nuevatribuna.es | 21 Febrero 2014 - 16:45
h.
Los
relojes llevan apretada la prisa entre sus manecillas. Un día miras la hora y
ya no hay hora. Decrepitud, sólo decrepitud. Papel de estraza el ser humano
para que alguien lo estruje y dude dónde tirarlo porque ya ni siquiera es
reciclable. Se ha caído la vida a trozos, se ha deshuesado el tiempo y a uno le
chorrea la nada por todos los orificios que en su tiempo fueron fuente de
entrega amorosa. Ya serás viejo.
Hubo
un tiempo en que se les llamaba jubilados, es decir, alegres, seres empapados
del gozo de tener un ayer y disfrutar de la plenitud de un futuro. Porque el
ser humano no se termina nunca. Sólo cuando renuncia a su quehacer en la
historia. Y entonces no se muere, sino que se suicida. Se enfrenta a su
negación de seguir haciendo camino y se le troncha la vida entre las manos.
Aquí
y ahora eres todo juventud. Músculo de lucha. Ternura de cariño. Sudor y
energía para enfrentar unos labios, unas ingles y vivir la dulzura de la piel
acercada hasta hacerla cosecha de caricias.
En
el ayer, los jóvenes sostenían el mundo. Aportaban su energía en la
construcción activa del quehacer comunitario. Colaboraban en la creación de la
pequeña comunidad familiar y de la comunidad grande de la sociedad.
Pero
empezó a crecer el eufemismo y le llamaron crisis porque al oído le dolía eso
de estafa. La habían diagramado unos cuantos para crecer pisando las espaldas
de la mayoría. Y entre caviar y langosta encontraron el sustantivo más adecuado
para disfrazar el egoísmo infinito de sus sillones giratorios. Crisis. Los
bancos pintaron de negro sus fachadas para inspirar una visión de ruina. Si
ellos no volvían al rosa de la usura todo sería sombra. Y pidieron auxilio con
la desfachatez farisaica de quien juega a un carnaval macabro. Había que
ayudarlos. Y sin quitarles la máscara fuimos aportando oxígeno para ese
enfisema ficticio que amenazaba con la muerte universal. Y entonces el bisturí
se puso en marcha. Había que destruir lo conseguido. La sanidad, la
dependencia, la enseñanza, las pensiones, los puestos de trabajo, las hipotecas
que desahucian, la justicia, el estado de bienestar. Se obligó al canceroso a
tener que elegir entre la medicación o el ataúd. Al jubilado se le degradó a la
categoría de viejo y se le obligó a dar de comer a los seis de familia de hija
y yerno con cuatrocientos euros de sopa. Y los niños dormían el hambre con
nanas de Miguel Hernández.
Y
tú te viste en la cola del paro. Un día y otro día, como si hubieras nacido en
el hospicio del INEM. Y te llenaste de angustia, de fracaso, de asco. Y hasta
te recortaron tu rebeldía llamándote terrorista cuando quisiste romper el
engaño y exigiste que te dijeran la verdad. Y eras responsable de la
desnutrición de tus hijos tal y como te culpó Rafael Hernando. Y el reloj
seguía apretando sus manecillas hasta ahogarte el presente y encontrarte de
repente con que eres ya viejo si poder aspirar a ser jubilado.
Y
creíste que por fin tendrías derecho a un trozo de pan ganado con el sudor de
tu pasado. Pero alguien te dijo que tú no tenías pasado, que habías sido
siempre un parado porque aquella estafa llamada crisis te descolgó del trabajo
y de la cotización que ahora te daría derechos. Y nadie te iba a regalar
lo que te habías negado a aportar. Porque hasta esa desfachatez habían llegado
tus gobiernos, hasta culparte de ser un parado. Los parados tienen que ir a
trabajar aunque sea a Laponia. Los parados son sanguijuelas que chupan el
dinero de los demás contribuyentes, que ejercen chapuzas en dinero negro. Y
Soraya, ¿te acuerdas de Soraya, la vicepresidenta? contrató a una empresa que
detectara si habías arreglado un grifo y no lo habías declarado a Montoro. Y
Fátima, la rociera, decía que se había creado empleo y que había muchos que
optaban por las ayudas porque así estaban todo el día en la barra del bar.
Ya
eres viejo. Ya sois una multitud de viejos, una cosecha malograda de viejos.
Inútiles, enfermos, no productivos. Lo había calculado Ana Mato y no
había fallado. Las calles estaban llenas de viejos. Los cajeros, los puentes,
las casas deshabitadas, las aceras. Viejos por todas partes. Muertes deshidratadas,
venas cristalizadas, piel de decepción existencial, angustia de abandono.
Ya
has llegado a viejo. Estrangulado el ayer. Sin mañana. Sin presente, sin hoy. A
lo mejor no existes.
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