sábado, 17 de enero de 2015

LAS ENVENENADORAS DE NAGYRÉV


Erzsébet Báthory, la sangrienta condesa
Erzsébet Báthory, la sangrienta condesa



Se trata de uno de los episodios de asesinatos 
colectivos más prolíficos y prolongados en el tiempo que la historia del crimen conoce.
nuevatribuna.es | Tribuna Negra | Miguel Ángel Manzanas | 16 Enero 2015 - 19:18 h.


Hungría: tierra de leyendas, corazón de Europa, tumba de Atila e inmensa llanura. Y también, qué duda cabe, cuna de horrendos y famosos crímenes. Sirva de ejemplo el archiconocido caso de la condesa Erzsébet Báthory, quien, a principios del siglo XVII y obsesionada por la belleza, no tuvo reparos en asesinar o mandar asesinar a más de seiscientas jóvenes para bañarse en su sangre. O el de Béla Kiss, asesino en serie que acabó con la vida de 24 personas (23 mujeres, entre las que se encontraba su esposa, y el amante de ésta) antes de desaparecer sin dejar rastro. Pero no menos oscuro, no menos espeluznante a pesar de ser más ignorado, es el caso de las envenenadoras de Nagyrév.
Estamos en 1911 en la pequeña localidad de Nagyrév, un pueblo agrícola de la región de Tiszazug situado a unos 150 kilómetros al sureste de Budapest. Júlia Fazekas, una enigmática mujer con dotes de comadrona, llega a la población. Llega sola: su marido, al parecer, había fallecido poco antes, víctima de una extraña enfermedad. Pronto, dada la ausencia de médicos en la zona, se convertirá en una persona relevante en Nagyrév, tanto por sus labores en los partos como por su habilidad para dar recomendaciones médicas al resto de mujeres de la aldea. Y no sólo médicas, pues, en una región donde abundaba la pobreza y el analfabetismo, una comadrona era considerada una persona sabia y digna de respeto.
1914. Estalla la Gran Guerra y la mayoría de los varones de Nagyrév son llamados a filas, reclutados para la defensa del Imperio Austro-Húngaro; paralelamente, el entorno de la aldea sirve de asentamiento para campamentos de prisioneros aliados, los cuales gozarán de cierta libertad de movimientos. Así, estos jóvenes extranjeros comenzarán a relacionarse con las mujeres de Nagyrév, quienes, libres de sus parejas, no tendrán obstáculo alguno en intimar con ellos y, en muchos de los casos, tomarlos como amantes. No hay que olvidar que la sociedad rural húngara de comienzos del siglo XX era una sociedad particularmente atrasada, con un elevado índice de alcoholismo entre la población masculina y donde los matrimonios solían ser previamente concertados por las familias; el divorcio, por supuesto, era poco más que una quimera: en este triste contexto, no resulta incomprensible que las mujeres de la aldea sintieran atracción por estos jóvenes prisioneros, en su mayoría provenientes de países más civilizados y modernos que el suyo.
Pero esta idílica situación se truncó cuando los hombres de la localidad –esposos, prometidos, padres– regresaron de la guerra. El conflicto bélico, lejos de apaciguarlos, había emponzoñado aún más su espíritu taciturno, su carácter dominante y machista; en muchos casos, además, habían vuelto mutilados, mentalmente desequilibrados o incluso ciegos. Las mujeres, cómodamente adaptadas a un nuevo modo de vida más independiente y más libre, los recibieron con frialdad y desgana. No estaban dispuestas a volver al pasado: fue entonces cuando decidieron recurrir a los consejos de Júlia Fazekas.

Se trata de uno de los episodios de asesinatos colectivos más prolíficos y prolongados en el tiempo que la historia del crimen conoce
Y Júlia Fazekas tenía la solución para los males de estas mujeres: asesinar a sus maridos. Consejera y negociante, no dudó en recomendarles el camino del crimen, y junto con su ayudante Zsuzsanna Oláh, más conocida como Tía Susi, se dedicó a la venta clandestina de arsénico, veneno que obtenía mediante la ebullición de tiras de papel matamoscas adquiridas en Budapest. Las esposas, desesperadas, no tuvieron reparos en adquirir el veneno. Y he aquí que arranca uno de los episodios de asesinatos colectivos más prolíficos y prolongados en el tiempo que la historia del crimen conoce.
En 1914 tendrá lugar el primero de esta larguísima serie de asesinatos: el anciano Peter Hegedus, envenenado por su mujer, sucumbirá a los efectos del arsénico. Y su esposa no será, desde luego, la única mujer de Nagyrév que adquiera el preciado compuesto: entre 1914 y 1929, durante la friolera de quince años, un gran número de mujeres, autodenominadas “las fabricantes de ángeles”, hará truculentos negocios con Fazekas y Oláh; Nagyrév llegará a ser conocida mundialmente como “la aldea del crimen”. ¿Cuántas personas fueron asesinadas? Resulta arriesgado emitir un pronóstico correcto: algunas fuentes hablan de unas 300 víctimas; otras voces autorizadas, como la del historiador húngaro-americano Béla Bodó, nativo de la región de Tiszazug y autor del libro Tiszazug: A social history of a murder epidemic, reduce el número a aproximadamente 50 crímenes. Pero, ¿cómo es posible que, durante quince años de muertes, durante tres lustros de delirio colectivo, los asesinatos quedaran impunes? ¿Acaso nadie sospechaba del elevado número de defunciones que tenían lugar en un espacio tan reducido? Dos factores contribuyeron decididamente: por un lado, el absoluto abandono social, económico y político que le tocaba padecer a una remota aldea de Hungría durante el complicado periodo de entreguerras; por otro, e igual de determinante, el hecho de que el funcionario encargado de redactar los certificados de defunción no fuese ni más ni menos que un familiar de Júlia Fazekas, quien, consciente del entramado criminal, dificultaba cualquier tipo de investigación, calificando los decesos como muertes naturales.
Matar, por tanto, era fácil. Pasaban los años y los crímenes quedaban impunes. En esas condiciones, ¿por qué no hacer uso del asesinato para cualquier otro fin, para cualquier otra venganza, incluso por capricho? Eso fue exactamente lo que ocurrió: si bien al principio los asesinatos, aunque injustificables, pudieran llegar a ser comprensibles, con el tiempo la situación degeneró: algunas mujeres usaron el veneno para asesinar a sus propios padres, a sus hijos, a sus amantes o a sus familiares más cercanos. La envidia, la lujuria o la avaricia: cualquier pecado tomaba forma de crimen en tales condiciones de aparente impunidad.
Algunos casos son particularmente escalofriantes. Rescatemos, entre tantos otros, los de:
  • Mária Kardos: asesinó a su amante, a su esposo y a su hijo de 23 años, a quien, tras envenenar, obligó a cantar para ella hasta que cayó muerto;
  • Rose Hoybe: acabó con la vida de su esposo por considerarle “aburrido”.
  • Mária Varga: mató a siete miembros de su familia, entre ellos su marido, héroe de guerra ciego, porque se quejaba del elevado número de amantes que ella llevaba a casa. El crimen tuvo lugar el día 24 de diciembre, lo que ella consideró como un “perfecto regalo de Navidad”.
  • Juliena Lipke: mató a su madrastra, su tía, su hermano, su cuñada y su marido. Asimismo, ayudó a su amiga Mária Köteles a ejecutar a su cónyuge: “Sentí pena por la desdichada mujer, así que le di la botella de veneno y le dije que lo utilizara si ninguna otra cosa ayudaba a su matrimonio”.
  • Mária Szendi: acabó con la vida de su esposo, afirmando ante el tribunal: “maté a mi marido porque él siempre quería tener el control. Es terrible la forma en que los hombres quieren todo el poder”.

Las envenenadoras, durante su juicio
Sin embargo, y tras quince años continuados de impunidad, la cuerda floja sobre la que pisaban estas mujeres terminó por romperse en 1929. No está del todo claro cuál fue el detonante que propició el comienzo de las investigaciones: se habla de un estudiante de medicina que encontró altos niveles de arsénico en un cuerpo que flotaba en el río Tisza; de un tal señora Szabó, que fue cogida in fraganti y cuya confesión llevó hasta Júlia Fazekas; en cualquier caso, el testimonio más fidedigno parece ser el del investigador Béla Bodó, que afirma que todo comenzó cuando una carta anónima, remitida a un periódico local, acusaba a las mujeres de la región de Tiszazug de envenenar a sus familiares. A raíz de tal acusación se exhumaron muchos cuerpos, encontrándose dosis mortales de arsénico en docenas de ellos.

El río Tisza, a su paso por Nagyrév
Sea como fuere, lo cierto es que las sospechas recayeron sobre Fazekas. Detenida y trasladada al tribunal de Szolnok, negó todas las acusaciones. Las autoridades decidieron entonces tenderle una trampa: fue puesta en libertad, y todos sus movimientos, espiados. De este modo pudieron comprobar cómo una asustada Júlia Fazekas acudía, casa por casa, a informar a muchas de las mujeres de Nagyrév del cese de su actividad de venta de arsénico. De esta manera, inconscientemente, se delató a sí misma y a varias de sus compinches.
Finalmente, veinte y seis mujeres fueron llevadas a juicio. La bibliografía sobre el tema no deja del todo claro la exactitud del veredicto; los datos más fiables hablan de ocho mujeres condenadas a morir en la horca, de las cuales sólo dos, al parecer, fueron ejecutadas: Zsuzsanna Oláh y su hermana Lydia. Otras doce mujeres recibieron condenas de prisión. Júlia Fazekas, la instigadora de los crímenes, el cerebro de la trama, no pudo ser juzgada: se suicidó con su propio veneno momentos antes de su detención.

El cementerio de Nagyrév, donde reposan muchas de las víctima

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