Enrique López Manzano
Publicado el 26/04/2014|
Dramáticos
efectos de la radiación sobre los seres humanos. Chernóbil, 1992.Taringa.net.
Hace
veintiocho años, un día como hoy, se produjo el accidente atómico de
consecuencias más devastadoras conocidas hasta la fecha. Sucedió en la central
nuclear de Chernóbil, en Ucrania, -ahora de nuevo en el candelero- y sus
efectos son perfectamente visibles casi treinta años después, con pueblos como
Pripyat abandonados y amplias zonas deshabitadas en torno a la planta. Las
secuelas del accidente también se leen en los cuerpos tullidos y deformes de
aquellos que sobrevivieron a la radiación.
El
siniestro produjo una enorme conmoción social en el Viejo Continente,
ampliamente afectado por la radiación inmediata, que el viento se encargó de
transportar de una parte a otra de una manera absolutamente imprevisible y
caprichosa. Millones de personas vivieron entonces momentos de gran angustia.
Han pasado setenta años desde el inicio de la historia de amor imposible entre
el hombre y la energía nuclear y no aprendemos de las lecciones recibidas. Son
numerosos los accidentes nucleares habidos, de diferente importancia, pero la
experiencia nos señala que no hay ninguna central nuclear segura al cien por
cien.
Es
conocido el relato sobre el ‘Titánic’, el mayor
barco del mundo en el momento de su botadura en 1912, y sobre su pretendida
invulnerabilidad. De él me contó mi abuela, que vivió aquella época, que se
decía que “ni Dios era capaz de hundirlo”.Aunque ya sabemos luego
lo que pasó en la madrugada del 14 al 15 de abril. Puede decirse que algo
parecido sucedió con Chernóbil, citada como ejemplo de seguridad por sus
constructores. En 1983, B. Semonov, el director del Departamento de Seguridad
de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA), escribió que “un
accidente serio con pérdida de refrigerante es prácticamente imposible en las
centrales del tipo BRMK”. Pero, una vez más, lo imposible sucedió, el
26 de abril de 1986.
Hoy ya
sabemos que la energía nuclear es sucia, cara y peligrosa, aunque haya todavía
países que continúan apostando por ella. Es sucia, porque origina residuos
altamente peligrosos cuya eliminación –o neutralización- resulta casi
imposible. Además, son residuos que se mantienen radioactivos durante miles de
años; es cara, porque la construcción, mantenimiento y vida útil con garantías
de cierta seguridad, significan un desembolso económico enorme. Y porque en ese
cálculo no se nos suele comunicar los gastos subsidiarios de desmontaje de las
instalaciones, transporte y almacenamiento de los residuos generados que
incrementan su coste; es peligrosa, porque los efectos ligados a errores
humanos, o imponderables de la naturaleza, la convierten en vulnerable. Y
también porque sus efectos sobre todo los humanos son horripilantes, como lo
demuestran los cuerpos deformes y enfermos de aquellos que se ven afectados por
la radiación.
El
accidente de Chernóbil, cuya nube radioactiva alcanzó nuestras fronteras,
sirvió para alertar al mundo sobre la peligrosidad de esta fuente de energía indomable.
Peligrosidad que el último grave accidente nuclear de Fukushima Daiichi, en
2011, volvió a confirmar. Hoy se sabe que la radiación, esta vez transportada
por las aguas marinas, ha llegado incluso hasta las costas de Norteamérica.
Hoy,
casi treinta años más tarde, la central de Chernóbil sigue siendo una amenaza
real para quienes viven en sus inmediaciones. Y lo es, sobre todo, debido al
mal estado en que se encuentra el sarcófago que se construyó para sepultar el
reactor y que amenaza con permitir alguna nueva fuga de radiactividad. Es
cierto que está previsto la construcción de un nuevo sarcófago sobre el
anterior, pero su elevado costo (unos mil millones de euros) dificulta tal
empeño, por lo que es probable que no se aborde hasta dentro de algunos años
más.
Tanto
Chernóbil como Fukushima I son hoy fuente argumental para quienes denuncian la
inseguridad de estas plantas, por más que el hombre se esfuerce en volverlas
invulnerables.
Hoy no
quedan santuarios en el mundo capaces de ofrecer una seguridad total. Como
ningún lugar está hoy excluido de la posibilidad de sufrir un cataclismo, un
ataque terrorista o incluso de una enfrentamiento nuclear. Y la energía atómica
requiere unas garantías totales. Por esta consideración, y las antes
comentadas, considero que deberíamos apostar por fuentes de energía más seguras
y limpias.
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