02 diciembre
de 2013
Alicia
García Ruiz
Investigadora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona
Investigadora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona
Yo
no viví la España de Azcona y de Berlanga. Tal vez por eso me reí tanto
volviendo a ver hace meses la escena del alcalde que, desde el balcón del
ayuntamiento, promete “os debo una explicación y os la voy a dar.” Pero la risa
se me va congelando a medida que la realidad social española se desplaza, involuciona,
hacia aquellos esperpentos que retornan corregidos y aumentados. Son ese tipo
de vicios y prácticas que no regresan del pasado cargados de sabiduría, sino de
resabios, con el añadido de generar en su repetición un clima de fatalismo e
inexorabilidad que ninguna falta nos hace.
Puede
que dos sátiras de Berlanga estén dando más claves del curso de los
acontecimientos que buena parte de lo que se escucha desde los balcones del
poder, fértiles en explicaciones del calibre de las del alcalde que arengaba a
sus vecinos. El posible retorno de la España de Plácido y Bienvenido
Mister Marshall se asienta sobre dos gravísimos desplazamientos. Ambos,
cargados de supuesta benevolencia, están asfaltando los senderos del infierno
con sus buenas intenciones. Tanto uno como otro glorifican la arbitrariedad y
el azar. Representan una auténtica mofa de los marcos legales y de la tarea de
la política, si por todo ello entendemos el intento de construir objetivamente
una distribución lo más justa posible de derechos y deberes para la vida en
común.
El
primer desplazamiento es el que va de la alabanza del mecenazgo a la exaltación
de la caridad, previo saqueo de la riqueza social. En una memorable escena de Plácido
una de las grandes damas que sientan a un pobre por sorteo a su mesa en
Nochebuena le comenta a su amiga que el indigente que le ha tocado en la rifa
no le gusta, y que “se lo cambie por el suyo”. La sátira es tan certera que
hiela la sonrisa. La propuesta, bien intencionada, de apadrinar casos
individuales de estudiantes o trabajadores por cuenta propia (emprendedores) en
cierto modo supone sustituir a la “cuestión social” por los buenos propósitos
individuales. Ahora bien, como saben todos los republicanos, en política ningún
recurso a la virtud debería ir desacompañado de instrumentos institucionales
que garanticen las bases materiales para la existencia.
La
proximidad o la simpatía no son criterios redistributivos. Nadie puede negar el
papel que han tenido los entornos familiares, primera instancia de solidaridad,
como colchón frente a la crisis. Pero convertir esas instancias y
procedimientos en un cajón de sastre donde descargar los efectos destructivos
de una crisis es un disparate. Las relaciones sociales no son equivalentes al
ámbito de la intimidad, ni pueden descansar sobre la metáfora de una gran
familia, concepto que, hay que recordar, históricamente no sólo ha incluido
lazos consanguíneos sino también de servidumbre. Los esclavos o los criados
eran “contados” como familia, pero no como “miembros” de ésta sino como “parte”
incluida a su pesar. La familia es, sin duda, una metáfora política muy
problemática, cuya carga arrastran también otros conceptos políticos
etimológicamente afines y que hay que rescatar de posibles interpretaciones
simplistas, como es el caso de la fraternidad. Es cierto que la reivindicación
de la fraternidad actúa como un buen escudo contra los apóstoles “liberales”
del antiestatalismo que consagran el individualismo, la desregulación y la
competitividad como los remedios infalibles para adelgazar la estructura de un
estado paquidérmico y paternalista, supuestamente repleto de ciudadanos
holgazanes a los que hay que inculcar las virtudes del hágaselo usted mismo
en vez de papá estado.
Pero
una cosa es invocar el ideal de fraternidad y otra confundirlo con la buena
voluntad. Esto es lo que sucede cuando un sentimiento no se somete a su debida
traducción política. Atravesar el momento deliberativo de un proceso de
institucionalización requiere que unas sensibilidades encaren su inevitable
confrontación con otras y se transformen. Los sentimientos íntimos o las
solidaridades interpersonales en crudo no pueden ser utilizados como reemplazos
de la responsabilidad normativa. Más bien constituyen material de construcción
para un ethos político, una red de fondo que impregne el diseño de
instituciones justas. Abandonar a la buena voluntad de particulares la tarea de
efectuar políticas sobre cuestiones cruciales como la desigualdad o el daño
equivale a dejarlas en manos del albur. La proliferación de anuncios de
apuestas y dinero fácil, de programas televisivos que usan retorcidamente la
compasión, el mecenazgo empresarial conocido como “angel financing” (en román
paladino, pedir una aparición mariana tras el cierre del grifo de crédito por
parte de bancos rescatados por todos) o el vasallaje ante entidades tan
irracionales y azarosas como “los mercados”, ilustran la entronización de la
suerte y la incertidumbre en todos los niveles de la vida pública. Pensadores
como Judith Shklar, con su crucial distinción entre injusticia e infortunio
como línea de demarcación de la responsabilidad política o John Rawls, que
plantea una teoría de la justicia sostenida por mecanismos institucionales de
corrección del azar, resultan hoy más necesarios que nunca. Ambos, por lo
demás, filósofos liberales, en un sentido muy distinto a la vulgarización de
este término en la derecha española.
El segundo desplazamiento al que me refería es la loca
apuesta por el modelo Eurovegas-Mister Marshall, insigne ejemplo de estado en
excepción en miniatura, donde la ley quedaría suspendida y hecha a la carta.
Saltarse la ley, “legislar” la trampa, es la actividad más característica de
los templos paganos del azar y la parcialidad. Casinos y paraísos fiscales
representan modelos seculares de consagración de la diosa fortuna. La ley ha de
intentar adaptarse a la singularidad, pero no admite ser modificada a
discreción y a exigencias de quien no tiene legitimidad alguna para hacerlo, o
sea, Mister Adelson. Retocar legislación pública a golpe de interés privado
admite pocos maquillajes y uno de los más inverosímiles es la racionalización
de la desregulación y el “sálvese quien pueda” como medios seguros de “creación
de empleo”. “Liberales” como Esperanza Aguirre y jóvenes politólogos conversos
a la fe de la competitividad, harían bien en leerse con mayor profundidad a sus
(¿propios?) clásicos. Sin ir más lejos, en el marco de su argumentación sobre
el derecho de resistencia, John Locke establece que el gobierno “debe gobernar
por medio de leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser modificadas
en casos particulares y tendrán que ser idénticas para el rico y para el pobre”
(Ensayo sobre el Gobierno Civil, parágrafo 142) La situación de
emergencia social corre paralela con un uso torticero de la “razón de estado” y
de decisionismo de baja intensidad para implantar medidas arbitrarias,
potencialmente injustas o, directamente, delirantes. Si el modelo del azar
encarnado en megacasinos, juegos olímpicos o loterías patrióticas para ayudar a
niños pobres va a ser el modelo de desarrollo y de reconstrucción para los
próximos años que Dios nos coja confesados porque vamos derechos al infierno.
Fuente: www.publico.es
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