Para controlar el
presente y el futuro, es preciso controlar el pasado
Ilustración de Max. |
Grecia fue la sustancia de la que se
alimentaron los sueños nazis. No la Grecia que fue, sino una inventada a
medida: una fábula de pureza sin mácula que inspira las esculturas de los
apolíneos guerreros neoespartanos de Breker, ilumina los cuerpos
hiperideologizados de los atletas en la Olympia de Riefenstahl
o informa la arquitectura imperial de Speer o Troost. Una Grecia de leyenda y
obsesivamente estetizada: la antigüedad fundadora de Europa reconfigurada y
puesta al servicio del mayor proyecto totalitario y genocida de todos los
tiempos. Los griegos iban a convertirse en los antepasados del hombre nuevo
germánico, por eso Alfred Rosenberg afirmaba que debían de proceder del Norte:
no en vano las virtudes que se atribuían a su civilización precristiana eran
las mismas que Hitler deseaba infundir en los súbditos del arianizado Reich de
los mil años. Y lo mismo querían Himmler, gestor del Holocausto, y Darré, el
ideólogo del “sangre y suelo”, y los millones que les siguieron o miraron a
otro lado, incluyendo al joven Heidegger, que participó del entusiasmo
clasicista convencido de que la única posibilidad de ruptura con la (nefasta)
modernidad técnica era el retorno a la primordialidad del pensamiento griego.
Para controlar el presente y el futuro es preciso controlar el pasado: en Los
nacionalsocialistas y la Antigüedad, un estupendo ensayo recientemente
publicado por Abada, el germanista
francés Johann Chapoutot,
explica detalladamente el proceso por el cual el nacionalsocialismo trató de
forjarse una identidad ficticia y justificatoria. Se hacía preciso construir un
mito heroico para una raza destinada a enfrentarse a enemigos poderosos y
malignos (los judíos, los eslavos): la Germanía de Tácito (véase El libro
más peligroso, de Christopher
Krebs, en Crítica),
con su idealizada versión de los incontaminados pueblos bárbaros no era
suficiente, como tampoco lo había sido la historiografía romántica y völkischdel
XIX, de modo que Grecia proporcionaría el modelo civilizador y Roma la idea de
imperio. Chapoupot explica que fue Platón, y no Nietzsche, el verdadero
filósofo adoptado por los nazis, quienes retorcieron su lectura para
convertirlo en el pensador de la dictadura de los elegidos y el Estado racista.
Claro que la antigüedad inventada era el modelo y el camino, pero también la
advertencia (y quizás la profecía): la civilización antigua fue destruida
cuando griegos y romanos pelearon entre ellos y se aclimataron a la cultura
“degenerada” del enemigo; cuando su raza se mezcló con los “subhumanos” que
querían destruirla (orientales, judíos) y sus pueblos abrazaron el pacifismo;
cuando olvidaron que la mejor defensa es la guerra preventiva y la limpieza
étnica. Así se alimentó una ideología que, como reitera Chapoutot, “abandonó
desde el principio el orden de la historia para abrazar el del mito, donde todo
es símbolo y significado, donde todo azar es convertido en necesidad”. Y donde
hasta el pesticida Zyklon B acabaría encontrando su sentido más ominoso.
Cortaziana
Paseo mitómano por Montparnasse.
Vuelvo a recorrer las calles que registraron la mayor concentración de talento
artístico del siglo pasado. Aquí trabajaron, vivieron, se amaron y discutieron
conspicuos modernistas, modernos radicales, y hasta algún que otro posmoderno.
Visito algunos de los locales que frecuentaron, aunque muchos hayan cambiado de
nombre: el Hôtel des Écoles (hoy Delambre), donde vivieron, por ejemplo,
Gauguin o Breton. O el legendario Dingo Bar (hoy Auberge de Venise), por cuya
ubicación le preguntó un día mi admirado Vila-Matas —otro mitómano— al librero
Olivier Renault, y que fue durante años una especie de embajada de los
escritores anglófonos en París, desde James Joyce y Thornton Wilder a Henry
Miller o William Faulkner. En el Dingo fue donde se conocieron Hemingway y
Scott Fitzgerald (“su talento era tan natural como el dibujo que forma el
polvillo en un ala de mariposa”, dijo el primero del segundo en esa guía
oficiosa que es París era una fiesta). Paso por los lugares (con o sin
placa) donde vivieron gentes como Samuel Becket, Claude Simon o Ezra Pound o
donde tuvieron taller Man Ray (arropado por la estruendosa vitalidad de Kikí de
Montparnasse), Ossip Zadkine o Ferdinand Léger. Termino, fúnebre de melancolía,
en el cementerio del barrio, donde tantos quisieron ser enterrados: Beauvoir y
Sartre, Berlioz y Offenbach, Dumas (hijo), Zola, Stendhal, Gautier, Degas y
todo el abigarrado resto. Descanso un rato frente a la tumba del mitómano
Cortázar, siempre velada por los jóvenes que a ella peregrinan: sobre la lápida
encuentro, además de flores ajadas, pequeños fragmentos de tiza escolar y
numerosos guijarros, dos elementos esenciales para dibujar una rayuela y subir
al cielo. Este año, doble aniversario cortaziano: el centenario (1914) y el
aniversario de su muerte (1984), que se conmemora precisamente el 12 de
febrero. Alfaguara se apunta a
ambos publicando Cortázar de la A a la Z, un estupendo álbum biográfico
repleto de inteligencia cortaziana y sentido del humor, que ha sido editado por
la infatigable Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. En él tiene también
entrada Carol (Dunlop), la última mujer de Cortázar,
que está enterrada con él en Montparnasse. Lo que ignoro es el paradero póstumo
de Rocamadour.
Callejeros
Leo que Christine Lagarde,
sacerdotisa del hegemónico club del “como-no-puede-ser-de-otra-manera”, opina
que, para afianzar la llamada mejoría española hay que seguir haciendo los
deberes, es decir, bajar más los sueldos y acabar con tanto empleo fijo.
Mientras los superricos se dan palmaditas en la espalda en Davos y aumenta por
doquier la desigualdad y el empobrecimiento de las clases medias (se os está
acabando el colchón moderado, queridos) leo que la mitad de los congresistas
estadounidenses son millonarios, lo que señala a las claras quiénes controlan
las medidas económicas (impuestos incluidos) en la metrópoli del imperio. Me
escandalizo —como ustedes, improbables y sufridos lectores— al enterarme
(aunque lo sospechara) de que 85 individuos acumulan la misma riqueza que la
mitad de la población mundial, lo que indica que no solo disfrute y sufrimiento
están pésimamente repartidos, sino que es preciso introducir nuevas acepciones
al término “terrorismo”. Constato, por otra parte, que cuando la gente sale a
la calle todavía consigue cosas (Gamonal, sanidad pública). Y que puede
conseguir (o conservar) más, a pesar de lo que Alan Badiou llama el “acatamiento
de las órdenes brutalmente antipopulares emitidas por los burócratas europeos”.
Compruebo, por último, que se siguen publicando libros importantes que ayudan a
entender dónde estamos, más allá del mantra del
“como-no-puede-ser-de-otra-manera”. Ahí va uno: El síntoma griego.
Posdemocracia, guerra monetaria y resistencia social en la Europa de hoy,
un reading con artículos (discutibles, y por eso mismo, útiles) de,
entre otros peligrosos radicales, Badiou, Jappe, Negri, Balibar y Stavrakakis.
Lo ha editado Errata naturae en la
colección de nombre más hermoso: La Muchacha de Dos Cabezas (doble trabajo para
la guillotina).
Fuente: www.elpais.com
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