sábado, 26 de octubre de 2013

PERDIDOS. TRIUNFALISMO DE IZQUIERDA


José M. Roca | Escritor
nuevatribuna.es | 24 Octubre 2013 - 14:26 h.

El gobierno del PSOE
Tras la crisis de UCD y el fallido cuartelazo de 1981, el PSOE llegó al Gobierno en 1982 y renovó la mayoría absoluta en 1986. Ambos eventos -la estabilidad institucional y la alternancia en el gobierno- eran pruebas de que el régimen político salido de la Transición se consolidaba, lo cual, unido a la entrada en el Mercado Común y a la permanencia en la OTAN en 1986, ofrecía garantías al capital extranjero para invertir en España con seguridad (la Bolsa subió el 108% respecto al año 1985).
Entramos en el Mercado Común aceptando nuestra condición subalterna como país de servicios, lo cual exigió nuevos sacrificios: la reconversión de la banca, que costó 1,6 billones de pesetas, la mal llamada reconversión industrial (minería, siderurgia, metalurgia, astilleros) y revisar a la baja las cuotas de producción de cereales, agrios, vino y aceite, las capturas de pesca y el tamaño de la cabaña ganadera, en favor de nuestros socios, para dedicarnos a los servicios.
La desindustrialización, llevada a cabo contra la resistencia de los trabajadores -Sagunto, febrero 1983; Bilbao, noviembre 1984; Reinosa, abril 1987; huelga general, diciembre 1988-, se justificó como un ajuste necesario para racionalizar la economía y hacerla competitiva. Lo importante era estar en el Mercado Común, después ya veríamos. Y además nos iban a pagar por ello. Y llegó el dinero, claro, pero creó la perspectiva de cobrar por no trabajar, porque trabajo no había; la reconversión industrial era convertir a los empleados en parados. Para reconvertir el sistema productivo eran necesarios otros dirigentes políticos y otra clase empresarial, de los cuáles carecíamos. Pero con todo, España era, por fin, un país europeo, moderno y funcional aunque con un Estado del bienestar más mediocre, lo que permitió quitarse el complejo de inferioridad: ya éramos un país como los otros, incluso mejor, pues habíamos superado varias difíciles pruebas en poco tiempo. Y Franco era una anomalía en un país con una trayectoria similar a los de su entorno.
Con un gobierno joven, estable y progresista y el clima de opinión preparado por la frivolidad de la “movida”, el pensamiento débil y los valores materialistas e individualistas de la “revolución conservadora”, que llegaban de Estados Unidos y Gran Bretaña, España entraba de golpe en la postmodernidad sin haber sido plenamente moderna. “A España no la va a reconocer ni la madre que la parió” había vaticinado Alfonso Guerra. Y tenía razón: quemar etapas es lo nuestro.
Mientras el homo faber estaba parado, el homo y la mulier ludens ocuparon la calle. España estaba de fiesta; era un país alegre, que estaba de moda. Cool Spain. Con otro golpe de péndulo, de la dictadura a la movida, España seguía siendo bastante different.
Pronto surgieron públicamente los signos que mostraban la superación de la crisis: grandes financieros, nuevos emprendedores, meteóricos empresarios, la nueva especie de los ricos de izquierdas, la gente guapa exhibiendo su poder y su riqueza, las rápidas fortunas (“pelotazos”), los escándalos, los empresarios “chungos” (De la Rosa, los Albertos, Conde, Ruíz Mateos, Cisneros, Piqué, Prado, Santos, etc) y la corrupción en los partidos políticos (Filesa, Guerra, RENFE en el PSOE, caso Naseiro en el PP, Prenafeta en CiU, tragaperras en el PNV) y en la cooperativa PSV de la UGT, pues en España era fácil hacerse rico, según el ministro de Hacienda. Incluso era posible morir de éxito, advertía un satisfecho Felipe González.
La rápida erosión del tibio proyecto socialdemócrata, la prepotencia y los abusos de la nueva élite social aglutinada en torno al Gobierno y la utilización partidista que hizo el PSOE de las instituciones del Estado para entorpecer la investigación sobre la corrupción y el terrorismo de Estado, facilitaron la tarea de oposición del Partido Popular. No obstante, junto a estos vicios, asociados en buena medida al crecimiento económico de la segunda mitad de los años ochenta, el Gobierno del PSOE construyó muchas infraestructuras, aumentó las prestaciones sociales y la oferta pública de viviendas relativamente baratas y extendió, aunque de forma más modesta que en Europa, tres servicios públicos -sanidad, educación y pensiones- a toda la población. Si bien es cierto que en los últimos años, extraviado ya el impulso reformista y perdido el contacto con la sociedad, se limitó a aferrarse a lo ya realizado y a defenderse de las acusaciones de corrupción, deteriorando la vida pública. 
No importa el color del gato, con tal de que cace ratones, fue una frase del dirigente chino Deng Siao Ping, el pequeño timonel que hizo de la China comunista un gran país capitalista, y que Felipe González utilizó para mostrar el pragmatismo del desvaído programa socialdemócrata, pero, ¿qué opinaban los ratones?
La etapa triunfal socialista culminó en los grandes fastos y grandes gastos de 1992, debidos a la celebración de tres eventos con gran repercusión mediática: la Exposición Universal de Sevilla, ciudad unida a Madrid por la primera línea de tren de gran velocidad (AVE), los Juegos Olímpicos de Barcelona y el Vº Centenario del Descubrimiento de América. Este alarde económico -no de uno, sino de tres grandes eventos simultáneos (somos postineros)-, concluyó en una recesión, que obligó al Gobierno a efectuar un duro ajuste económico y a devaluar la peseta.
En 1996, “los ratones” decidieron cambiar de “gato”: el PSOE, encastillado en el poder pero falto de ideas, desgastado y salpicado por varios casos de corrupción y por otros asuntos muy feos (GAL, Roldán), perdió las elecciones generales por un corto margen de votos, que sus dirigentes interpretaron como una derrota dulce; no supieron ver el amargor a largo plazo que encerraba la precaria victoria de Aznar.







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