Eduardo Estrada
Durante la reciente crisis de la
deuda en EE UU, tras un intento inicial fallido por parte del Tea Party de
condicionar la reapertura del Gobierno y el aumento del techo de la deuda a la
anulación de la reforma sanitaria de Obama, uno de los congresistas del Tea
Party dejó una frase para la posteridad, cuya traducción sería, más o menos:
“No nos humillarán. Para llegar a un acuerdo nos tienen que dar algo, y ni
siquiera sé lo que quiero que sea”.
Evitar la humillación es un
elemento fundamental de las técnicas de negociación, especialmente cuando hay
rehenes: no hay que cerrar nunca todas las puertas; el secuestrador debe pensar
que puede obtener algo a cambio. El acuerdo en EE UU, al final, lo ha
demostrado: el Gobierno ha vuelto a funcionar, el techo de la deuda se ha elevado
in extremis y el Tea Party se ha llevado algo; algo que ya estaba en la ley,
pero que permite a sus miembros volver a sus distritos y contar que la lucha ha
valido la pena y que la pelea por reducir el peso del Gobierno en la economía
continúa. Con un electorado radicalizado, donde las elecciones primarias solo
se ganan en los extremos, secuestrar el aumento de la deuda y provocar una
crisis es una estrategia perfectamente racional para algunos, pero que
perjudica de manera notable al Partido Republicano y al país en general.
La coalición de Gobierno de
Alemania adoptó una estrategia similar durante la crisis del euro. Cada paso
adelante venía precedido de una crisis autogenerada —la cual servía a Angela
Merkel para volverse hacia sus euroescépticos compañeros de coalición del FDP y
decir: he cedido, pero ha valido la pena; a cambio del rescate hemos obtenido
condicionalidad—. La minoría del FDP estaba luchando por su supervivencia, y
secuestrar la resolución de la crisis se veía como la única manera viable de
mantener su identidad política. Al final, el FDP obtuvo menos del 5% en las
elecciones y ha desaparecido como grupo parlamentario del Bundestag, pero la
narrativa euroescéptica ha calado en la opinión pública alemana, y ahora será
muy difícil avanzar, por ejemplo, hacia la emisión de eurobonos.
La situación de Escocia es algo
distinta. El independentista Partido Nacional Escocés (PNE) lleva años
trabajando en su estrategia a favor de la independencia. Las razones últimas
del resurgir del sentimiento independentista son, como casi siempre,
económicas: el descubrimiento del petróleo en el mar del Norte a principios de
los años setenta, que convirtió el debate sobre la devolución de poderes y
competencias en el factor clave de la vida política escocesa, culminando con la
obtención de la mayoría en el Parlamento escocés del PNE y la convocatoria del
referéndum. Aquí el Gobierno de David Cameron no tiene un comodín, como tenían tanto
el líder republicano John Boehner como Merkel (ambos sabían que, en última
instancia, podían contar con la oposición para evitar el desastre, como así
hicieron) y, por tanto, ante esta política de hechos consumados, el Gobierno de
Londres ha publicado varios artículos detallando las opciones monetarias que
tendría Escocia si se declarara independiente.
Escocia podría optar por negociar
una unión monetaria con Reino Unido, adoptar la libra esterlina de manera
unilateral, negociar el ingreso en el euro o adoptar su propia moneda. Con un
análisis riguroso, concluye de manera clara que en todos los casos Escocia se
encontraría en una situación económica manifiestamente peor que con el arreglo
actual. Una unión monetaria con Reino Unido no sería una simple continuación
del status quo, aunque pudiera parecerlo. Cameron ha dejado claro que, tras una
eventual independencia, los intereses de Reino Unido y de Escocia lógicamente
no coincidirán. Dada la desigualdad de tamaño entre ambos y la falta de control
que tendría Londres sobre las políticas de Escocia, cualquier negociación
tendría que basarse en la imposición de límites y en la asunción de control
sobre las políticas económicas escocesas. Tampoco está claro que a Reino Unido
le interese un acuerdo con Escocia —como muestra la reciente crisis del euro,
una unión monetaria sin integración política es fundamentalmente inestable—. Es
decir, para que la unión monetaria fuera viable (y lo mismo se aplicaría a la
integración en el euro), una Escocia independiente tendría que renunciar a su
independencia en materias económicas. La única opción viable para mantener la
independencia sería adoptar su propia moneda, pero para que fuera creíble,
Escocia debería adoptar una política fiscal restrictiva para generar superávits,
y probablemente reducir de manera significativa su sector financiero, que
representa más de 10 veces su PIB, un múltiplo del de países como Islandia,
Irlanda o Chipre antes de sus respectivas crisis. El coste económico de la
independencia podría ser alto.
El caso catalán incorpora elementos
de los tres ejemplos anteriores. Una estrategia de negociación de una minoría
política basada en forzar una crisis (la amenaza de convocar un referéndum)
generada por la decisión de minimizar el coste político para los dirigentes de
un problema económico (el ajuste fiscal tras la crisis), pero que ha calado en
la opinión pública a pesar de que el análisis coste/beneficio podría ser claramente
negativo para todas las partes implicadas y, en cualquier caso, muy incierto.
Hay que explicar muy bien estos costes. Como en el caso escocés, la entrada en
el euro, además de ser un proceso largo, difícil y de ninguna manera
garantizado (ya que cualquier país de la zona euro tendría derecho de veto),
implicaría una cesión muy importante de la independencia recién adquirida —con
el agravante de que, en la actualidad, Cataluña puede afectar las decisiones
que se toman en la zona euro a través de España, que es un país grande,
mientras que por sí sola su voz y voto serian irrelevantes—. La fragilidad de
una Cataluña independiente, euroizada o con su propia moneda, con una tasa de
paro del 23%, una situación exterior deficitaria (que empeoraría al perder
muchas de las ventajas comerciales con la zona euro), un alto nivel de deuda
pública (parece lógico pensar que la Unión Europea y las agencias de rating no
verían con buenos ojos la repudiación de la parte de la deuda que corresponde a
Cataluña, como amenazan algunos) y un sector financiero frágil y de un tamaño
varias veces superior al PIB (y con una parte importante de los depósitos fuera
de Cataluña, vulnerables a una salida repentina) sería muy alta. El riesgo
durante la transición sería enorme. Los escenarios positivos que presentan
algunos son como el cuento de la lechera, encadenando conjeturas y tomando, en
cada paso, el único favorable, por improbable que sea —como advirtió de forma
contundente en este periódico el economista Ángel de la Fuente hace un par de
semanas—. La preocupación de las empresas es cada vez más audible.
Se está llegando a un callejón sin
salida, pero una salida airosa todavía es posible. El FDP alemán se suicidó
políticamente por llevar demasiado lejos su estrategia de conflicto
euroescéptico. La situación se está pareciendo cada vez más a la del Tea Party:
no nos humillarán, queremos algo, pero no sabemos el qué. Los republicanos
llaman a sus recalcitrantes compañeros del Tea Party el “caucus de los
suicidas”. No les imiten, por el bien del pueblo catalán y del resto de los españoles.
Ángel Ubide es senior fellow
del Peterson Institute for International Economics en Washington.
Fuente: www.elpais.com
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