En una de mis clases de esta semana un
alumno del programa europeo Erasmus me hizo esta pregunta: ¿cuál es la causa de
que la economía española sea la que más rescates está haciendo, no solo de
bancos, sino de empresas privadas de infraestructuras, concesionarias de
autopistas y constructoras? La pregunta tiene sentido.
En principio, la crisis, por sí
sola, no tendría por qué llevar a que el sector público tuviese que salir al
rescate de muchas de estas empresas que han entrado en situación de
insolvencia, de la misma forma que no se rescatan empresas de otros sectores
que también lo están pasando mal. Debe haber algún rasgo específico en estas
actividades.
Antes de buscar una respuesta,
parémonos en las consecuencias.
Los recursos públicos usados para
esta misión no pueden ser utilizados en usos alternativos más útiles. En la
medida en que pasan a engrosar la deuda pública, los rescates son a la vez una
carga y una sanguijuela para los ciudadanos. Una carga que pesa y pesará sobre
las condiciones de vida de muchos ciudadanos, especialmente las generaciones
más jóvenes, obligados a pagar más impuestos. Y una sanguijuela, porque drena
recursos para la sanidad, las pensiones y otros servicios sociales. Además,
obstaculiza la capacidad de innovación y crecimiento de la economía y, por
tanto, la creación de empleo.
Después
de 12 años, la balanza comercial ha vuelto a ser positiva y la composición de
la inversión vuelve a favorecer a las actividades industriales
¿Qué justificación hay para estos
rescates tan onerosos para los ciudadanos y la economía?
En este caso, la justificación de
los rescates de concesionarias de obra pública, autopistas, aeropuertos o
plantas de energías renovables no viene, como en el caso de los bancos, de la
existencia de un riesgo sistémico. ¿De dónde, entonces? De la existencia de
compromisos adquiridos por las diferentes Administraciones públicas en los
contratos público-privados para la construcción y gestión privada de
infraestructuras públicas, para la inversión en determinados activos, como
energías renovables, y la gestión de servicios públicos. Compromisos ocultos,
desconocidos por los contribuyentes, en forma de garantías de cobertura de
ingresos, concesión de avales y otro tipo.
Según me dice mi amigo y compañero
de cátedra en la Universidad de Barcelona, Germà Bel, España es uno de los
países con mayor número de acuerdos público-privados de este tipo. En este
sentido, es un país del “sur”, dado que la evidencia empírica muestra que estos
países tienen, en términos relativos, un mayor número de concesiones de este
tipo que los países del “norte”.
¿A qué se debe este exceso? A la
mayor cuantía y variedad de las garantías ofrecidas por las Administraciones
públicas a los inversores, constructores y proveedores privados de
infraestructuras de uso público y a la inversión en activos productivos como
los mencionados.
En muchos casos los contratos de
concesión establecen, con diferentes métodos regulatorios, el compromiso
público de pagar toda la inversión realizada, responda o no a las necesidades
del tráfico económico y a las de los ciudadanos, o la garantía de que si las
previsiones de ingresos estipuladas en los contratos de concesión no se
cumpliesen, las Administraciones públicas saldrían al rescate.
En estas condiciones, es lógico que
el constructor, el gestor privado de infraestructuras o el inversor en plantas
de energía renovables están muy interesados en llevar la inversión al infinito.
Su negocio está en construir e instalar. Estarían dispuestos a cubrir de
cemento todo el campo español. Si después la demanda no cubre esa inversión y
no genera retornos que cubran su coste, ya vendrá la Administración al rescate.
Se origina así una situación de sobreinversión.
Este exceso de inversión no es desconocido
para los economistas. De hecho, se le conoce como efecto Averch Johnson, dos
economistas que en los años setenta estudiaron el comportamiento inversor de
empresas públicas y monopolios privados de servicios públicos a los que la
Administración les garantizaba unos más que razonables rendimientos para la
inversión. Comprobaron que el resultado era expandir el volumen de inversión al
margen de las necesidades o la demanda de esos servicios.
Un esquema de este tipo
inevitablemente da lugar a la aparición de amistades peligrosas entre política
y negocios; entre políticos, constructores y buscadores de rentas. El resultado
ha sido la aparición de un capitalismo concesional y rentista. Un capitalismo
sin riesgo. Un ejemplo es el actual sistema eléctrico español, que en muchos
sentidos ha dejado de ser una actividad industrial para convertirse en un
negocio financiero orientado a la extracción de rentas.
Junto con la sobreinversión, la
corrupción es un daño colateral de las amistades peligrosas que alimenta este
tipo de capitalismo.
Hay que ponerle freno. Pero no será
fácil. Está muy extendido. En todo caso, sus efectos cargarán sobre nuestras
espaldas durante mucho tiempo. Las garantías públicas concedidas son pasivos
ocultos que no están contabilizados en ninguna parte, pero que irán cayendo
como gota malaya sobre las cuentas públicas a medida que el cuento de la
lechera que justificó esa sobreinversión se disuelva.
Es necesario volver a 1999. La
economía española presentaba en aquel momento una composición de la inversión
muy favorable al capitalismo industrial y de riesgo. Y la balanza comercial
presentaba signo positivo. Desgraciadamente, la entrada en el euro, con su maná
de crédito barato y abundante, desvió el rumbo hacia el capitalismo concesional
y rentista. Pero, después de 12 años, la balanza comercial ha vuelto a ser
positiva y la composición de la inversión vuelve a favorecer a las actividades
industriales. Quién sabe, a lo mejor la crisis nos vuelve a la buena senda. Ya
lo dice el refrán, no hay mal que por bien no venga.
Fuente: www.elpais.com
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