación de Auschwitz, pasa el resto del día hundido, se queda sin fuerzas.
Auschwitz hoy
Auschwitz es hoy un gigantesco memorial a cielo abierto. Los
responsables de gestionar la herencia del horror decidieron conservar buena
parte del campo de exterminio tal y como el Ejército Rojo lo encontró. Franz
Engel, Klara Goldstein, Bernd Israel, Jane Neumann, Paul Gelbkopf, Marie Kafka
son sólo algunos de los nombres que el visitante puede leer en las superficies
de las miles de maletas agolpadas en una de las salas del memorial. En otras
estancias se conservan prótesis, muletas, bastones y miles zapatos de los más
diversos tamaños. Son los restos de la masa humana que tuvo que pasar por el
mayor campo de exterminio del nacionalsocialismo. Visitar Auschwitz hoy no es
tarea fácil.
La larga sombra de Auschwitz se sigue proyectando sobre
la actual Alemania. «Ningún cómplice de ese crimen tiene derecho a vivir
una vejez tranquila», sentencia el ministro de Justicia alemán, Heiko Maas. El
pasado jueves, el ministro socialdemócrata ofreció un durísimo discurso sobre
las «vergonzosas omisiones» cometidas por la justicia alemana y que permitieron
que la «mayoría» de corresponsables del holocausto pudieran reintegrarse
impunemente en la sociedad germana.
Maas anunció la creación de una comisión de investigación
independiente que tendrá acceso a todos los archivos existentes. El informe de
la investigación verá la luz a finales de 2015 y no será «del gusto» de la
justicia alemana, en palabras del propio Maas. El ministro de Justicia hizo ese
anuncio ante dos supervivientes de Auschwitz durante la inauguración de la
exposición «No olvides tu nombre» sobre los niños nacidos en el mayor campo de
concentración de la dictadura nazi. Actualmente hay 30 investigaciones en curso
sobre vigilantes y guardas de Auschwitz todavía vivos.
Sin sed de venganza
Tadeusz Smerczynski no tiene sed de venganza, pero sí quiere
que se haga justicia si es que todavía es posible. «Tengo la suerte de que el
odio es para mí un sentimiento ajeno. Nunca sentí odio contra los criminales
nazis, pero siempre he pensado que el crimen debe ser castigado.
Lamentablemente, miles de culpables evitaron una sentencia. Recuerdo, por
ejemplo, a un jurista que trabajaba como funcionario de la Gestapo ante el que
tuve que comparecer. Él me envió a Auschwitz-Birkenau. Murió hace un año
en Alemania, creo. Fue juzgado por un tribunal alemán que lo absolvió por
considerar que actuó siguiendo las leyes de la Alemania nazi». Tadeusz parece
tener que masticar esas palabras antes de pronunciarlas.
A falta de justicia completa, supervivientes como Tadeusz
Smerczynski y Józef Paczynski invierten parte de los últimos días de su vida
explicando su paso por Auschwitz. Antes de culminar su relato, Józef aprovecha
para agradecer la atención del auditorio y lanzar una última petición: «Id por
el mundo y contad todo lo que os he contado».
Fuente: www.abc.es
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