Homero,
Mahoma, Sócrates, Quevedo o Swift defendieron la risa ante la incongruencia. La
sátira es parte de la literatura. Aunque a menudo cueste la censura, la prisión
o la muerte
Ilustración de Eduardo Arroyo |
Si el primer sonido pronunciado en el mundo fue (según san
Juan) el verbo, el segundo debió haber sido una carcajada. Tan ridículo, tan
arrogante, tan absurdo es el comportamiento humano, que el inteligente Dios de
Juan debió haber estallado en risotadas al ver las estupideces de las que sus
criaturas eran capaces. Homero dijo que el monte Olimpo resonaba con las
carcajadas de los dioses, y el segundo salmo nos avisa que Dios se reirá en lo
alto, burlándose de los necios. Platón, sin embargo, no juzgaba que la risa
fuese cosa seria y rechazaba la noción de un dios (o un tirano) risueño.
Aristóteles, por su parte, definió el sentido del humor como una reacción
natural del ser humano ante el reconocimiento de una incongruencia. Siglos
después, Mahoma alabó la risa y condenó la falta de humor: "Mantén siempre
el corazón ligero, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se
ciega".
Desde siempre, o al menos desde los orígenes de la
conciencia humana, nos hemos comportado de manera absurda y, al mismo tiempo,
hemos reconocido ese absurdo, si no en nosotros mismos, al menos en nuestros
congéneres. Sócrates arguyó que nos burlamos de quienes se sienten superiores a
nosotros sin serlo y que el peligro está en deleitarnos en lo que es, al fin y
al cabo, un vicio. Pero lo ridículo, como tantas otras calidades humanas, suele
estar en el ojo ajeno. La conducta de Sócrates, que él mismo debió juzgar como
seria e intachable, fue vista por ciertos de sus contemporáneos como risible.
Aristófanes, por ejemplo, en Las nubes, se burló de la famosa técnica
socrática con agudeza satírica y genio mordaz. Hablando de la escuela de
Sócrates un personaje dice así: "Ahí habitan hombres que hacen creer con
sus discursos que el cielo es un horno que nos rodea y que nosotros somos los
carbones. Ellos enseñan, si se les paga, de qué manera pueden ganarse las
buenas y las malas causas". "Si se les paga", "las
buenas y las malas causas": toda la fuerza está en esas pocas palabras
fatales, hábil y precisamente colocadas.
Aristófanes no fue el primero que
supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas filosofías. Para
señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan para su propio
beneficio (como
los directores del Fondo Monetario Internacional regulando las finanzas de
los países a los cuales presta dinero), un mural egipcio de fines del segundo
milenio antes de Cristo muestra a un gato encargado de cuidar a una bandada de
gansos, explícita crítica de los gobiernos venales que el medievo cristiano retomaría
en fábulas y poemas satíricos. Tan feroz pueden ser estas burlas que, según
cuenta Plinio el Viejo, quienes eran objeto de las sátiras del poeta Hipognato
de Éfeso en el siglo VI antes de Cristo, acababan colgándose de un árbol,
demasiado avergonzados para seguir viviendo.
Sátira, esa forma crítica de la burla, fue nombrada por
primera vez por Quintiliano para referirse a una forma particular de la métrica
latina, pero el concepto se extendió rápidamente a cualquier tipo de texto que
utilizase la ironía para criticar una situación o a un personaje, y hasta a una
sociedad entera, como en Los
viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Después de que Gulliver le
cuenta al rey de Brobdingnag la historia del mundo europeo, el rey pronuncia
este juicio inapelable: "La única conclusión a la que puedo llegar es que
la mayoría de vuestros conciudadanos forman parte de la más perniciosa raza de
infame alimaña que la naturaleza jamás permitió arrastrarse por la superficie
de la tierra". La sátira puede ser intemporal: las palabras del rey se
aplican también a nuestro miserable siglo. La sátira no se limita a la sátira:
Doña Perfecta, de Galdós; Casa desolada, de Dickens; Guignol's Band,
de Céline, pueden ser leídos como sátiras.
Obviamente, la sátira jalona todas las literaturas,
orientales y occidentales, y son raros los autores que no la hayan practicado
en algún momento de su obra. De Luciano a Rabelais y Erasmo, de Diderot a
Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark Twain y Clarín, de Günter Grass a
Doris Lessing y Joseph Heller, la sátira ha sido siempre la carcajada de la
razón frente a la solemnidad de la locura. En castellano, baste recordar el tono irónico de Borges en sus ficciones
swiftianas El informe de Brodie y Utopía de un hombre que está
cansado. Durante la absurda guerra de las Malvinas, Borges publicó una
carta abierta en la que denunciaba la suerte de jóvenes conscriptos enviados al
frente por generales "que nunca oyeron silbar siquiera una bala".
Cierto general ofendido le objetó que él era un general argentino y que él sí
había oído silbar una bala en la batalla. Borges le respondió pidiendo
disculpas por el error que había cometido. "Me he equivocado", dijo.
"Hay un general argentino que alguna vez oyó silbar una
bala".
No solo la literatura: todas las formas de creación
artística han utilizado la sátira para sus propios fines. Los grabados de Goya,
de Daumier, de Grosz son feroces denuncias de la insensata crueldad de sus
contemporáneos. Las canciones populares, desde los goliardos de la Edad Media a
Janis Joplin y Georges Brassens, se burlan sagazmente de la sociedad en la que
vivimos. Y el cine, por supuesto, nos ofrece obras maestras del género
satírico: El gran dictador, de Chaplin; Play Time, de Jacques
Tati; Dr. Strangelove [¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú], de Kubrick; ¡Bienvenido,
Mr Marshall!, de Berlanga, y tantos otros son ejemplos perfectos del
arte de ofender con destreza artística.
Viñeta del palestino Naji al Alí, el dibujante que murió
asesinado en Londres en 1987.
Porque suele ser justa, porque suele señalar faltas morales
y pretensiones falaces, porque hiere, porque denuncia, la sátira suele provocar
la furia de aquellos a quienes acusa. Y porque el objeto de la sátira es muchas
veces un personaje autoritario y poderoso, la reacción es con frecuencia la
censura, la prisión, la muerte del poeta. "No he de callar por más que con
el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio
avises o amenaces miedo", advierte el más célebre de los satíricos
españoles, Francisco de Quevedo, a sus censores. Quevedo tuvo más fortuna que
muchos de sus colegas, desde Ka'b bin al Ashraf, poeta contemporáneo de Mahoma,
quien se burló en sus versos de la nueva religión y fue asesinado por
seguidores del profeta, hasta
los humoristas de Charlie Hebdo.
Pero sátira no es vituperio. El texto satírico que, si es
eficaz, ofende, debe hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser
sátira, el impulso de burlarse de lo ridículo debe ser un impulso artístico. No
he leído el nuevo libro de Michel Houllebecq, Soumission, que
imagina el triunfo de un Gobierno islámico en Francia, pero si resulta ser un
texto satírico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el
mundo en que vivimos, será, ante todo, memorable como novela. Las pintadas
antiislámicas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son
literatura.
Para ser sátira, el impulso de
burlarse debe ser artístico. Las pintadas antiislámicas en una mezquita no son
literatura
Sin embargo, más interesante, más curioso que este impulso
de burlarse de la necedad ajena es la sensitividad desmesurada, la furia
incontenible, el ultraje sentido ante una sátira por los detentores de una fe
que se define como incólume. Tal indignación in loco parentis
tiene algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles
es tan sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que
tiene un complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza
constante, que es incapaz de defenderse a sí misma y que, si insultada, debe
ser vengada por guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es
prueba de una colosal arrogancia. Mejor sería seguir el
consejo de Winnie en Los días felices, de Beckett: "¿Qué mejor manera
de ensalzar al Todopoderoso, que acompañando de risitas sus chistes, sobre todo
los peores?".
Sin duda, el Señor del Universo podría, si quisiera, adoptar
el estilo de los supuestos ofensores para contrarrestar la ofensa de una manera
contundente y elegante. Cuando, en la pieza de Rostand, el vizconde de Valvert
trata de insultar a Cyrano de Bergerac acusándolo de tener una nariz enorme,
este le enseña, con la espada y la palabra, cómo se debe componer una sátira
hábil, original y exquisita, pasando revista, en un largo catálogo en verso, a
una multitud de estilos en los cuales el vizconde, si fuese más diestro,
hubiese podido insultarlo mejor: dramático, amable, truculento, tierno,
curioso, pedante, y así sucesivamente hasta darle a su ofensor la estocada
final. Esta técnica, de desarmar al agresor mejorando su técnica (es decir,
humillándolo al demostrar su poca habilidad satírica), es pocas veces utilizada
por los grandes y poderosos, quienes prefieren responder al insulto percibido
con la cárcel, el exilio o la guillotina. Esa reacción siempre resulta en lo
contrario de lo que el ofendido quiere: la supuesta ofensa es ratificada y el
ofensor es ensalzado.
Fotograma de la película " Los viajes de
Gulliver", adaptación de Swift.
Hay excepciones. Entre las muchas historias acerca del
califa Harun al Rashid, narradas en
las Mil y una noches y en los libros de Stevenson, hay una que
justifica los apodos de El Justo y El Sabio que sus súbditos le
concedieron. El califa tenía la costumbre de vestirse de mercader y pasearse
por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos cómo vivía su gente
y qué decían de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una
multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos según la antiquísima
tradición oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oyó que el
narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era
pintado como un personaje libidinoso y borracho que después de una noche de
orgía se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de
bruces en un estanque. Después de acabados la risa y el aplauso, el califa
felicitó al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente
incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al Rashid conquistó, sino
100, y no fueron 100 jarras de vino que bebió aquella noche, sino 200. Sé lo
que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun
al Rashid". Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estalló en
carcajadas, le dio un bolso de monedas de oro y le pidió que la próxima vez que
contase la historia se asegurase de que los detalles fuesen exactos.
Las nubes. Aristófanes. Traducción de Francisco R.
Adrados. Cátedra.
Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos.
Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós. Alianza / Cátedra / Castalia.
Casa desolada. Charles Dickens. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Valdemar.
Guignol's Band. Louis Ferdinand Céline. Traducción de Carlos Manzano. Debolsillo.
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges. Debolsillo.
Los días felices. Samuel Beckett. Traducción de Antonia Rodríguez Gago. Cátedra.
Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos.
Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós. Alianza / Cátedra / Castalia.
Casa desolada. Charles Dickens. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Valdemar.
Guignol's Band. Louis Ferdinand Céline. Traducción de Carlos Manzano. Debolsillo.
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges. Debolsillo.
Los días felices. Samuel Beckett. Traducción de Antonia Rodríguez Gago. Cátedra.
Fuente: www.elpais.com
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