Por Pedro L. Angosto | La sentencia de
Estrasburgo conmina al Estado español a cumplir su propia norma Constitucional
que obliga a los poderes públicos a reeducar y reinsertar a los reclusos.
nuevatribuna.es | Pedro Luis Angosto | 23
Octubre 2013 - 19:55 h.
Dice
la Biblia (Éxodo 21, 22-25): “Si algunos riñeren, é hiriesen á mujer preñada, y
ésta abortare, pero sin haber muerte, será penado conforme á lo que le
impusiere el marido de la mujer y juzgaren los árbitros. Mas si hubiere muerte,
entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano,
pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe…”.
Inspirada en el Código de Hammurabi (1760 a.c), que planteaba cosas tan lindas
como ésta: “Si un arquitecto obra una casa y dicha casa se derrumba matando al
hijo del propietario de la casa, se matará al hijo del arquitecto”, la Ley del
Talión impregnó las leyes penales de la antigüedad en parte de Europa y Asia
bajo el principio de retribuir el daño causado con otro similar. Según parece,
se trataba así de evitar la venganza al establecer penas muy concretas para
cada delito, pero indudablemente se trataba de una ley bárbara que no daba
opciones y creaba a su vez otro daño que tendría que haber sido retribuido
eternamente del mismo modo: Si matamos al hijo del arquitecto que falló en la
construcción, también tendrán que matar a nuestro hijo por haber matado al del
arquitecto, pues nada tenía que ver con el daño causado. Se afirma que tanto el
Código de Hammurabi como la bíblica y talmúdica ley del Talión supusieron un
avance respecto a lo anterior que era una especie de estado de anomía en el que
cada cual se tomaba la justicia por su mano dependiendo de su poder. El mundo
evoluciona y aquello que pudo –personalmente me produce repulsión aun en su
contexto histórico- parecer un avance, las personas civilizadas de hoy en día
–especie en extinción- lo vemos como una atrocidad, sobre todo cuando
contemplamos que países hegemónicos como Estados Unidos o China la siguen
aplicando dentro y fuera de sus fronteras de manera tan sistematizada como
brutal.
Cuenta
Salvador Sellés, poeta, librepensador y uno de losfundadores del republicanismo
español moderno, en un relato tan lúcido como combativo escrito en 1897, que de
pequeño estaba jugando en una calle de Alicante cuando oyó gritar y aplaudir a
una multitud lejana. Atraídos por el griterío, él y sus amigos se aproximaron
al lugar de las voces. La gente había desaparecido, pero sobre un escenario
yacían cinco cadáveres encapuchados que acababan de ser agarrotados por orden
de los jueces de Su Majestad. La imagen dantesca le causó tal impresión que
estuvo un año sin hablar ni salir de su casa. Cuando se recuperó juró a sus
padres que dedicaría toda su vida a combatir la venganza, pues no consideraba
otra cosa la pena de muerte o la cadena perpetua. Maestro de muchos de los que
en 1931 fundarían la II República, el pensamiento de Sellés y de otros muchos
prohombres de aquel tiempo pasó a la Constitución republicana, quedando en ella
proscritas ambas penas fatales, hasta el extremo de que no se les aplicaron ni
al general Sanjurjo ni a ninguno de los descerebrados criminales que, bajo sus
órdenes, perpetraron el golpe de Estado de agosto de 1932, ello pese a poner en
riesgo la vida de miles de personas y del propio régimen: “La República no ha
venido para vengarse”, dijo por entonces Manuel Azaña.
El
artículo 25 de la todavía vigente Constitución de 1978, uno de los más
avanzados del mundo en ese ámbito, dice textualmente: “Nadie puede ser condenado
o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no
constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación
vigente en aquel momento. Las penas privativas de libertad y las medidas de
seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no
podrán consistir en trabajos forzados. El condenado a pena de prisión que
estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este
Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el
contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria.
En todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios
correspondientes de la Seguridad Social, así como al acceso a la cultura y al
desarrollo integral de su personalidad. La Administración civil no podrá
imponer sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen privación de
libertad”. Impulsada por Carlos García Valdés, el 26 de septiembre de 1979 el
Congreso de los diputados desarrollaba ese precepto constitucional en la Ley
Orgánica General Penitenciaria, quizá la mejor de las que existen actualmente
en el mundo, pero que fue disminuida –siguiendo la doctrina del Conde de
Romanones: Hagan ustedes las leyes que yo haré los reglamentos- con el
reglamento penitenciario de 1981: Al parecer habían ido demasiado lejos y se
trababa de regresar al axioma lampedusiano de cambiarlo todo para que nada
cambie. Aún así, el espíritu y la letra del mandato constitucional no deja
lugar a dudas, la cárcel no es un castigo ni una venganza, la cárcel tendría
que ser el lugar ideal para reeducar y reinsertar al delincuente penado de
manera que, tras estar apartado de la sociedad durante el tiempo que las leyes
y los jueces determinasen, pudiese volver a ella totalmente rehabilitado.
En
ese sentido la sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la Doctrina Parot no
sólo se ajusta a los convenios internacionales sobre Derechos Humanos firmados
por España, sino que conmina al Estado español a cumplir su propia norma
Constitucional que obliga a los poderes públicos a reeducar y reinsertar a los
reclusos, cosa imposible tanto con la doctrina Parot como con la cadena
perpetua revisable que, a instancias de Ruiz Gallardón, aprobó el Consejo de
Ministros el pasado mes de Septiembre. No hay absolutamente ningún argumento
que justifique la acción criminal de ETA, pensar en los tiros en la nuca, en
las bombas anónimas, en las explosiones en hoteles, playas, hipermercados, pone
los pelos de punta y produce infinito asco, pero la Ley del Talión, aunque se
siga usando en Estados Unidos y otros países, también aquí durante muchísimos
años, ha tiempo que prescribió, de igual modo que una Justicia entendida como
venganza choca esencialmente contra los principios democráticos más básicos.
Quienes ahora gritan, se mesan los cabellos y claman al cielo ante la sentencia
del Tribunal de Estrasburgo, nada dijeron de la excarcelación del general
Galindo, condenado a más de setenta años, nada de la de Alfonso Armada, nada de
la de Ynestrillas y absolutamente nada sobre las decenas de miles de cadáveres
de demócratas republicanos asesinados por Franco a los que sus familias no han
podido siquiera dar sepultura.
Tras
la rabia cavernícola –el dolor es otra cosa muy diferente e íntima- que ha agitado
la sentencia europea, se esconde la España irracional, la España de la
venganza, del garrote vil, de la impiedad, la que una y otra vez nos ha llevado
al holocausto para salvar sus privilegios. Un sentimiento atávico primario,
cruel, brutal, impío, lleno de odio corre por sus venas envenenadas. Su tiempo,
aunque no lo crean por los aires que corren, pasó, hace siglos, también el de
Inés del Río Prada, Antonio Troitiño Arranz, Henri Parot, José Ignacio de Juana
Chaos y sus compañeros de crímenes: Sus vidas ya están escritas, con sangre,
con muchísima sangre y dolor ajeno, no hay nada más en ellas: Su heroicidad es
la misma que la de Melitón Manzanas. Nosaltres no som
d'eixe món.
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