9/2/2012
Loida
Díez Jiménez *
Mujeres rapadas en Oropesa (Toledo) por ser familiares
de republicanos. / sbhac.net
Poco se ha hablado acerca de la represión ejercida
sobre las mujeres republicanas —específicamente sobre ellas— durante la Guerra
Civil y la posguerra. Numerosos trabajos se han centrado en una especie de
«limpieza sistemática» de los rojos durante la contienda y/o los vencidos en los
años posteriores, pero pocos han abordado a fondo las características concretas
de la persecución y humillación que las mujeres rojas sufrieron durante el
franquismo. Y es que la Guerra Civil española, y la posguerra, pueden tener una
lectura de género que, en la actualidad, nos parece de vital importancia. En
efecto, las mujeres republicanas fueron víctimas de una serie de abusos
«institucionalizados» que vale la pena analizar en profundidad.
La imagen de mujer que había comenzado a extenderse
durante la Segunda República permitía un cierto «escape» respecto a la rigidez
previa y, aun más, respecto a lo que vino después. Si bien no habían
cambiado ciertos estereotipos de feminidad, las mujeres durante la Segunda
República sí pudieron encontrarse identificadas con un patrón de conducta que
permitía la actividad, la decisión, la participación activa y necesaria que las
requería —bien como madres, bien como milicianas cuando estalló la guerra— de
una manera profundamente novedosa. Así, desde el 18 de julio de 1936, el modelo
de mujer roja pasó a formar parte de una suerte de «demonización» de lo que
debía ser una mujer. Es decir, el demonio pasó a ser la mujer roja.
Durante la Guerra Civil, la represión de la población
fue convirtiéndose en la nota dominante y constante del avance del ejército
sublevado. Según avanzaban las tropas franquistas y «liberaban» pueblos y
ciudades, se instalaba en estos una particular forma represora que afectaba a
hombres y mujeres —rojos todos, o supuestamente rojos— de diferente manera.
Mientras ellos, los varones republicanos, habían caído en el frente, eran
ejecutados o huían (algunos «se echaban» al monte) ante la llegada inminente de
los militares sublevados, ellas permanecían en los pueblos, a cargo de sus
familias, en la más absoluta miseria y sabiéndose perseguidas.
Así comenzó a extenderse el corte de pelo al rape y la
ingesta de aceite de ricino como una manera de humillar, vejar y «marcar» a
todas esas mujeres que, a fin de cuentas, venían a reflejar lo más recriminable
de la feminidad desde el punto de vista de los sublevados y del orden que
pretendían imponer y que, de hecho, impusieron. En efecto, las autoridades del
pueblo (Falange, Guardia Civil, requetés…) detenían a las mujeres, les rapaban
el pelo al cero —a veces les ponían una banderita roja colgada de un pequeño
mechón en la frente o en la nuca—, las obligaban a beber aceite de ricino para
provocarles diarreas y las «paseaban», mientras se cagaban encima a causa del
purgante, por las principales calles de las poblaciones «liberadas», en
ocasiones acompañadas por la banda de música del pueblo.
La historiadora francesa Maud Joly, en su
trabajo titulado Las violencias sexuadas de la guerra civil española:
paradigmas para una lectura cultural del conflicto (Historia Social,
núm. 61, 2008), ha estudiado en profundidad el fenómeno del empleo del cuerpo
de la mujer como frente de guerra en el que humillar y vencer definitivamente
al enemigo. La práctica del rapado de pelo durante la Guerra Civil y la
posguerra (la práctica reaparecerá más tarde en Francia con las mujeres
acusadas de colaboracionistas durante la Segunda Guerra Mundial) tiene un
componente de marcación de los cuerpos que adquiere un carácter de táctica
deliberada de combate.
Ya no se trata tanto de apartar, perseguir o vencer al
enemigo, sino, más bien, de exhibir a modo de espectáculo una especie de
«deformidad monstruosa» que, desde el punto de vista de los sublevados, se
había desarrollado durante la Segunda República. En tribunales militares, que
más parecían una burla, se decidía que ciertas mujeres debían ser castigadas
por haber contribuido al derrumbe de la moral católica, por haber enarbolado
una bandera republicana durante el «dominio rojo», o por haber participado en
el saqueo de la iglesia del pueblo. Y así, tras las pruebas «de oídas» de
algunos testigos —muchos aprovechaban para vengarse por antiguas rencillas—, se
decidía que una mujer debía ser ejecutada o encarcelada durante treinta años.
Pero fueron muchas más a las que, sin necesidad de pasar por juicio alguno,
raparon, purgaron y exhibieron en la plaza de sus pueblos para escarnio
público.
Durante la posguerra se instaló en el país un absoluto
control social con un sistema de «abajo arriba» que impedía la menor disensión.
Todo el mundo estaba vigilado y cualquiera que hubiera colaborado con los
vencidos podía ser detenido, acusado de rebelión militar y ejecutado. Las
mujeres vivieron esta persecución constante de una manera especialmente
dolorosa y cruel. Se extendieron las violaciones y vejaciones sexuales en
comisarías, cuarteles y cárceles en un intento de cosificar y deshumanizar a
quienes los vencedores consideraban el germen de la «maldad» republicana. Ahora
ya de un modo institucionalizado. Gracias a los testimonios de supervivientes
recogidos por Tomasa Cuevas en su obra Testimonios de
mujeres en las cárceles franquistas (Instituto de estudios
altoaragoneses, 2009), podemos darnos cuenta de la profunda humillación —física
y psíquica– que padecieron miles de mujeres durante los primeros años del
franquismo. Pero no solo entonces; la práctica del rapado de pelo reapareció en
España durante los primeros años sesenta como un método de represión sexuado
ante las huelgas de la minería asturiana. Cabe preguntarse: ¿de dónde nace esa
voluntad de marcar los cuerpos de las mujeres como una forma de castigo-dominio
público?; ¿qué se oculta tras ese gesto arbitrario y exhibicionista que se
sirve del cuerpo de la mujer como un territorio de combate para demostrar el
poder de quienes lo ejercen?
De nuevo nos encontramos ante preguntas que enlazan
directamente con una cuestión política, moral y de género en la que a la mujer
siempre le ha tocado representar el papel de víctima. Por fortuna, el tema
comienza a despuntar, y tanto historiadores como estudiosos/as de diversas
disciplinas han comenzado a escuchar y a difundir los relatos y las voces de
quienes históricamente han estado silenciadas. No hay mejor arma que la
escucha. Y nuestro pasado reciente nos obliga a escuchar para evitar caer en el
terreno trágico del olvido.
(*) Loida Díaz Jiménez es editora.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/
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