Parapetarse tras la Constitución
sin revisarla, sin renovarla y crear nuevos pactos generacionales que legitimen
las decisiones es un lento suicidio. Las instituciones tienen problemas de
legitimidad democrática
EDUARDO ESTRADA |
Esta es una
situación de emergencia. Apenas podemos sostener el Estado social, las
instituciones del Estado democrático están en declive. Luchemos, en fin, al
menos, por mantener en pie el Estado de derecho. Esta es la conclusión, que
resultó estremecedora, aunque incontestable, expuesta por uno de los
participantes del seminario sobre reforma del Estado, cuya última sesión se ha
celebrado recientemente. Fue un seminario en el que se mantuvo, con la activa
participación de un nutrido grupo de catedráticos y profesores de universidad y
funcionarios de altos cuerpos de la Administración, un interesante debate sobre
la huella de la crisis económica en el Estado, y la singularidad del derecho y
las ideas que emanan de esta situación de emergencia.
La impresión
en ese seminario dirigido por el profesor Santiago Muñoz Machado no es
halagüeña. Ha surgido una nueva relación entre el Estado —que parecía
todopoderoso hace no tanto— y la sociedad. La intervención estatal y el espacio
de lo público andan en retroceso por diversas causas: la privatización de la
seguridad ciudadana o de la sanidad, la autorregulación, la sustitución de la
ley por el contrato en todos los niveles, el desplazamiento de los tribunales
en su función de resolver los conflictos en beneficio de otras alternativas de
carácter privado, la redimensión a la baja del Estado prestacional, el
desmoronamiento del garantismo en aras de la autoprotección, el desdén hacia
las leyes y las sentencias, que se manifiesta explícitamente incluso por
responsables de instituciones públicas, etcétera.
Deberíamos
abrigar con prudencia lo que queda de un Estado seriamente menguado por las
acuciantes exigencias de la Unión Europea sobre la estabilidad presupuestaria,
y, sobre todo, por las condiciones de los acreedores privados en los mercados
que no cesan de reclamar reformas en todos los campos. Al hilo de palabras
mágicas como son racionalidad, racionalización o sostenibilidad financiera se
han hecho muchas reformas a la carrera, con serio impacto en el Estado social y
el Estado autónomo, de las cuales es aún pronto para estar seguros de su
resultado. El Estado de derecho y el ordenamiento jurídico parecen ya
seriamente dañados desde la Constitución hasta el peldaño más bajo.
Desde 2012
se han aprobado nada menos que una cincuentena de decretos leyes que el
Congreso ha convalidado sin apenas discusión parlamentaria y solo muy pocos han
iniciado su tramitación como leyes. ¿Dónde queda el parlamentarismo y la
participación de las minorías y la confianza en la discusión con publicidad? Algunas
de las leyes que se han aprobado con demasiadas prisas bien resultan de difícil
lectura y comprensión o sencillamente se han modificado tres o cuatro veces
nada más aprobarse. Todo ello indica una premura e inseguridad en su gestación
muy lejana de las supuestas verdades únicas que la invocación en las leyes de
la racionalización financiera trata a veces de presentar como la única decisión
posible.
El gobierno
de la crisis se ha llevado sobre todo desde la Unión Europea, de donde procede
el impulso para la súbita y trascendente reforma del artículo 135 de nuestra
Constitución. La dirección de la política económica se ha centralizado
fuertemente en una corriente hacia arriba. Hemos podido visualizar el poder de
Bruselas mejor que en décadas de disquisiciones. No tenemos hoy más derecho
constitucional económico que el europeo, pues conforme a él se toman las
decisiones políticas básicas en esta materia. Sin embargo, seguimos sin tener
una verdadera Constitución en Europa, aunque sea bajo la forma de tratados,
dotada de un circuito democrático representativo, rendición de cuentas y
subsiguiente responsabilidad política. Ha surgido, con la crisis, una
organización económica mediante una tupida red de soft-law —de
recomendaciones, memorandos y guías—, de complejos paquetes normativos en
directivas y reglamentos, y de compromisos en relaciones intergubernamentales
que no se recogen en la reforma de los tratados originarios. ¿Es ese un buen
modelo desde la lógica del Estado de derecho y de otras razones o necesita
revisarse? ¿Siquiera alguien se plantea el dilema?
Muy densas
normas europeas regulan las nuevas políticas sin que pueda alejarse la
sensación de constante improvisación y del apoderamiento de las decisiones en
instituciones no representativas. ¿Quién nos gobierna? ¿Qué racionalidad tiene
esa madeja de normas? Hemos cedido a Europa la coordinación presupuestaria y
también la política monetaria, pero no el resto de las facultades que harían
posible una verdadera dirección de la política económica. Mientras tanto,
nuestros desapoderados Estados, desprovistos de sus tradicionales herramientas,
permanecen inermes. Al tiempo, la desigualdad entre los Estados miembros es
cada vez mayor: entre los que están o no en la eurozona, entre los firmantes o
no del Tratado de Estabilidad, y, especialmente, entre los ricos y acreedores
países del norte y los pobres y deudores vecinos del sur. ¿Qué queda de la idea
de integración europea?
Si en Europa
tenemos un derecho constitucional económico sin una Constitución, en España
tenemos una vieja Constitución con cada vez menos derecho constitucional. La
crisis económica ha descosido las costuras del traje y como una poderosa lupa
nos ha permitido ver numerosos defectos. La mayor parte de las instituciones
tienen hoy serios problemas de legitimidad democrática o de funcionamiento o de
ambas cosas a la vez. No hay casa alguna —y tampoco la Constitución— que pueda
habitarse dignamente sin reformas estructurales y algo de mantenimiento después
de tanto tiempo. España no es diferente. Pero nos hemos obstinado en actuar de
otra manera, diversa a la habitual en el resto de los países europeos con
tradiciones democráticas, enrocándonos en la intangibilidad de la ley
fundamental. Parapetarse tras la Constitución sin revisarla, sin renovarla y
crear nuevos pactos generacionales que legitimen las decisiones es un lento
suicidio. Es urgente generar diálogos y acuerdos lo más amplios posibles.
Qué duda
cabe de que debemos tratar de salir de la crisis financiera y de empleo lo
antes posible, pero convendría hacerlo sin haber destrozado en el camino todo
el buen tejido de normas e instituciones del Estado logradas con un esfuerzo de
décadas. Preservando el Estado social que permite nuestra convivencia pacífica
y nos hace iguales, aunque sea con prestaciones más austeras. Manteniendo el
Estado de derecho que nos hace respetar los derechos fundamentales de todos y
vivir libres. El Estado de las autonomías, que obedece al pluralismo y las
diferencias territoriales, pero busca la integración y la solidaridad entre
todos los españoles sin agravios comparativos. Habrá que esperar a que el polvo
que cubre nuestros ojos —la depresión que genera la crisis— se asiente para
poder observar mejor la realidad y hacer un diagnóstico más preciso, pero la
impresión general no es halagüeña. Algo estamos haciendo mal.
El respeto
al Estado de derecho y a sus principios, la voluntad de compromiso constante
entre todos los partidos que respetan las leyes y el marco constitucional, un
ánimo decidido de participar activamente en la Unión Europea, el sitio donde
nos gobiernan realmente, parecen fármacos de amplio espectro muy beneficiosos
para nuestras enfermedades. Pero habría que impulsar y acometer lo antes que se
pueda reformas constitucionales y legales convenientemente pactadas en todos
los niveles de gobierno. No hay otra forma de salir de esta desorientación
ciudadana, de la actual inseguridad jurídica y pérdida de la legitimidad
democrática.
Javier García Roca y José Esteve Pardo son
catedráticos de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo de las
universidades Complutense de Madrid y de Barcelona respectivamente. Firman este
artículo en nombre de 60 catedráticos, profesores universitarios y altos
funcionarios de la Administración.
Fuente: www.elpais.com
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