Eduardo Montagut | Historiador
nuevatribuna.es
| 01 Diciembre 2013 - 12:17 h.
Vivimos una
evidente crisis de nuestro sistema democrático. Para muchos, esta crisis es
fruto, no sólo de cuestiones económicas o coyunturales, sino, también de cómo
se hizo la transición democrática. Cunde la interpretación sobre si la
izquierda no cedió demasiado en aras del consenso y permitió que algunas
cuestiones, como el papel de la Iglesia Católica, la jefatura del Estado, la
organización territorial, la judicatura, etc… no se abordaran desde una óptica
progresista. El debate que se está desarrollando es muy interesante, tanto
desde el punto de vista historiográfico, como político y, en cierta medida,
lógico, después de haber vivido casi treinta años mitificado aquel período
histórico. Por otro lado, la derecha lleva tiempo emprendiendo una especie de
cruzada fundamentalista sobre la Transición y la Constitución de 1978,
fosilizando ambas, sin hacer ningún análisis crítico de la primera, e impidiendo
reformas de la segunda, aunque, realmente, esté dinamitando todo lo que en ella
es progresista, es decir, el capítulo de derechos fundamentales, con especial
inquina hacia los derechos sociales.
Este
artículo pretende realizar algunas reflexiones sobre el concepto de transición,
en relación con el proceso de cambio de una dictadura a una democracia, aunque
el concepto puede ser más amplio si se aplica a grandes procesos históricos
–feudalismo al capitalismo, por ejemplo- o a otros ámbitos que no sean los
estrictamente políticos, como la transición demográfica, etc.. Intentaremos, a
su vez, aplicar algunas de estas reflexiones al caso español.
Así pues, se
puede definir el concepto político de transición como el proceso o período
relativamente breve que culminaría en el establecimiento de una democracia, sin
empleo de violencia ni con grandes brusquedades, lo que le alejaría del
concepto de revolución, aunque haya transiciones que se desencadenen con un
hecho o suceso rupturista. Pero, es más común que los procesos de transición
eviten las rupturas y se mantengan en la moderación. El caso español es casi
paradigmático: la opción rupturista se aparcó, por diversas razones, por otra
progresiva y más moderada: desmontar el aparato franquista desde dentro.
A la hora de
explicar las transiciones se debe incidir en el estudio de las transformaciones
políticas, económicas, sociales y culturales previas, es decir, en los aspectos
estructurales. En el caso español, esas transformaciones fueron fundamentales
para ir minando el franquismo a partir de mediados de los años sesenta. El
crecimiento económico de dicha década, con todas sus carencias, contrastes y
debilidades, permitió establecer algunas reformas encaminadas hacia el
establecimiento de los rudimentos de un estado del bienestar –pensemos en la
creación de un sistema único de seguridad social-, remedo de los más
desarrollados de los países de Europa occidental. El franquismo tenía un gran
interés en procurar una mejora de las condiciones de vida para la población, en
aras de legitimar y apuntalar más la dictadura, habida cuenta del estrepitoso
fracaso de las políticas económicas autárquicas. Pero esos dos hechos fueron
claves para incentivar la democratización, todo lo contrario de lo que se
pretendía. Por su parte, el desarrollo de las infraestructuras, la mayor
extensión de la educación, o la clara transformación de una sociedad rural en
otra urbana, generaron cambios muy profundos en las mentalidades y que también
fueron claves en el camino hacia la democracia.
Otra
explicación se asoma más a los aspectos coyunturales, incidiendo en el papel de
las élites y de los movimientos de masas en los momentos clave del momento de
la transición. La élite política franquista terminó por dividirse en dos
grupos: los inmovilistas y los que comprendieron la necesidad de transformar el
régimen en una democracia occidental, en estrecha alianza con las élites
económicas, conscientes ambas de que el capitalismo nacional tenía que
imbricarse más con el internacional, especialmente dentro del paraguas del
Mercado Común. Para ello, consiguieron alcanzar el consenso con los grupos
dirigentes de los partidos y organizaciones de la oposición. Pero, no cabe
duda, que los movimientos de masas fueron muy importantes en la transición
española. Sin la presión de la calle no se hubieran alcanzado algunas
conquistas en el difícil proceso de negociación política que supuso el caso
español.
Estas
interpretaciones de las transiciones no deben soslayar un tercer factor: el del
contexto internacional. El papel que han desempeñado las grandes potencias y
organizaciones internacionales en las transiciones a la democracia no es
baladí, como ha quedado demostrado en los casos de los países del Este europeo.
En los últimos tiempos se está estudiando mucho el papel que jugaron los
Estados Unidos y los países europeos en el proceso español, con sus claros y
oscuros.
Por fin,
para terminar, podemos hacer una cronología de las transiciones en la historia
contemporánea más reciente. Habría tres oleadas democratizadoras. La primera se
daría en los años setenta con un claro predominio de la Europa mediterránea:
Portugal, Grecia y España. La segunda ola sería la de América Latina en los
años ochenta, con un evidente protagonismo de las repúblicas del Cono Sur:
Argentina, Uruguay y Chile. Por fin, la última oleada ha afectado, en la
primera mitad de los noventa, a los países comunistas del Este europeo, donde,
además, ha habido un cambio de estructura económica, que no se produjo en las
dos oleadas anteriores.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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