Graffiti pintado en un muro de
Sallent (Barcelona) que representa la lucha maqui. (CC/Yeza)
17/01/2015 (05:00)
Maestro, ¿quisiera saber cómo
viven los peces en el mar? Como los hombres en la tierra: los grandes se
comen a los pequeños.
–William Shakespeare
Un buen susto en el Valle de Aran el acontecido allá por el
año 1944, el que se llevaría la complacida tropa franquista ya instalada
y acomodada en el predio nacional sin más contestación que la del maquis y la
alerta velada de una intervención aliada difusamente
previsible, habida cuenta de los devaneos del dictador local con los marciales teutones.
La resistencia a los sublevados se mantenía de
una forma u otra viva en varias partes del territorio nacional y de manera más
acusada en Asturias, León, el Levante y en menor medida en algunos profundos
bosques del País Vasco y Navarra con partidas testimoniales de lo que en su día
fueron destacamentos aislados, que alimentaban viva la llama de la
esperanza a base de golpes de mano más vinculados a la mera supervivencia que a
otros propósitos más elevados, testimoniando en muchos casos un heroísmo
extremo por los enormes riesgos que corrían para perpetrar los cada vez más
esporádicos y menguantes ataques ante la eficacia de la cada vez más severa
represión.
Un entusiasmo desmedido y peligroso
Ocurría que el 6 de junio de 1944 la alianza
contra el Eje fraguaba en toda su intensidad en unas vastas extensiones de
arena al oeste del continente y una lluvia de fuego constante e
infernal acosaba en Europa a los nazis en todos los frentes. Una horda
roja por el este avanzaba arrollándolo todo a su paso mientras que los
anglos vivían momentos dulces después de aplicar algunos correctivos a los
germanos en África. Todo iba viento en popa.
Más de quince mil soldados republicanos hacían un bis en
la II Guerra Mundial apoyando la resistencia gala
A la sazón, el sur de Francia había sido desalojado
diligentemente por la Werhmacht en previsión de ser copados ante el rápido
avance anglo-norteamericano, pero el maquis estaba en plena
efervescencia y más de quince mil soldados republicanos hacían un bis en
la II Guerra Mundial apoyando la resistencia gala. Numerosos núcleos
de exiliados españoles en el país galo, aprovechando la inercia de los
acontecimientos y los vientos favorables a los ideales antifascistas, se
habían apuntado en banderines de enganche en Toulouse a la llamada
de invasión de España, proclamada por el general de división
republicano José Riquelme. Había mucho entusiasmo, quizás demasiado.
En esto, y en un ataque de delirio poco fundamentado y
romántico en exceso, Jesús Monzón, uno de los máximos dirigentes
del PC español en el exilio francés, debió de pensar que con sus bragados y
motivados guerrilleros curtidos en las lides contra los nazis durante la
ocupación de Francia, podía hacerle sin más un descosido importante al
dictador patrio. Claro está, que entre el exceso de apasionamiento y la
realidad más cruda, había un trecho que el republicano no había tenido en
cuenta.
Jesús Monzón. |
Presumía Monzón que la población local, al escuchar las
primeras escaramuzas se iba a levantar en armas contra la aplastante
dieta de terror impuesta por el régimen franquista, y claro está, que
además los aliados, generosos en su magnanimidad por democratizar a
diestro y siniestro, iban de paso a acudir en su socorro una vez
proclamada la independencia del Valle de Arán. Una fantasía difícil de
materializar habida cuenta de la desproporción numérica de los bandos
enfrentados y de las directrices que gravitaban sobre el mapa geopolítico
europeo de posguerra tras los petit comité celebrados en Yalta y
Teherán.
Voces más sentadas sobre todo de los profesionales de la
milicia, sugerían que algunos centenares de guerrilleros bien entrenados
actuaran como asesores en el interior, y a partir de esa base crear una
resistencia similar a la de los partisanos yugoslavos o griegos. Al fin y
a la postre, era lo más sensato.
Monzón, en sus delirantes conjeturas –algo desnortado estaba
este comunista de despacho– hizo caso omiso de las serias advertencias
de otros cofrades que si estaban en su sano juicio y mantenían la cordura
suficiente como para entender que aquello no era un juego de canicas.
Una invasión tan ambiciosa dependía fundamentalmente de un "levantamiento
popular" y este no se daba ni por asomo en el erial en que se
había convertido el país, como así lo constataba la información proveniente de
las células durmientes del interior. El miedo era atroz y la maquina
represiva funcionaba a pleno rendimiento. El fin último, era el de instalar un
"gobierno provisional republicano" y sostenerse durante el invierno a
la espera del socorro aliado. Los militares republicanos más sensatos
anunciaban un fracaso sonoro.
El aliento de un sueño
El prestigioso coronel del ejército republicano, Vicente
López Tovar, al mando de la operación, hombre de hombros cansados, de
pelo cano y fatiga vital más que sobrada y con una clarividente
visión táctica, además de una gran experiencia en combate durante la
Guerra Civil española y la acumulada en la resistencia francesa, sabía con
bastante certeza adonde iban él y los suyos. Aquello era una acción delirante y
condenada de antemano por la precaria valoración previa, aunque
testimonialmente era tan grande como para ser solo abordable por soldados
con madera de héroes.
Se pretendía establecer un gobierno provisional a la
espera de la muy aventurada y poco fiable contribución de los detentadores del
nuevo orden en Occidente
No más de cinco mil guerrilleros cruzaron la frontera franco
española el día 13 de octubre a las seis de la mañana del año del señor de
1944. Era un alba limpia que en nada favorecía el factor sorpresa. El
aliento de un sueño que les había sido esquivo en el pasado, espoleaba
sus esperanzas más profundas, como así se recoge en las cartas
incautadas tras la batalla a los prisioneros y caídos en aquel trágico
lance.
La estrategia consistía en implementar una serie de ataques
a lo largo la frontera y un ataque principal que se desarrollaría por el Valle
de Arán, verdadero objetivo de la campaña. Se pretendía establecer un
gobierno provisional a la espera de la muy aventurada y poco
fiable contribución de los detentadores del nuevo orden en Occidente.
Las condiciones de aislamiento del valle, sólo conectado con
el resto de territorio español por el puerto de La Bonaigua y el clima invernal
al caer, eran bazas a tener en cuenta. Pero lo que fallaba era la
sobredimensionada valoración de la apuesta.
Las escaramuzas en el valle de
Roncal fueron una victoria para las guerrillas republicanas. (CC/Ardo Beltz)
Al otro lado, más de cincuenta mil compañeros de armas
bajo una bandera distinta, estaban esperando ser avisados.
López Tovar, cauto y experimentado, había creado líneas de
retirada profusamente ante lo que entendía como crónica de una derrota
anunciada. Los elementos de la agrupación guerrillera, sobradamente entrenados
y curtidos en complicadas acciones de acoso a la Werhmacht, afrontaban la
"invasión" con un deficiente equipamiento. Pocos morteros,
esenciales para cualquier ataque con un minino de garantías, unas pocas
ametralladoras Spandau incautadas a los alemanes algunos cientos de las
reputadas metralletas Sten, y no más de un par de granadas de mano por cabeza.
El resto de la tropa iba armada de aquella manera. Tovar tenía en
cuenta todo esto e hizo en todo momento lo que un jefe militar con dos dedos de
frente haría en esta situación, proteger a su tropa por encima de cualquier
cosa.
La Guardia Civil aguantó el envite mientras llegaban
refuerzos de los acuartelamientos más próximos
Las primeras escaramuzas en los valles de Roncal y
Roncesvalles dieron ciertos éxitos puntuales a los guerrilleros republicanos,
pero eran más testimoniales que otra cosa. Básicamente cumplían una función de
distracción y poco más. La Guardia Civil aguantó el envite mientras
llegaban refuerzos de los acuartelamientos más próximos. Pero fue el día 18 de
octubre, cuando se produjo la ruptura en el frente principal, ruptura que
obedecía mas a la vulnerabilidad producto de la confianza del mando de los mal
llamados “nacionales”, lo que a juzgar por la malversación del termino hace
suponer que los adversarios bien podrían ser de origen chino o armenio. Esa
confianza radicaba teóricamente en las aparentemente
"infranqueables" montañas situadas al norte del Valle
de Aran –desbordas durante la ofensiva–, más que a abandonos o retiradas del
ejército franquista.
Tres eran los objetivos cruciales en aquella heroica y
estéril acción de iluminados. El más importante si cabe y sobre el que
pivotaba el resto, era la toma del puerto de La Bonaigua para evitar la
llegada de los refuerzos franquistas, algo determinante para garantizar una
operación de mínimos con la que salvar la cara y estimular a una tropa
correosa, pero con años de decepciones a cuestas. La opción complementaria
pero secundaria sería tomar la ciudad de Viella para establecer la
capital de la futura república, y finalmente, de manera colateral, crear una
vía de comunicación segura con Francia para la llegada de los
refuerzos o la retirada si procedía, como así contemplaba el más realista
Tovar, que tuvo que sudar para que se considerara esta opción durante la
planificación previa.
Y pasó lo que pasó
La legion y los regulares se habian anticipado en una
marcha maratoniana y tomaron el puerto de La Boniagua. En Viella, el laureado
general de división Moscardó –el defensor del Alcazar–, había aglutinado
en la entonces pequeña villa, a lo más granado de sus oficiales y tropa.
La intentona de los guerrilleros se da de bruces contra esta tropa bien entrenada,
armada y sin restricciones alimentarias. Para el bando sublevado todo iba sobre
ruedas.
Para entonces, era el 22 de octubre y el inefable e ínclito
Carrillo se había personado en el puesto de mando de Bosost, apreciando con un
indisimulado gesto de contrariedad que allá no había nada que rascar y en
consecuencia, dando instrucciones de retirada inmediata.
El estirado y pretencioso general Charles de Gaulle, adalid
de la resistencia francesa en el exilio, desarmaría a aquella tropa de
iracundos guerrilleros republicanos
Según Paul Preston, la invasión habría brindado el
pretexto para arrestar y ejecutar a un formidable número de adversarios
políticos, a la par que revitalizaría la mentalidad de la Guerra Civil,
dándole al Ejército un papel preponderante en la política interna
y cohesionando el cuerpo de oficiales en torno a Franco.
La estancia otoñal de aquella tropa de idealistas en un
rincón escarpado del norte de España, supuso una victoria pírrica para los
involucrados y moralmente una brisa incontestable en hombres impregnados de
pólvora hasta las cejas.
Más tarde, la realidad comenzaría a hacer su aparición con
un desnudo grosero e inesperado. El estirado y pretencioso general Charles
de Gaulle, adalid de la resistencia francesa en el exilio, desarmaría
a aquella tropa de iracundos guerrilleros republicanos obligándoles so pena de
entregarlos a sus represores naturales, esto es, extradición al canto, a
renunciar a futuras aventuras bélicas fuera del paraguas de la Francia eterna.
En un arrebato de generosidad, les ofrecería integrarse en la Legión
extranjera, ser ciudadanos de tercera en la Galia que habían contribuido
a liberar del nazismo, o una celda con vistas en la cálida Guayana.
Centenares de ellos acabarían sangrando en tierras extrañas del extremo oriente
(Indochina), o en las áridas arenas de los erg argelinos,
defendiendo la tricolor. En fin, para mear y no echar gota.
Sobre Carrillo, quedará la sospecha de las posteriores
vendettas, represalias y delaciones que de manera harto sospechosa le auparían
al liderato de PCE en el exilio francés. Monzón y una docena de
“camaradas", caerían en manos de la policía política franquista o
asesinados por los propios sicarios del prolífico y mendaz político de la
peluca.
España, suma y sigue.
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