Es
alarmante, muy alarmante, que quienes gobiernan el país sean tan blandos en la
defensa de lo público. O, para ser más precisos, de lo público que tiene como
finalidad incidir en la mejora del bienestar de los ciudadanos sin exclusión
por razones de su sexo, edad y religión. Porque hay dinero público que
se invierte en cierta esfera privada confesional y que jamás se
cuestiona cuando suenan los maitines de recortar presupuestos, subvenciones y
ayudas. Estas menguas económicas solo se plantean y se ejecutan en el ámbito de
las necesidades públicas generales.
Entiendo que
se trata de una deslealtad del Estado con y contra su salud y que solo por esta
razón ningún ciudadano con dos dedos de sindéresis pintada en las rayas de su
frente debería votar a un político que obligara a funcionar al Estado en contra
de su propia naturaleza.
Si el Estado
fuera más Derecho y menos Estado, mostraría la suficiente delicadeza en
arbitrar aquellas medidas jurídicas necesarias y oportunas para que el
ciudadano no tuviera que pasar por las horcas caudinas, ahora peperas,
antes socialistas, de elegir entre ciudadanos que defienden lo público y
quienes no lo harán nunca. De este modo, se evitarían muchas sorpresas y
absurdas discusiones entre lo público y lo privado.
Entramos en
el mundo de la esquizofrenia cuando contemplamos que funcionarios públicos
–profesores, policías, médicos, enfermeros, guardias civiles y diversos cargos
administrativos-, llevan sus retoños a formarse en escuelas y colegios privados
o a curar sus enfermedades a hospitales de titularidad privada. Convendría no
escandalizarse ante tamañas sorpresas, pues el ser humano piensa una cosa y acomoda
su cuerpo a otra. Dislocaciones ideológicas se dan en cualquier ámbito. Somos
coherentes con lo que nos interesa. Y, si para serlo, uno gasta de su bolsillo,
nada que objetar. Cada uno es muy esclavo de sus necesidades, que son las que
atemperan y degradan el ansia de libertad de acción que tiene uno. Aunque nos
cueste aceptarlo, el cinismo es una opción pragmática como otra cualquiera. Una
persona no tiene por qué hacer lo que predica. Y, si no, comprueben una y otra
vez el discurso y la praxis de tanto político, cura y obispo.
Desde que se
abrió la caja de Pandora, las correspondencias entre belleza, verdad, bondad y
virtud se hicieron añicos. Nadie es lo que dice, ni lo que piensa. Lo que
importa es fijarse en lo que hace. Si lo que hace se corresponde con lo que
piensa, nunca lo sabremos si él no nos lo dice. Y tampoco importa gran cosa que
la acción se corresponda con el pensamiento, lo que es un imposible metafísico.
Cuando el
Estado juzga y condena a un individuo no se para a pensar si su crimen es
coherente con un tipo de pensamiento determinado. ¡A la mierda el pensamiento y
las ideas! Lo que cuenta es lo que has hecho, verdadero fiel de lo que somos
realmente. ¿O es que, acaso, el Estado condonaría la pena a un reo por
verificar que este ha asesinado por ser coherente con su pensamiento criminal?
La coherencia importa poco. Recuerden que Franco, Hitler, Mussolini fueron
coherentes con su pensamiento y ya vimos lo que sucedió.
Ello no es
impedimento para que el Estado exija la defensa de lo público en sus servidores
como requisito indispensable para presentarse en política. Tanto es así que
esta defensa no debería ser patrimonio ideológico de ningún partido. Ni de
derechas, ni de izquierdas. Lo público es carácter consustancia al Estado de
Derecho y este se configura como tal gracias a la defensa de la esfera pública
llevada a cabo por sus representantes. Y quien no lo entienda así que no se
meta en política. Esta no es un trampolín para hacer negocios en la esfera
privada aunque muchos la conviertan en plataforma legal, que no ética, para
hacerse ricos.
Nadie
debería engañarse sobre este particular. Y así, si en un momento de debilidad
dejara de ser un paladín de lo público, la autoridad correspondiente debería
cesarlo u obligarle a dimitir voluntariamente.
Así, pues,
independientemente de que los políticos fueran de una ideología u otra, serían
elegidos en función de sus propuestas para mejorar la salud pública de una
sociedad. Su ideología se la pueden guardar para exhibirla en las reuniones con
sus amigos. No nos interesa si es de derechas o de izquierdas. Solo nos
preocupa si están a favor de defender lo público por encima y por debajo de
cualquier matiz.
Con estos
antecedentes, el corolario es más que prístino. Solo deberían meterse en
política quienes realmente manifestaran de palabra y de obra ser defensores del
interés público. Si no, es preferible que no lo intenten. Acabaran cometiendo
alguna gorda.
El Estado no
debería permitir a ningún individuo con negocios privados hacer carrera
política. La explicación es muy sencilla. Es imposible que una persona con
tales características no utilice el poder para conseguir beneficios en sus
empresas. Al prohibirle su participación, el Estado le ahorra de forma
profiláctica caer en la tentación del cohecho, de la prevaricación, del tráfico
de influencias y, claramente, del robo y de la estafa. Y, mucho mejor aún,
podrá dedicarse a sus negocios sin reparar en el obsesivo bien común
inexistente; tan solo en el bien propio. Día y noche, mañana y tarde.
Actualmente,
en la maquinaria del Estado existen engranajes que chirrían de tal modo que su
afán recaudador no resulta ser tan imparcial y tan objetivo como, en principio,
se quiere dar a entender.
El Estado
tira obuses contra su propio tejado continuamente, lo cual no deja de ser
contradictorio con su naturaleza y un inconveniente mayúsculo para que la niña
de sus ojos, la esfera pública, goce de buena salud: sanidad, educación,
transportes, jubilación, dependientes, a lo que habría que añadir el consumo
popular de luz, gas, agua, leche, pan y huevos. Al paso que camina la
privatización de bienes, el ciudadano tendrá que pagar por respirar y por andar
por la calle.
Hemos
llegado a una situación realmente extraña. El Estado disminuye el presupuesto
dedicado a la investigación científica y aumenta, o no disminuye, el dedicado a
la etérea “cura de almas” llevada a cabo por capellanes de hospitales, de
cárceles, del ejército y de cementerios. Un cambio cualitativo digno de
consideración. A partir de este nuevo paradigma, detrás del cual la cura de
almas está por encima de la cura del cuerpo, la teología por encima de la
ciencia, el ciudadano sabrá a qué atenerse en el dolor y en la enfermedad.
Cuando sufra un cólico miserere, no lo dude. Acuda presuroso a la parroquia más
cercana. Allí el cura de marras sabrá cómo aplicarle una cataplasma a su alma
para salir airoso de su enfisema pulmonar.
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