Nunca, como ahora en
España, asistimos a una huída tan masiva, silenciosa y creciente de católicos
que abandonan la Iglesia.
nuevatribuna.es | Por Cándido Marquesán Millán | 22 Abril 2014 - 14:47 h.
Portada del diario El Sol, el 14 de
octubre de 1931, donde se recoge el discurso de Azaña “España ha dejado de ser
católica”.
Uno
de los políticos más destacados en la Historia de España, fue Manuel Azaña.
Como también un extraordinario parlamentario. Según Salvador de Madariaga:
“Azaña ha sido el orador parlamentario más insigne que ha conocido España.”
Sus discursos tienen profundo calado político, así como belleza y trabazón formal.
Destacan los pronunciados en las Cortes: el 13 de diciembre de 1931 sobre Política
religiosa; el 2 de diciembre de 1931 sobre Política Militar; el 27
de mayo de 1932 sobre El Estatuto de Cataluña; y el 18 de julio de 1938,
en el Ayuntamiento de Barcelona, titulado Paz, Piedad y Perdón. También
me siento obligado a mencionar otro, no tan conocido, pronunciado el 21 de
abril de 1934 en la Sociedad del Sitio de Bilbao, titulado Un Quijote
sin celada, en el que brinda unas hondas reflexiones de su conciencia como
hombre político, sin preocuparle el orden, tal como le vienen a la mente. Es
toda una lección de lo que es la Política con mayúsculas. Los políticos
actuales deberían leerlo y reflexionarlo. Para Azaña, los móviles que llevan a
los hombres a la política pueden ser: el deseo de medrar, el instinto
adquisitivo, el gusto de lucirse, el afán de mando, la necesidad de vivir como
se pueda y hasta un cierto donjuanismo. Mas, estos móviles no son los
auténticos de la verdadera emoción política. Los auténticos, los de verdad son
la percepción de la continuidad histórica, de la duración, es la observación
directa y personal del ambiente que nos circunda, observación respaldada por el
sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las
sociedades humanas. De la composición y combinación de los tres
elementos sale determinado el ser de un político. He aquí la emoción política.
Con ella el ánimo del político se enardece como el ánimo de un artista al
contemplar una concepción bella, y dice: vamos a dirigirnos a esta obra, a
mejorar esto, a elevar a este pueblo, y si es posible a engrandecerlo.
Igual que lo hacen los Rajoy, Montoro, Cospedal, González Pons o Cañete.
Mas
quiero detenerme ahora en el del 13 de octubre de 1931 en las Cortes españolas.
Fue sobre la cuestión religiosa, y su contenido la derecha de entonces lo
retorció con fines partidistas -la actual lo sigue haciendo-, y lo redujo a la
frase: España ha dejado de ser católica. De entrada, no era
revolucionario, ya que venía a reflejar una realidad que en no pocas ocasiones
las autoridades eclesiásticas, como Vidal i Barraquer, la habían
manifestado ya. Por ello, no fue una originalidad de Azaña. Fue, por el
contrario, una mera constatación, y dijo lo que quería decir y lo que todo el
mundo sabía, incluso los obispos: que la Iglesia no informaba ya la cultura
española y que vivía de espaldas a la clase obrera. Lo novedoso, por lo que la
Iglesia pasó a considerar a Azaña como el demonio, es que a partir de tal
premisa pretendiera ordenar el Estado, imposibilitando a la Iglesia el puesto
que en él, y en la sociedad, siempre había ocupado. Este es un breve fragmento
del discurso: “Durante muchos siglos, la actividad especulativa del
pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el
pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y
congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y
la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos;
todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya (…) España
era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy
importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la
literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que
existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes”.
Si
en 1931 la susodicha y denostada frase, era cierta y contundente; hoy lo es más
todavía. Nunca, como ahora en España, asistimos a una huída tan masiva,
silenciosa y creciente de católicos que abandonan la Iglesia; nunca los templos
estuvieron tan vacíos, nunca los jóvenes se desentendieron tanto de todo lo
relacionado con el clero y sus directrices, nunca los seminarios y noviciados
estuvieron tan solitarios… y por ello se lamentan compungidos los obispos
españoles. Según los datos oficiales, en 1996 sólo dos de cada diez bodas que
se celebraron en Aragón fueron civiles. En 2002 ese porcentaje ya se había
elevado hasta rozar el 26 por ciento. Y en 2010 habían alcanzado ya el 52,1 por
ciento. En el conjunto de España, la diferencia todavía es mayor. En
estos momentos, a mitad de junio de 2013, a nivel nacional seis de cada diez
bodas son exclusivamente por lo civil. Además de que muchos deciden vivir en
pareja sin casarse, ni por lo civil ni por lo religioso.
Todo
lo expuesto lo podemos constatar, tal como lo reflejan estudios serios de la
Fundación Santa María, el Injuve o el CIS. Razones de esta situación hay
muchas. La creciente irreligiosidad en las sociedades avanzadas, según el
teólogo José M. Castillo, suele explicarse por la cultura propia de la
modernidad o postmodernidad. Por otra parte, ante los cambios vertiginosos
producidos en nuestra sociedad, más plural, laica, dinámica, abierta y democrática
que nunca, la jerarquía católica española se ve desbordada, no sabe encontrar
una adecuada respuesta. Se está quedando descolocada. El aggiornamiento que se
vislumbró en el Concilio Vaticano II ya no existe. Ante problemas humanos como:
la homosexualidad, el divorcio, el uso de los preservativos, el sacerdocio
femenino, el celibato sacerdotal, la experimentación con las células madre de
embriones humanos, la adaptación a un sistema democrático… la jerarquía
católica española no ha sabido o querido encontrar unas respuestas adecuadas.
Allá ella. Y en numerosas ocasiones la jerarquía católica se decanta hacia
determinadas opciones políticas, como señalan Redes Cristianas, como lo
hizo el cardenal Rouco, durante la homilía en los funerales de Adolfo Suárez,
con unas palabras de una extrema gravedad y perversidad inmensa: ”[Hablando de
Suárez]… quería superar para siempre la guerra Civil: los hechos y las
actitudes que la causaron y que la pueden causar”. La evidente identificación
que hace de las causas de la Guerra Civil con la voluntad de Cataluña de
recuperar su soberanía para decidir su futuro, no hace más que situar el foco
del origen de la misma en esta cuestión y por tanto situarnos, a los catalanes,
en el bando de los perversos y moralmente desviados, bien al contrario de los
españoles que, según sus tesis, encarnan la bondad de la unidad y la
solidaridad.
Alguno
puede que se sorprenda con mi pregunta de que España sigue siendo católica,
precisamente en estos días de Semana Santa, donde todos hemos podido comprobar
y muchos aguantar esas inmensas manifestaciones religiosas, con pomposas y
barrocas procesiones presididas conjuntamente por las autoridades eclesiásticas
y civiles, y que han inundado y ocupado el espacio público de nuestros pueblos
y ciudades con tambores y bombos, con penitentes vestidos con túnicas y
capirotes, con cofradías de Las Siete Palabras o de Las Esclavas de
María, con diferentes y suntuosas peanas porteadas por costaleros, de La
Oración en el Huerto, El Nazareno, San Juan, la Virgen de los Dolores, El
Descendimiento de la Cruz y La Santa Cama escoltada por el cuerpo de la
Benemérita o por soldados romanos. Cuando retornábamos a nuestra casa todos
hemos podido disfrutar también con todo ese elenco variado de películas
emitidas, tanto en las televisiones públicas y privadas, con motivos
religiosos: Ben-Hur, Quo Vadis, Los Diez Mandamientos…, así como con las
retransmisiones del Santo Entierro, El Drama de la Cruz, El Vía
Crucis, El Vía Crucis desde Roma, etc. Todas estas manifestaciones
religiosas, respetando a aquellas personas que en ellas sientan un profundo y
auténtico sentimiento religioso, las podríamos encuadrar en un tipo de
“religiosidad popular”, ya que, como conocemos, en romerías,
peregrinaciones, fiestas patronales y desfiles procesionales la gente se lo
pasa bien y, además, se tranquiliza algo la conciencia, algo que tampoco viene
mal. Mucho de estos gastos en estos actos religiosos se podrían dedicar a
socorrer a personas necesitadas, algo que sería mucho más evangélico. Por si
todavía no fuera bastante hemos asistido estos días a algunos acontecimientos,
que no sé cómo calificarlos. Desde caballeros legionarios en Málaga meciendo al
Cristo de la Buena Muerte, mientras resonaba el canto de “El novio de la
muerte”, a la concesión con carácter honorífico de la medalla de oro al
mérito policial, máxima distinción de la Policía, a Nuestra Señora María
Santísima del Amor. Y eso que estamos en un Estado aconfesional. Y además
como señala José M. Castillo, España es una sociedad constitucionalmente
laica, así lo reconoce nuestra Constitución, porque así lo hemos querido, libre
y mayoritariamente, los ciudadanos españoles; entendiendo que el Estado debe
ser independiente de toda influencia religiosa o eclesiástica.
Después
de tantos años, y en una teórico sistema democrático, todavía parece que siguen
ciertas las palabras emitidas por Azaña en sus Memorias políticas y de guerra:
“Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por
ese lado, el país no da más de sí”. La huella de la Iglesia católica es
indeleble, ya nos lo advirtió Masson de Morvilliers en su Enciclopedia: ¿Qué se
puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y
pensar?
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/
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