29 de octubre 2013
Miguel García
Investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembro del colectivo econoNuestra
Investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembro del colectivo econoNuestra
Comienza la segunda
mitad del siglo XX. Días del gran pacto de posguerra entre capital y trabajo.
La belle epoque del capitalismo de rostro humano. Aquellos tiempos felices
donde a golpe de sudor, huelga y ciertas dosis de miedo al mirar al Este se arrancaron
subidas salariales y mejores condiciones de trabajo. Una sociedad de pleno
empleo donde el patriarca y su nómina mantenían a toda una familia. Tan bien
iban las cosas que hasta se generalizó lo que ahora llamamos Estado del
bienestar. Un relato compartido en la memoria colectiva de Europa Occidental,
aunque aquí llegara impuntual y mal vestido. Cosas de 40 años de dictadura.
Hoy el mundo ha
cambiado. Cada día el Estado del bienestar es más estrecho, los salarios se
contraen y los derechos se esfuman a golpe de reforma laboral. Una cuarta parte
de los que buscan trabajo no lo tienen y el que lo consigue trabaja en
condiciones de precariedad caminando de vuelta al siglo XIX. En las
últimas décadas el capital decidió que no estaba para pactos y nosotros,
cómodamente dormidos, no supimos reaccionar al ataque que nos planteaba. Y
cuando lo hicimos, fue de un modo fragmentado y débil, incapaz de alterar el
orden de cosas. El inamovible orden establecido.
Así llega a nuestros
días este gran relato de cómo estamos perdiendo lo que una vez conquistamos. Un
modo de contar la historia que subyace a gran parte del discurso de izquierdas
y al que pareciera darle la razón nuestro estado organizativo actual en el que
con salvadas excepciones, afrontamos un momento de cierto impasse.
Aun así, quizá también
la historia pueda ser otra que no mire añorante a todo pasado mejor, a un
tiempo pretérito idealizado, y como provocadoramente dice el título: ni
luchaban tan bien, ni luchamos tan mal. Para conocer ese relato menos amable,
debemos mirar debajo de la máscara de ese capitalismo de falso rostro humano.
Cuando nos hablaron de los pilares del Estado del bienestar, posiblemente se
olvidaron mencionarnos estos:
1º El marco general de subidas
salariales de la época se asentó no solo en la lucha sindical,
sino también en su funcionalidad al desarrollo propio del sistema y sus
características modernas: la producción en cadena y la sociedad de consumo. Si
el fordismo permite fabricar miles de lavadoras diarias es necesario venderlas,
y eso requiere millones de personas con poder para comprarlas. Nada mejor que
una frase del propio Henry Ford para resumirlo: “quiero que mis trabajadores
sean los compradores de los modelos que fabrican.”
2º Para que toda esta
concertación funcionara, y el consumo barato se acompañara de
salarios altos, era necesario un proveedor de materias primas de bajo coste.
Ningún candidato mejor que las antiguas colonias en Latinoamérica, África o
Asia. Victimas necesarias de la opulencia occidental del periodo, bajo la forma
de un nuevo imperialismo sin fronteras: el dominio económico.
3º El pleno
empleo se sustentó en un amplísimo margen de crecimiento facilitado
por la Europa destruida de posguerra, pero también de un modo importante y
muchas veces olvidado, en la relativamente baja presencia de la mujer en el
mercado laboral. Una frase de un sindicalista, del que no diré afiliación,
pronunciada a finales de los años 70 en el marco de la incorporación de la
mujer al trabajo asalariado, refleja fielmente el sentir sobre el que se construyó
este pilar: “ninguna mujer al trabajo mientras haya un padre de familia
desempleado.”
Este relato matizado
muestra por qué nuestra experiencia actual y futura, camina por unos márgenes
muy diferentes a intentar reeditar la experiencia pasada y volver a antes
de que todo esto estallará en 2007. O más bien, al momento en el que se
hicieron visibles las contradicciones que se venían incubando desde hace varias
décadas.
El capitalismo global
ha seguido desarrollándose y expandiéndose, la tecnificación ha culminado en la
revolución de de las telecomunicaciones y en una integración global no
solo de la información, también de unos mercados donde parte de los antiguos
estados oprimidos reclaman su espacio como actores mundiales, con los nombres
propios de China, Rusia o Brasil. Ahora no solo consumen unos pocos millones de
europeos y norteamericanos, al mercado se han incorporado las clases pudientes
chinas o rusas, que aun minoritarias sobre el total de sus poblaciones,
representan millones de nuevos consumidores. Además, países como Brasil ya no
son solo exportadores de materias primas baratas; ahora fabrican productos que
compiten con los occidentales, generalmente con salarios más bajos. Y
esto altera completamente el terreno sobre el que jugamos.
Ahora la partida se ha
mundializado, nuestro rol central ha sido puesto en duda y las preguntas han
cambiado: ¿Podrá el sistema generar unas condiciones de igualdad y bienestar
global contrarias a su propia lógica y dinámica concentradora? ¿Hay alternativa
a la precariedad generalizada; margen para un nuevo pacto social? Y en
caso de existir este espacio ¿Puede resistir el ecosistema una sociedad de
consumo masivo de 7000 millones de habitantes?
Grandes preguntas,
puede que incluso excesivas. Pero si en ellas cabe un “no” por respuesta,
existe una necesidad irrenunciable de planteárselas. Y es ahí donde hemos dado
un salto importante, donde no solo no lo hicimos tan mal, sino que quizá, a
través de la tensión que estalló en mayo de 2011 -eso que gustamos llamar 15M-,
empezamos por primera vez a plantearnos los retos que la
globalización del siglo XXI nos propone.
Ahora, en
retrospectiva, muchas voces critican su indefinición, la ausencia de
alternativas concretas, su idealismo, al fin y al cabo: le acusaban de ser un
niño. ¿Pero acaso cabía esperar otra cosa? No es que el 15-M fuera “el
despertar” de algo que estuviera “dormido” desde hace años. Las protestas
de mayo supusieron, para una parte importante de los que se levantaron, el
“nacer” de un nuevo modo de pensar. Con sus eslóganes idealistas y nada
concretos, visibilizaron algo que llevábamos mucho tiempo sin ver y que se
parece más al 68 francés que a nuestra transición. Una consigna sintomática:
”no soy un antisistema, el sistema es anti-yo”.
Muchas y muchos
cuestionaron el sistema sin limitarse a criticar sus consecuencias más amargas.
No era un problema de engrasado, la máquina no funcionaba. El llevar esto
a las plazas y los barrios, al debate público, ha permitido que reivindicarse
hoy “anticapitalista” esté relativamente normalizado, cuando hace simplemente
una década, la reacción variaba entre la risa y la indiferencia.
Reconquistar el
lenguaje. Ese volver a pensar que comenzó a cristalizar supone una creciente
legión de descreídos, engañados y negados por el sistema, que tejen nueva vida
bajo sus pies de hormigón de modos que hace no mucho eran inconcebibles. Nuevas
formas de organización como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, en su
defensa de un verdadero derecho a la vivienda, redefinen cada día el campo de
lo posible. Nadie dijo que fuera fácil o rápido, que no tendríamos subidas y
bajadas. Pero si nuestra tarea es ser radical en su sentido menos utilizado, el
de atacar la raíz del problema, por irresoluble que parezca éste, entonces, sin
duda, ni lo hacían tan bien, ni lo hacemos tan mal.
Fuente: www.publico.es
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