Por Manuel Rico | Hay delitos de lesa
Humanidad que no prescriben. Y las víctimas y los desaparecidos, lo queramos o
no, seguirán marcando la conciencia de sucesivas generaciones.
nuevatribuna.es | Manuel Rico | 24 Octubre
2013 - 21:36 h.
Imagen de la manifestación del 1º de Mayo en Madrid en 1979.
(Foto: Prudencio Morales)
@Manuelricorego |
Jorge Martínez Reverte, en un artículo publicado el diario El País el
domingo, 29 de septiembre, bajo el título “Billy”, simplificaba hasta bordear
la parodia la labor de las distintas asociaciones de víctimas del franquismo
recurriendo a la justicia argentina y, como consecuencia de ello, las órdenes
de busca y captura emitidas por la juez Servini de Cubría contra
varios miembros de la Brigada Político Social acusados de torturas bajo el
franquismo. A la vez, Martínez Reverte confería a la Ley de Amnistía el
carácter de un punto final afirmando, además, que “marcó el punto en que se
pudo sacar adelante este país”. Esa es una corriente de opinión compartida en
ciertos sectores progresistas en la que junto a una innegable voluntad de
afirmar el espíritu reconciliador que presidió la transición política, se
advierten elusiones notables respecto a la evolución de nuestra historia en los
últimos treinta y cinco años. Si toda obra humana ha de verse siempre a la luz
de la evolución de una sociedad y someterse a los cambios que la sociedad requiera,
la Ley de Amnistía no es una excepción.
Es
evidente que aquella Ley fue un instrumento esencial para la buena marcha de la
transición, que marcó un momento clave en la recuperación de la democracia y
que dio carta de naturaleza al objetivo de reconciliación nacional que desde
finales de los años cincuenta venía reclamando una parte de la oposición,
especialmente el PCE, con el fin de promover la convivencia pacífica y
democrática de quienes habían combatido en bandos enfrentados durante la Guerra
Civil. También es evidente que la Ley de Amnistía exoneraba de responsabilidad
penal a los autores de graves delitos con independencia del bando en que
hubieran combatido y que había un consenso tácito en no recurrir a la
legislación internacional sobre crímenes contra la Humanidad. La Ley se
promulgó en octubre de 1977 y su aplicación acompañó la elaboración de la
Constitución y fue asumida por todos, especialmente (conviene subrayarlo) por
aquellos que no sólo habían sido derrotados en una guerra en la que la defensa
del orden democrático y constitucional estaba con ellos, sino que fueron
víctimas de una actuación delictiva, realizada en la más absoluta impunidad, a
lo largo de cuarenta años. El grado de “sacrificio”, de renuncia y de
generosidad en la asunción del borrón y cuenta nueva no fue, por
tanto, igual para unos y para otros. Unos habían estado violando las leyes
internacionales hasta dos años antes: no hay más que recordar que en septiembre
de 1975 fueron fusilados varios presos de ETA y del FRAP y que a principios de
1976 la tortura seguía siendo norma en gran parte de las comisarías y, de
manera muy especial, en la madrileña Puerta del Sol o en la barcelonesa
comisaría de la Vía Layetana. Los presuntos delitos de “los otros” había que
buscarlos en el cuasi remoto período comprendido entre julio de 1936 y abril de
1939, es decir, en plena guerra civil o en puntuales acciones terroristas,
protagonizadas por organizaciones nacidas mucho después de la guerra, en los
años últimos del Régimen. La Ley de Amnistía trazó un velo de equidistancia,
equilibró injustamente la balanza por una razón elemental: quienes venían de la
clandestinidad y de la resistencia querían construir una sociedad democrática,
impedir cualquier tentación de vuelta atrás, eran conscientes del peso de los
poderes fácticos de entonces y sabían que sólo cediendo podía construirse la
sociedad que la ciudadanía reclamaba. El 23-F o las dilaciones que tuvo
el reconocimiento por parte de la democracia a los militares condenados de la
UMD fueron evidencias de los gravísimos lastres con que avanzaba la
transición.
Los
nombres de Luis Lucio Lobato, Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho, Nicolás
Sartorius, Fernando Saborido y otros condenados en el proceso 1001 (sus
condenas sumaban más de un siglo de cárcel por el simple hecho de ejercer el
sindicalismo), Francisco Romero Marín, Marcos Ana, Gervasio Puerta, el poeta
Carlos Álvarez y un interminable etcétera, pueden apuntarse al patrimonio
universal de la historia de la generosidad de las víctimas hacia sus verdugos:
no sólo asumieron la reconciliación nacional, sino que fueron beligerantes en
su defensa pública.
¿Qué
ha ocurrido desde entonces para que las Asociación para la Recuperación de la
Memoria Histórica y otras entidades hayan tenido que recurrir a la justicia
internacional? No otra cosa que el desprecio por parte del Estado —por acción u
omisión, por excesivas cautelas o por miedo— de la memoria de los derrotados,
es decir de quienes han representado y representan la democracia en España y
en Europa en un tiempo especialmente difícil. Más allá de la reparación
obligada que supuso el reconocimiento de indemnizaciones de carácter económico
a expresos y represaliados o de pensiones a militares republicanos, el proceso
posterior a la Amnistía ha estado lleno de agujeros negros: la humillación
sistemática a víctimas y descendientes de las víctimas, la impunidad con que
han venido actuando desde el primer día quienes consideraron que la Ley de
Amnistía no iba con ellos, quienes rechazaron cualquier esfuerzo de comprensión
hacia el otro y se han venido mostrando hostiles a todo gesto de
arrepentimiento, han sido norma habitual en estas tres décadas. Las víctimas y
sus descendientes sabían de democracia porque la defendieron y se comprometieron
a fondo con ella con altísimos costes personales. Los “arrepentidos” del
franquismo, sin embargo, la asumían como mal menor y sin ceder un ápice en el
mantenimiento, simbólico y no tan simbólico, de los efectos de su “victoria”.
Una actitud compartida, en el fondo, por la derecha española tras la disolución
del proyecto de centro democrático que representaba la UCD de Suárez —no
olvidemos que AP, la matriz del actual Partido Popular, no votó la Ley de
Amnistía: se abstuvo—. La más clamorosa muestra de que ese sector político no
asumió (ni asume) las consecuencias de la Ley de Amnistía (el “punto” al
que se refiere Martínez Reverte) es la negativa a cualquier cambio en la
situación del Valle de los Caídos, que se mantiene, 35 años después de la promulgación
de la Constitución, como un homenaje a la ignominia y a su máximo
exponente, el dictador Francisco Franco. ¿Cómo es posible acusar a las
asociaciones de víctimas y de defensa de la memoria histórica de querer acabar
con la Ley de Amnistía por promover denuncias contra los derechos humanos o
exigir la búsqueda de cadáveres de desaparecidos y silenciar que la Ley de
Amnistía sufre una agresión permanente con ese complejo arquitectónico, puro
estilo franquista, que ensalza la victoria de los promotores de un golpe de
estado y homenajea a sus principales protagonistas, y que fue construido,
además, por presos políticos esclavizados?
Esa
realidad se prolonga en miles de nombres de calles y plazas que, contra la
lógica institucional del país y contra su realidad democrática, rinden tributo,
además de al dictador, a militares sublevados y a ideólogos del peculiar
fascismo español. Su huella, viva, es visible en centenares de muros de
capillas e iglesias en las que, como un desafío a la Constitución, se conservan
las placas y bajorrelieves dedicados a los “caídos por Dios y por España”,
comenzando por el fundador de Falange. Y tiene complementos en actuaciones,
impensables en la Europa democrática, que van de la negativa a condenar, en
sede parlamentaria, la sublevación militar del 18 de julio de 1936, pasando por
la complicidad de facto con quienes, desde las filas conservadoras, enarbolan
banderas franquistas y nazis, hasta impedir la instalación de
monumentos en homenaje a defensores de la democracia (aún está reciente en
la Universidad Complutense la imposibilidad de levantar un monumento a las
Brigadas Internacionales) o la oposición radical (“no hay que reabrir heridas”,
se dice) a transformar antiguos campos de trabajo y de concentración en centros
de interpretación de la memoria histórica y, de manera especial, de la memoria
de quienes allí estuvieron recluidos por defender la democracia.
En
ese marco, al que es preciso añadir el premeditado incumplimiento de
una Ley como la de Memoria Histórica —considerada insuficiente por algunos
sectores, pero imprescindible—, la ofensiva judicial contra el protagonismo del
Estado en la búsqueda de desaparecidos a petición de sus familiares y
descendientes, la retirada de fondos con el objetivo de convertirla en papel mojado
o la tibieza, cuando no la complicidad o la identidad con ellos, cuando
alcaldes, concejales, alcaldesas y otros cargos públicos enaltecen el
franquismo, homenajean a sus “figuras”, desafían la legalidad
constitucional un día sí y otro también, ¿cómo podemos esperar que los
demócratas derrotados en la Guerra Civil, los que vivieron largos años de
prisión hasta casi el umbral de la democracia, los torturados y los
descendientes de los desaparecidos se mantengan de brazos cruzados sin exigir
responsabilidades penales por delitos de los que los vencedores y quienes,
desde el Estado y desde las instituciones representativas, parecen
considerarse herederos, no sólo no se arrepienten, sino que casi se
enorgullecen?
¿No
se había establecido un punto y aparte? ¿O el punto y aparte sólo regía para
los republicanos y demócratas, que debían cumplirlo a pies juntillas mientras
los verdugos y sus descendientes tienen patente de corso para defender “su
obra” y deslegitimar la de los artífices y defensores de la República sin que
nada ni nadie los penalice?
No
es difícil imaginar que los debates del último lustro (y el empeño judicial de
Baltasar Garzón) no se hubieran producido —o se hubieran producido de
distinto modo— si desde la promulgación de la Ley de Amnistía, el Estado
hubiera contribuido a extender la conciencia de reconciliación nacional en
todas las esferas de la sociedad facilitando la búsqueda de desaparecidos,
siendo firme y contundente contra cualquier apología del fascismo y de la
dictadura (como ocurre en Francia, en Alemania, en Bélgica, en otros países de
Europa), apoyando a la Asociación de Expresos y Exrepresaliados políticos,
casi condenada a pedir una mínima reparación como si de una limosna se tratara
(sólo fue recibida por la Administración en 2004, diecisiete años después de su
creación) y reconociendo en todos los ámbitos la dignidad democrática del
período republicano (¿es comprensible, desde un punto de vista democrático, que
a estas alturas de la Historia, las Cortes Españolas no hayan homenajeado a
Niceto Alcalá Zamora o a Manuel Azaña, los dos presidentes que tuvo la II
República, elegidos democráticamente y símbolos de civilidad, de cultura y de
tolerancia?). Por eso, el requerimiento al gobierno español del grupo de
trabajo sobre desapariciones forzadas del Alto Comisionado de Derechos Humanos
de Naciones Unidas recordándole que tiene la obligación de buscar a los
desaparecidos del franquismo tras su visita a España, no puede caer en saco
roto. Sobre todo si comparamos el silencio gubernamental al respecto con la más
que ostensible presencia de ministros en la reciente beatificación en Tarragona
de varios centenares de víctimas (denominadas mártires) de la Guerra Civil
considerados católicos y, aunque no se explicitara, alineados o próximos a los
artífices de la sublevación contra las instituciones democráticas republicanas.
Hay
delitos de lesa Humanidad que no prescriben. Y las víctimas y los
desaparecidos, lo queramos o no, seguirán marcando la conciencia de sucesivas
generaciones porque su dignidad no ha sido restituida pese a la buena voluntad
que se puso con la aprobación de la Ley de Amnistía. Es inevitable. La
Justicia seguirá actuando en el ámbito internacional lo quieran o no nuestros
tribunales: porque hay miles de víctimas injustamente tratadas que lo
exigen. Para cerrar heridas, no para abrirlas, y para que las generaciones
próximas puedan mirar al futuro sin la alargada sombra de un tiempo oscuro que
sus antecesores no quisimos o no nos atrevimos a iluminar.
1
Manuel Rico es escritor y crítico literario. Sus obras más recientes son
la novela Verano (2008) y el libro de poemas Fugitiva
ciudad (2012). Es autor del guión del documental Entre la
solidaridad y la memoria sobre la historia de la Asociación de Expresos
y represaliados políticos antifranquistas.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/
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