17/04/2014 - 20:13h
Hace unos días el
ministro Ruiz-Gallardón presentaba su anteproyecto de Ley Orgánica del Poder
Judicial (LOPJ). En ese momento solo mereció la atención de los medios la
propuesta del ministro de aforar a la reina y a los príncipes, y de desaforar a
los parlamentarios autonómicos. Poco o nada se dijo sobre el verdadero alcance
de una reforma que somete todavía más el poder judicial al poder político y que
refuerza al ya de por sí poderoso Tribunal Supremo. Se trata pues de un
anteproyecto en la línea de las contrarreformas que se están llevando a cabo en
el ámbito de las instituciones y de las libertades en nuestro país.
El largo
anteproyecto toca todos los ámbitos de la justicia: los juzgados de instancia,
las competencias de los tribunales superiores de justicia, el procedimiento…
Resulta especialmente preocupante el poder que el texto de Ruiz-Gallardón
reserva al Tribunal Supremo, órgano que comparte presidente con el Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ) y que siempre se ha destacado por su
conservadurismo y por oponerse a avances en derechos y libertades. El Tribunal
Supremo recupera el poder que había perdido cuando, hace unos treinta años, se
creó el Tribunal Constitucional como máximo intérprete de la Constitución,
norma suprema del ordenamiento. En este contexto, debemos preguntarnos qué
función política juega el Supremo en la estrategia neoautoritaria actual y qué
función política jugó en el pasado.
Desde el siglo XIX y
hasta 1981, con la excepción de la Segunda República, este órgano había sido la
última instancia judicial en España. La falta de Código civil y de constitución
real hizo que fuese un órgano no solo de aplicación, sino también de creación
del derecho. Los jueces, además, provenían de familias conservadoras,
especialmente de Castilla, Andalucía y Extremadura. Por otro lado, el sistema
de selección y formación de los jueces garantizaba la reproducción de las
viejas y conservadoras formas de entender el derecho. Al joven aspirante a juez
se le pide solamente capacidad memorística. El resto lo transmiten los viejos
jueces mediante un sistema de tutorías en las que poco a poco se va modelando
la mente del joven juez.
Todo esto lo sabía
muy bien el legislador de la Segunda República cuando aprobó la jubilación de
decenas de jueces y altos funcionarios judiciales de la Restauración para
evitar que torpedeasen sus reformas. También lo sabía el constituyente de 1931,
que creó un Tribunal de Garantías Constitucionales y permitió a Cataluña tener
un Tribunal de Cassació de Catalunya.
Poco duró esta
etapa: después de la guerra civil el Tribunal Supremo recupera el poder que
tenía antes de 1931 y, una vez depurado, se convierte en un órgano político
fundamental para desarrollar una doctrina que mezclaba argumentos jurídicos,
ideológicos y de la moral católica, como señaló el prof. Bastida en 1984.
En 1978 se promulga
una Constitución que tiene eficacia normativa y un Tribunal Constitucional
competente para controlar la constitucionalidad de las leyes y también, vía
recurso de amparo, de las decisiones jurisdiccionales: esto es, de las
sentencias del Tribunal Supremo. Pero no se da ninguna depuración de jueces y
magistrados. Los mismos miembros del Tribunal Supremo que habían definido sobre
la base de la doctrina política del régimen y la moral católica conceptos como
“honestidad”, “fidelidad” o “unidad nacional, espiritual y social de España”
pasan a ser, sin examen previo, miembros del Tribunal Supremo de la democracia.
Sobrevive una cultura jurídica del pasado que va a chocar con la nueva doctrina
constitucional.
En los años ochenta
y noventa encontramos numerosas sentencias del Tribunal Constitucional anulando
decisiones del Tribunal Supremo. Pero este último no aceptó esta nueva
situación de grado: son muchos y sonados los conflictos entre un Tribunal
Supremo que reproducía la cultura jurídica conservadora del pasado y un
Tribunal Constitucional que intentaba importar la doctrina alemana para
reforzar el sistema de derechos fundamentales y el sistema autonómico. El
Supremo cuestionó en varias ocasiones la autoridad del Constitucional, llegó a
pedir amparo al rey en una ocasión e incluso una vez acató una sentencia del
Tribunal Constitucional “por imperativo legal”.
Desde esos años se
han dado dos ofensivas paralelas por parte de la derecha política y mediática:
una destinada a reforzar el papel del Tribunal Supremo; y otra dirigida a
domesticar el Constitucional, convirtiéndolo en el órgano dependiente de los
dos grandes partidos que es hoy. Lejos quedan ya los tiempos de Tomás y
Valiente, Rubio Llorente, Cruz Villalón y otros. Pese a ello, la estrategia de
la derecha continúa siendo la de limitar el poder del máximo intérprete de la
Constitución. En este sentido, recordemos declaraciones de líderes del PP a
raíz de la sentencia que legalizaba Bildu tendentes a desprestigiar un órgano
formado por juristas de reconocido prestigio, pero que no son -ahí está la
clave- jueces profesionales.
Con la reforma de la
LOPJ se dice que el legislador pretende agilizar la lenta justicia española. En
realidad significa un paso más en el diseño de un poder judicial sometido al
poder del Tribunal Supremo, máximo garante de la continuidad de una determinada
forma de interpretar el derecho.
El Tribunal Supremo,
por ejemplo, será competente para decidir sobre la ejecución de las decisiones
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Si bien la doctrina reclamaba
regular el mecanismo de ejecución de las sentencias, el gobierno opta por dejar
ésta exclusivamente en manos del Tribunal Supremo.
Se refuerza el poder
del Tribunal Supremo para inadmitir recursos de casación y se abre la puerta a
la consulta prejudicial del juez inferior al Tribunal Supremo para aclarar
casos en los que, entre otras cosas, se plantea la vulneración de la doctrina
del Tribunal Constitucional. En definitiva, la interpretación de casos que
afecten a los derechos fundamentales se deja en manos del Supremo, aunque quede
libre la vía al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. A esto
tenemos que añadir que el mismo Tribunal Supremo decidirá qué decisiones forman
su doctrina legal y, por tanto, serán de obligado cumplimiento por los
tribunales. Eso podría condicionar la adaptación del derecho a la realidad
social y frenar la evolución de la jurisprudencia.
Este refuerzo del
Tribunal Supremo se combina con un blindaje de los jueces ante las críticas
ciudadanas. El CGPJ, cuyo presidente es el del Supremo, “podrá ordenar el
inmediato cese” de conductas que perturben el “sosiego y ecuanimidad” de los
jueces. La desobediencia de esa orden será constitutiva de delito. Sobre la
base de esta norma, el CGPJ tendrá un enorme poder para decidir qué críticas a
los jueces son delito y qué otras están amparadas por la libertad de expresión.
Curiosamente el
anteproyecto no cambia nada del viejo sistema de selección y formación de los
jueces. Con el sistema actual la continuidad de comportamientos del pasado está
garantizada, especialmente si tenemos en cuenta que la mayoría de tutores que
guían a los jóvenes aspirantes pertenecen a la Asociación Profesional de la
Magistratura que además, según comentan los jóvenes opositores, cobran en
negro. No es de extrañar que no se introduzca ningún cambio como tampoco
sorprende que el único ministro que planteó una reforma de este caduco sistema,
el socialista Fernández Bermejo, tuviese que dimitir meses después por la
presión de jueces y medios de comunicación.
En definitiva, con
esta reforma gana poder ese órgano que nunca fue depurado ni reformado, que
discute la autoridad del Tribunal Constitucional. Gana poder por tanto una
concepción conservadora de la judicatura y los mecanismos que permiten su
reproducción.
Pierden los
ciudadanos, que deberán mesurar sus críticas a los jueces. Pierden también los
derechos de todas y todos. Ganan un Tribunal Supremo y un CGPJ que en los
noventa retaban al Tribunal Constitucional y que, durante los años del gobierno
de Rodríguez Zapatero, echaron varios capotes a la oposición de derechas
cuestionando reformas como la del Estatuto catalán o la ley de matrimonio entre
personas del mismo género.
Es una reforma, por
tanto, acorde con el enroque autoritario del gobierno y que se une a la
restricción de la jurisdicción universal y a la introducción de tasas
procesales. El resultado es una justicia menos accesible, menos garantista y más
conservadora. Esta reforma no debería pasar desapercibida, porque en esta
partida nos va el continuar teniendo un Estado de derecho moderno
Fuente: www.eldiario.es
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